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Rebelión en Oaxaca: la reescritura de la memoria en el cuerpo de la ciudad
Rebelión en Oaxaca
La reescritura de la memoria en el cuerpo de la ciudad
Alejandro Reyes
A finales de mayo de 2006 se estableció en el centro de la ciudad de Oaxaca un plantón de maestros, en lo que venía siendo una protesta prácticamente anual contra la situación de abandono en la que se encuentra la educación de ese estado. Sin embargo, ese año la huelga y el plantón adquirieron dimensiones excepcionales, debido al descontento generalizado contra el gobierno de Ulises Ruiz Ortiz, considerado particularmente represor y corrupto. En vez de negociar, el gobernador decidió responder con la fuerza, y el 14 de junio la policía estatal atacó el plantón e intentó desalojar a los maestros del centro, con lujo de violencia y numerosas violaciones de derechos humanos. Pero los maestros lograron reagruparse y esa misma noche retomaron el centro. La indignación popular con la represión dio origen, unos días después, a la formación de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO), que reunía más de 350 organizaciones y cuya demanda pasaba a ser la renuncia del gobernador.
Durante los meses siguientes una guerra de baja intensidad fue cobrando proporciones más y más graves, en la cual la lucha por el control de los medios de comunicación fue fundamental. El gobierno federal, que durante meses se abstuvo de participar en el conflicto, finalmente intervino en octubre, y el 29 de ese mes miles de tropas de la policía federal preventiva desalojaron el zócalo.
Finalmente, el 25 de noviembre, días antes de la toma de posesión de Felipe Calderón como nuevo presidente de México, la represión llegó en plena forma con arrestos multitudinarios y un sinnúmero de violaciones de derechos humanos, que resultó en el desmantelamiento de las últimas barricadas, la entrega de Radio Universidad y la desarticulación, por lo menos temporal, del movimiento.
Cuando en julio de 2006 Daniel Nemser y yo visitamos la ciudad de Oaxaca, ambos tuvimos la impresión de haber llegado a lo que más cercano habría de una versión mexicana de la Comuna de París en el siglo 21. Al atravesar las barricadas que bloqueaban las calles que conducían al centro histórico, nos encontramos en un ambiente festivo y colorido, sin dejar de ser tenso, en el cual los usos y medidas habituales del espacio y del tiempo habían sido reemplazados por otra realidad. Decenas de miles de hombres, mujeres y niños acampados en las calles y en el zócalo; carteles, murales, letreros, graffiti y arte en esténcil cubriendo todos los espacios posibles; puestos de ambulantes vendiendo DVDs “piratas” con documentales políticos; y, por todos lados, música revolucionaria y conversaciones sobre la coyuntura actual del país.
(Descarga aquí)Pero nuestra lectura de la rebelión no fue de ninguna manera universal. Ciertos sectores de la sociedad oaxaqueña, en especial la clase media-alta y muchos comerciantes, estaban decididamente ofendidos por lo que consideraban la descomposición de su ciudad. En el resto del país la mayoría de los medios de comunicación retrataban al movimiento como la caída a la barbarie del México civilizado. Y mi hermano, con quien rarísimas veces recuerdo haber coincidido sobre algún tema, y que sin que yo lo supiera estuvo en Oaxaca en esas fechas, se alarmó tanto con la entusiástica crónica que en esos días escribí, que a varios parientes les manifestó su sincera preocupación por mi salud mental.
Estas lecturas desencontradas tienen sin duda que ver con diferentes posturas ideológicas. Sin embargo, lo que pretendo aquí demostrar es que las diferentes interpretaciones reflejan en buena medida el éxito o fracaso relativos de estrategias, tanto por parte de la APPO como del Estado, de inscribir el texto de sus proyectos ideológicos y reescribir el texto de la memoria colectiva en el cuerpo de la ciudad.
