Nuestro viaje fue como una odisea
Por Isabel Cortés
Isabel Cortés vive en Londres y es parte de los colectivos Chile Solidarity Network y Bordando por la Memoria. También colabora con el sindicato United Voices of the World (Voces del Mundo Unidas).
Nuestro viaje fue como una odisea.
El trayecto duró una hora y tomamos tres trenes para llegar a nuestro destino.
No dormí mucho la noche anterior. Tenía esa sensación familiar de cuando estoy a punto de llegar a un entorno repleto de amor en el cual uno se siente acogido. Me parece que tuve ‘the channels’, que según el camarada Mcintosh, es una sensación que los marineros tienen antes de comenzar una travesía.
Pelusa y yo llegamos temprano, primera y segunda generación juntas, sentadas lado a lado, caminando codo con codo, riendo y hablando; y aunque haya 30 años de diferencia entre nosotras, estamos unidas porque las mismas circunstancias revolcaron nuestras vidas, como revolcaron y siguen revolcando la de tantos otros.
Estábamos camino a un evento que sabíamos que iba a ser una experiencia de aprendizaje y al que, definitivamente, era un gran privilegio asistir. Precisamente íbamos comentando esto en nuestro trayecto.
Íbamos a conocer a la delegación de Zapatistas en su gira por Europa. Era una reunión cerrada, sin redes sociales, sin fotos y sin grabaciones; un espacio en el cual dejamos nuestros egos (y teléfonos) en la puerta para poder compartir experiencias, comer juntos y reflexionar.
Los activistas hablan de asegurar un espacio, un concepto que tiene menos que ver con el uso del espacio físico y más con un espacio metafórico, pues en este caso era el espacio físico en el que nos encontramos el que nos aseguraba a nosotros. Un centro comunitario Kurdo escondido entre una estación de tren y una discreta zona residencial.
Mientras entrábamos por el portón de hierro decorado con un sol naciente -el amanecer socialista pensaba yo- vimos una mesa afuera del centro, donde caras sonrientes de jóvenes que nos daban la bienvenida y nos registraban. Había un grupo de hombres, jóvenes y viejos, con el pelo negro o sin pelo, fumando y hablando en kurdo. Para mí, esto pareció muy familiar.
Al completar la inscripción avanzamos a la sala y nos encontramos abrazadas por las pancartas que nos saludaron al entrar. Estaban por todos lados: en el piso y delante de mí; vinilos hechos a mano con lemas en inglés, español y kurdo. Caras de mártires, pancartas y banderas nos cuidaban con su mirada.
Había una mesa en la parte delantera de la sala, pero no como las mesas superiores de las conferencias en las que te dicen cómo son las cosas, sino un espacio para compartir y mirarse las caras (u ojos en nuestro caso ya que íbamos todos con cubre bocas). Las sillas fueron colocadas en forma de herradura, lo que hizo que sintiera que el momento me abrazaba cada vez más fuerte.
El olor de té, café, guisos y arroz salía de la cocina. Sí, eran las 9 de la mañana y se podía oler el arroz. Este era un espacio comunitario. Sentí ganas de mudarme allí de inmediato con toda mi familia.
Los jóvenes estaban dándole los últimos toques a la sala, probando los altavoces y moviéndose de un lado al otro llenos de emoción.
Pelusa y yo entramos tan disimuladamente que rápidamente pasamos a formar parte de los muebles, incluso desde que pasamos por el portón de hierro con el amanecer. Así, acomodarnos en primera fila no significaba nada.
El evento comenzó media hora tarde, y justo antes del comienzo, estaba yo hablando con Pelusa cuando le escuché decir – buenos días compañeros – . Miré hacía arriba y vi un grupo de hombres con cubre bocas y de piel morena que pasaron por delante de nosotras. Les saludé tal y como lo hacemos, como compañeros.
Después de esto, el evento dio inicio.
