Antonia y la furia de los patriarcas
Ciudad de México, 8 de marzo de 2015.
Eugenia Gutiérrez, colectivo Radio Zapatista.
Dios nunca sonríe. Impera en oriente y occidente, en el norte y en el sur, mientras observa distante a sus criaturas destructoras. Desde hace milenios, la institucionalidad de las tres religiones monoteístas dominantes lo representa o lo piensa como un hombre maduro, blanco, poderoso y sano. Nadie le conoce una novia ni un amigo. Jamás lo han visto alimentando a un bebé ni disfrutando de un tranquilo día de campo. Si la humanidad fue creada “a su imagen y semejanza” debió ocurrir una grave confusión en el acto, o bien, un severo error de producción, pues nadie lo ha escuchado cantar ni se le ha visto por ahí llorando de amor, soñando, trabajando, padeciendo alguna discapacidad ni aprendiendo a bailar. De hecho, el noventa por ciento de sus criaturas no se le asemejan.
Las estructuras patriarcales que sostienen el mundo llegan a este 8 de marzo de 2015 más fortalecidas que nunca. Con el capitalismo como síntoma principal de sus achaques, el patriarcado milenario que logró imponerse como forma mundial de “vida” intensifica su violencia. La pequeña ciudad nigeriana de Baga es borrada del mapa por fervientes seguidores de las decenas de suras que subrayan la importancia de infligir un castigo ignominioso a los infieles. A la sombra de estos preceptos, atacadas por el mismo odio que acribilla a caricaturistas y con el apoyo de una fortuna en armas, 2 mil personas absolutamente pobres son exterminadas. Por si fuera poco, más de 500 niñas y niños son secuestradxs ahí por el mismo grupo salvaje que robó impunemente a 276 niñas en 2014 para venderlas y usarlas como esclavas sexuales, o bien, para utilizarlas como bombas humanas y conseguir más dinero y comprar más bombas. La cadena de masacres ocurre en un continente que sufre graves problemas de salud y que quizá podría redirigir más fácilmente su futuro si se incentivara un poco el uso de preservativos, pero los patriarcas no lo permiten. Insultan a quienes difundimos de vez en cuando los estudios de género. Nos llaman “colonialistas”. No es falta de ganas lo que impide que las feministas (esa maldita palabra, esa palabra maldita) seamos quemadas en leña verde. Es que sería ecológicamente incorrecto.
Entre cánones más antiguos que nuestros miedos y que se disputaban la oficialidad sagrada de sus libros, se debilitaba la diversidad de cultos que, sobre todo en Europa y Asia, pensaban el mundo de otra manera. Con ayuda de ejércitos cada vez más destructivos y de sistemas económicos cada vez más centrados en la acumulación de capitales, el énfasis patriarcal judeocristiano se había fortalecido durante siglos. Aunque muchos pueblos mantenían su libertad de pensamiento religioso diverso y politeísta, llegó otro profeta para tratar de homogeneizarlo y masculinizarlo todo. En el terreno de batalla de esa triple guerra santa entre patriarcas quedaron atrapados decenas de cultos en todos los continentes, hasta que siglos después fueron gravemente mermados los rituales americanos donde los opuestos se complementan y la naturaleza cumple cabalmente su rol de madre y padre en la figura de deidades formadoras y formadores, creadoras y creadores. Ni qué decir de los obstáculos que esa guerra institucional ha edificado para desmotivar la ciencia y desechar el pensamiento laico. Ni qué agregar de la forma en que ha penetrado gobiernos supuestamente agnósticos.
Después de milenios de práctica cotidiana, el terror a la alegría y al goce sencillo pero intenso de la vida se perfecciona en vez de sucumbir. Falta mucho. Detrás del empoderado vulgar que le levanta la falda en público a una jovencita que baila con él hay un sinfín de ofensas que son posibles gracias a una podredumbre estructural y sistémica que ha robado lo suficiente como para abrumar a la joven con 15 millones de pesos del erario público. El empoderado vulgar no está solo en la ostentación de su violencia misógina durante su fiesta de cumpleaños. Detrás de él (y junto a él) hay una banda “musical” que se ha hecho millonaria tocando ruido, centenares de personas que han aceptado convertirse en mercancías y más de 1 millón de cervezas falsamente gratuitas. Un verdadero festín de abusos y falta de respeto que de ninguna manera puede confrontar sola una muchacha atrapada en su minifalda y torturada por sus tacones.