La lucha por la destitución del gobernador Ulises Ruiz encontró su epicentro en la ocupación del centro histórico de la ciudad. Más que estratégica, la ocupación del centro tiene un valor eminentemente simbólico. Desde el nacimiento del México colonial, el zócalo —la plaza central— de cualquier ciudad mexicana ha funcionado como la sede de los dos pilares del poder —gobierno e Iglesia— y punto de confluencia con la sociedad. Se trata de un espacio en muchos sentidos ritualista donde durante cinco siglos se vienen realizando los eventos que en buena medida conforman las nociones y la memoria —o la memorialización— de la “mexicanidad”: eventos patrióticos, desfiles militares, declaraciones gubernamentales, manifestaciones populares, procesiones religiosas, actos de protesta, huelgas de hambre, paseos dominicales con la familia, representaciones artísticas, visitas a monumentos históricos, consumo de alimentos y, desde luego, insurrecciones que han cambiado el rumbo de la historia. Punto de encuentro, en fin, donde se articulan y rearticulan las narrativas nacionales y donde se inventa y reinventa la identidad y la memoria nacional.
En el caso de Oaxaca, la preeminencia del carácter simbólico sobre el estratégico de la ocupación del centro es evidente. Durante su campaña electoral, Ulises Ruiz anunció que durante su mandato habría “cero marchas”, y para tal fin transfirió la sede del gobierno a las afueras de la ciudad, convirtiendo el histórico palacio en museo y salón de fiestas (y provocando varias marchas de repudio).
Mural de la APPO en la fachada del Palacio de Gobierno
Desprovisto de cualquier órgano de gobierno, el centro histórico retuvo, para el movimiento popular, su valor como articulador de sentido: el espacio ideal para escribir, en el cuerpo mismo de la ciudad, la narrativa de sus reivindicaciones. Analicemos aquí algunos de los elementos de reescritura —literal y simbólica— utilizados por el movimiento.
Las barricadas delimitan fronteras y anuncian la entrada a un territorio distinto, un espacio fuera del Estado: un “territorio liberado”, en la visión de la APPO, donde formas alternativas de socialización se vuelven posibles. Obviamente las barricadas tienen también una función mucho más práctica: retención contra ataques de las fuerzas del Estado o paramilitares, como de hecho sucedió en los meses posteriores del conflicto. Pero en julio las barricadas no representaban mayor impedimento físico, muchas veces consistiendo nada más que en una cuerda. Su función primordial, por lo tanto, es la delimitación, la definición del espacio de la resistencia. “Ocupa y libera los espacios del pueblo”, lee un esténcil en una pared del centro histórico. Cruzar las barricadas significa así entrar en un espacio reapropiado donde la comunidad en resistencia puede construir relaciones alternativas y nuevas identidades: un espacio de convivencia “fuera” del “espacio abstracto” del
capitalismo.
La reconfiguración de esta “otra geografía” implica no sólo la desconstrucción de antiguas fronteras y la delimitación de nuevos espacios, sino también el reconocimiento del surgimiento orgánico de nuevas fronteras. Alrededor del zócalo, bajo los arcos de los edificios adyacentes al ex Palacio de Gobierno, hay un número de restaurantes, locales favoritos para turistas nacionales y extranjeros. Una de las primeras cosas que percibimos fue que la calle que separa dichos restaurantes de la plaza se había convertido, sin que nadie se lo propusiera, en frontera pocas veces traspasada por los visitantes que se aventuraban al centro histórico durante la ocupación. Rodeados de graffitis, letreros y esténciles de protesta, los turistas comían y bebían placenteramente mientras, al otro lado de la calle, se llevaba a cabo una revolución.
Concientes del surgimiento de esa frontera, los miembros de la APPO colocaron letreros y mantas con fotos de la represión del 14 de junio del otro lado de la calle, mirando directamente a los comensales. “Sorry for the annoyances”, lee un letrero, “What happens is that we are busy making our HISTORY. As soon as Ulises gets out of here, we will welcome you with open arms. Atte. The Citizens of Oaxaca”.