¿Qué puedo decir sobre la sesión de la mañana?… Nosotras fuimos las primeras en tener la palabra. Hablamos sobre la solidaridad internacional y el trabajo de toda la vida, de estar orgullosas de ser exiliadas, de que éramos como semillas dispersadas por los vientos en cada rincón de la tierra; de que nuestra lucha es intergeneracional e internacional, de que no se trata solo de mirar hacia atrás y preservar la memoria histórica y de denunciar incansablemente y reclamar justicia por nuestros mártires y para nuestros desaparecidos; sino que también se trata de hoy, de la solidaridad práctica que ofrecemos a los que toman las calles, porque sabemos lo que es la solidaridad, porque no es un término de moda que usamos de manera frívola, sino que es una experiencia real que nos permitió vivir, que nos enseñó a hacer lo que hacemos. Hablamos sobre el papel de los trabajadores organizados y de las mujeres que fundaron y llevaron adelante los espacios en los que estamos. Les conté cómo me lo enseñaron: no fue con un libro, sino a través de la acción.
Pasamos la palabra y otros hablaron sobre la justicia climática, sobre la solidaridad con el pueblo Kurdo y el anticolonialismo, sobre descolonizar la mente, sobre cómo tratarnos los unos a los otros, sobre cómo ser activistas juntos, sobre cómo no agotarnos en el intento, sobre cómo practicar el amor y la revolución, sobre cómo aprender juntos y cómo ser autocríticos. Los ponentes eran buenos y su análisis me conmovió; su juventud y su optimismo, su autocuidado y el cuidado para los demás.
Me di cuenta de que Pelusa nunca perdió aquella alegría y juventud rebelde, y yo tampoco la voy a perder.
Comimos juntos, hablamos, conectamos los unos con los otros, vimos caras familiares y compartimos historias.
La tarde era de los Zapatistas, todos Mayas y miembros del EZLN. Caras cubiertas, ninguna foto, pura clandestinidad. Esto era real, ellos eran reales. Narradores de verdad.
Contaron su historia en 5 partes, cada uno relatando una sección: comenzando con sus tártara-tártara abuelos y abuelas, y cómo trabajaban bajo el mando de terratenientes en un sistema feudal cruel que usaba la violencia contra las mujeres como forma de control sobre hombres y mujeres. Hablaban en primera persona desde sus corazones, con frases cortas, lenguaje directo y simple, usando “pues” en lugar de puntos finales, comas y pausas.
Nos llevaron por los años treintas como si fuera ayer y era claro que su historia era una historia vivida y pasada por generaciones y no una historia que se lee en los libros. A los intérpretes les costaba traducir esto al inglés, y me sentí mal al poder resplandecer en el poder de sus palabras. Directos y sin ningún intento de intelectualizar, con relatos prácticos y honestos – “y después esto pasó”– . Mi tipo de historia.
Nos tomaron de la mano y nos llevaron por su declaración de guerra, por los nombres de sus mártires sin usar apellidos, por los años en la selva, por cómo montaron su región autónoma hasta llegar hasta el día de hoy, en que continúan resistiendo y rebelándose.
Intenté tomar notas pero me di por vencida. Necesitaba estar presente, escuchar y permitir que mi corazón lo absorbiera todo.
Cuando llegaron a los 7 principios sí tomé nota. Pensé en la similitud con el plan de 10 puntos de Allende y con el plan de los Black Panthers. No tienen cárceles, el trabajo comunitario es la manera en que hacen justicia, tienen un 50% de mujeres en sus consejos, cada consejo es autónomo y tiene una autoridad que rota. Trabajan la tierra juntos, tienen sus propias escuelas y centros sanitarios. Son verdaderamente autónomos.
Tomaron preguntas sobre la violencia de género y los derechos trans y no usaron ninguna retórica – “aceptamos y respetamos”, es lo que dijeron.
A lo largo de las 3 horas que contaron su historia, transmitieron palabras de sabiduría simples pero potentes.
– Venimos aquí para aprender de ustedes, para contarles qué hacemos nosotros y cómo. No hagan las cosas como las hacemos nosotros, hagan lo que necesiten hacer. El pueblo manda. –
El trayecto a casa fue como estar en una nube, sentí que estaba flotando en el aire con el corazón lleno. Es la sensación que tengo cuando sé que mi alma ha sido nutrida por vitaminas que van a tardar tiempo en gastarse. Me desperté a las 6 am para escribir esto, necesitaba escribirlo, saliera como saliera. ¡Ahora, a ducharse!