De pronto parece que todavía no hay suficientes hombres o mujeres que se rebelen frente a la prohibición de la dulzura ni que se atrevan a reírse de los calificativos vergonzantes con que se desprecia la ternura, inherente a nuestra humanidad. Los preceptos de la única religión contemporánea que es verdaderamente universal —la acumulación desmedida de riqueza para el ejercicio inacabable de la violencia— no tienen fronteras lingüísticas ni raciales, como tampoco tienen fronteras de género. La categoría “mujer” que encabeza los eventos alusivos a este 8 de marzo, ya sean de fiesta o de protesta, parece cada día más inexacta. No produce resultados. No detiene la guerra, pues en la práctica combativa frente a esa guerra es muy limitada la teoría. Las fotografías de Isabel y Enrique, esos amantes de los palacios tan amorosamente cercanos en Buckingham, hablan por sí solas.
En un rincón del mundo, convertidos en algo peor que aquello contra lo que dicen luchar, decenas de jóvenes enturbian la belleza de una playa. Colocan en línea a decenas de otros jóvenes, los arrodillan y les desprenden del cuerpo la cabeza. En otro rincón, decenas de policías armados secuestran y desaparecen a decenas de estudiantes desarmados. El juego de poder se repite. Unos lo disfrazan de ideología mientras otros lo desnudan para mostrarlo como lo que es, una lucha brutal entre machos alfa (incluidas mujeres) por demostrar quién manda, quién controla y quién destruye mejor. Al final del día, sus cuentas bancarias, su violencia y su crueldad son idénticas. El empoderamiento es su justificación. La acumulación de dinero es su medio. El ejercicio recurrente de la crueldad es su verdadero fin, justificado por sus medios.
En alguno de esos rincones del mundo, que podría ser cualquiera, nació Antonia López Méndez, niña tzeltal fallecida en Chiapas hace dos semanas. Su paso por el mundo fue breve y doloroso. De los once años que vivió, pasó los últimos tres en condiciones infrahumanas. Junto con su familia y otras doce personas, Antonia fue expulsada de su hogar en Banavil, Tenejapa, el 4 de diciembre de 2011, como lo han sido miles de familias chiapanecas. Sus parientes padecieron asesinato, desaparición y encarcelamiento. Ella desarrolló un edema cerebral. Se podría responsabilizar de su muerte al patriarquita que abofetea a un trabajador sin que éste siquiera proteste, pero esa responsabilidad tiene que ser ampliamente compartida. La pequeña Antonia nos falta este 8 de marzo no por haber nacido en Chiapas ni por ser mujer, sino por haber nacido indígena dentro de una familia que fue odiada y agredida por su resistencia.
No muy lejos de donde nació, vivió y murió la niña Antonia se inauguran los trabajos de una escuela y una clínica que serán ocupadas por otras niñas y otros niños, por mujeres, hombres, ancianas y ancianos rebeldes e indígenas como ella. Los muros polícromos y firmes de la flamante Escuela Autónoma Zapatista “Compañero Galeano” y de la Clínica Autónoma 26 de Octubre “Compañero Subcomandante Insurgente Pedro” adquieren un brillo especial en el reflejo del río tan delgadito como transparente que los circunda. Quienes reciban educación y atención médica dentro de esos muros lo harán en colectivo y sin violencia, muy conscientes de la existencia de patriarcas furibundos, pero sin ninguno alrededor. No en sus casas. No en su organización. Saben que el ímpetu que edificó ese espacio no fue la venganza sino la justicia. Entienden que el trabajo, las herramientas y los materiales que lo construyeron fueron producto de la solidaridad de miles de personas que conocen la alegría y el goce sencillo pero intenso de la vida. Son suficientes hombres y mujeres que se rebelan frente a la prohibición de la dulzura, que se atreven a reírse de los calificativos vergonzantes con que se desprecia la ternura, inherente a nuestra humanidad.
Cómo no imaginar a la pequeña Antonia refrescándose en ese río, estudiando en esa escuela, ignorando para qué sirve esa clínica o jugueteando en esa otra Realidad. Su enfermedad física era evitable y curable; su tristeza existencial, también. Dicen los que saben que “los caminos del señor son inescrutables”. Esperemos que en esos caminos ella logre arrancarle, por fin, una sonrisa.