Y, al lado, una carta pegada con cinta adhesiva, verdadera joya literaria:
“Queridos Oaxaquenos, Por favor no piden disculpas para su protesta, no es ningun perturbancia. Es un gran privilegio ver uds haciendo su propia historia. ¡Estamos en solidaridad con uds. Y ojalamos que pueden sacar este ratón Ulises! ¡Que sigue la lucha! Sinceramente, dos gringos turistas”.
Estas formas de interpelación son invitaciones a atravesar la frontera, a rediseñar la geografía creada por las divisiones de clase en el seno mismo del espacio de la resistencia, pero son también mecanismos para resignificar el acto mismo de la revolución. Mientras el discurso oficial hablaba de la “destrucción” del centro histórico —del atropello de la memoria—, el movimiento popular hablaba de la reescritura de una narrativa nacional excluyente.
Jean Baudrillard habla de la “postmodernidad” como un momento en el que el “simulacro” precede a la realidad.[1] Con el desarrollo y casi omnipresencia de los medios masivos de comunicación y la hegemonía de valores capitalistas naturalizados, el problema de la representación no se trata ya de un mayor o menor grado de coincidencia con la realidad, ni siquiera de una deturpación premeditada de ésta a favor de los intereses de grupos dominantes. El simulacro —que, según Baudrillard, todo lo abarca— no es una falsificación de la realidad, sino aquello que la define. “El simulacro nunca es aquello que oculta la verdad”, dice el epígrafe de Simulacra and Simulation, que Baudrillard atribuye falsamente a Eclesiastés, “es la verdad lo que oculta que no hay verdad alguna. El simulacro es la verdad.” Y más: “El territorio ya no precede al mapa ni lo sobrevive. De aquí en adelante, es el mapa el que precede al territorio, es el mapa el que engendra el territorio.” El mapa —de la ciudad, de la política, de la memoria— trazado por el poder no copia ni deturpa la realidad sino que la engendra, la inventa. Siendo así, las intervenciones del movimiento popular en el cuerpo de la ciudad tienen como objetivo rediseñar esos mapas y, al hacerlo, irrumpir en la superficie del simulacro.
Uno de los mecanismos para esta irrupción es la mimesis paródica. Los carteles oficiales del programa del gobierno estatal “Con Unidad” se transforman, en los esténciles que cubren las paredes de la ciudad, en “Con Impunidad”.
El IFE (Instituto Federal Electoral) se convierte en el Instituto del Fraude Electoral.
Y el eslogan del gobierno del estado, “Oaxaca: de cara a la nación”, adquiere vida en una instalación artística frente a una iglesia representando a los muertos por la represión.
Dos eventos sobresalen como momentos cruciales de reescritura de la memoria en el cuerpo de la ciudad. El primero es la Guelaguetza, uno de los festivales folclóricos más importantes del país.
El festival congrega grupos de música y danza tradicional de las siete regiones del estado en un auditorio al aire libre en el Cerro del Fortín, en las afueras de la ciudad de Oaxaca. Versiones desencontradas de la historia oficial y la memoria popular atribuyen, de diferentes maneras, el origen de la fiesta a la época prehispánica. En los últimos años la Guelaguetza viene siendo objeto de críticas debido a la mercantilización de la tradición y el uso propagandístico de las culturas indígenas para fines turísticos sin que a ellos les traiga beneficios tangibles. Pero en tiempos de Ulises Ruiz la situación se agravó. En aras del lucro, el gobernador modificó horarios y fechas, que provocaron fuertes críticas por parte de defensores de la tradición. Además, en los últimos años los precios de ingreso al evento se volvieron prohibitivos y los espacios reservados a la población local, muy limitados.
Pocos días antes del inicio de la Guelaguetza en julio de 2006, no sólo el auditorio sino todo el Cerro del Fortín fue tomado por miembros de la APPO. El Cerro se transformó, así, en un espacio carnavalesco donde los tradicionales puestos de comidas en todo el camino que sube al auditorio sirvieron como eje de una celebración popular reapropiada fuera de un contexto capitalista. Una semana después, en el Instituto Tecnológico de Oaxaca, se realizó una Guelaguetza alternativa y popular, gratuita, a la que asistieron 20,000 personas, organizada por los maestros que, con su penetración en todos los municipios y regiones del estado, pudieron articular la presencia de grupos artísticos fuera de los esquemas del aparato oficial.
El 2 de noviembre, en el contexto de un aumento dramático de la violencia y después de la toma del zócalo el 29 de octubre por la policía federal, la ciudad se llenó de altares en honor a los muertos víctimas de la represión durante los meses de conflicto. En una de las ciudades más turísticas de México y en el contexto de un discurso oficial que acusa al movimiento popular de “destruir” la tradicional ciudad y perturbar el comercio de la cultura, el movimiento popular transforma la tradición folclorizada en expresión viva de una memoria colectiva que se rehúsa a ser borrada.
Las barricadas, ahora invertidas —la policía federal delimitaba ahora las mismas fronteras ahora resignificadas de un espacio disputado—, se volvieron escenario de formas de resistencia inolvidables: las mujeres diseñando altares de muertos en el piso con flores multicolores frente a las vallas de policías de choque fuertemente armados.
En este contexto, resulta interesante analizar los mecanismos utilizados por el gobierno del estado para resignificar el espacio reconquistado del centro histórico. El sentido de la resiginificación consiste en borrar los trazos de las reivindicaciones populares del movimiento —sus tentativas de diálogo y de interpelación, sus reclamos de una reescritura más inclusiva de la historia, sus intentos por traer a la superficie la problemática de la narrativa oficial en espacios simbólicos constitutivos de la identidad y la memoria colectivas—, sustituyéndolas por el discurso del retorno de la civilización frente a la barbarie. Sin embargo, lo que percibimos, en una visita a Oaxaca en diciembre,
unos días antes de navidad, fue la utilización de mecanismos muy similares a los del movimiento popular; la tentativa del restablecimiento del simulacro a través de una mimesis paradójica de símbolos recontextualizados y de usos y prácticas resignificadas.
Las barricadas permanecían en los lugares aproximados de las barricadas originales de la APPO —ahora con materiales prefabricados en vez del reciclaje de láminas, tablas, cuerdas y demás por la inventiva popular—, protegidas ahora por policías de choque bien armados. Y, en un momento en que la posibilidad de una retomada popular del centro era mínima, debido a la represión de ese mes y a la desarticulación del movimiento, la función de las barricadas resultaba tan simbólica como estratégica: delimitar fronteras, delinear un espacio “protegido” y “liberado” de las fuerzas del caos y del desorden.
En el zócalo, los comensales bajo los arcos alrededor de la plaza continuaban impasibles, rodeados de manchas rosas que indicaban el local de los graffitis de otrora. Del otro lado de la calle, el zócalo ahora libre de pancartas, mantas y demás. En su lugar, un inmenso árbol navideño y, en las jardineras, nochebuenas supuestamente donadas por familias “respetables” de la ciudad.
Pero en el mismísimo lugar donde los meses anteriores había letreros interpelando al paseante a reflexionar y a solidarizarse con el movimiento popular, nuevos letreros, fijados a las nochebuenas:
Este último letrero es particularmente interesante pues intenta reestablecer el discurso oficial de la democracia liberal citando uno de los mayores héroes nacionales, el único presidente indígena, el oaxaqueño Benito Juárez. El movimiento popular constituyó, de hecho, un desafío tangible al concepto de la democracia liberal, con la constitución de la asamblea como forma de gobierno democrático participativo, con su insistencia en la participación popular en la escritura de la historia, con su énfasis en la diversidad y la inclusión como fundamento para la construcción de una nueva realidad política. Al mismo tiempo, el letrero vincula el discurso de la democracia liberal al de “mano dura” de Felipe Calderón (con la referencia al “gobierno cobarde”) y restituye la no tan antigua “ética” priista que justifica la corrupción en aras del orden y la estabilidad. Además, ejerce una inversión en el uso del lenguaje revolucionario. Si el movimiento popular se considera un movimiento de “resistencia” contra la imposición autoritaria de un gobierno ilegítimo, el letrero elogia la “resistencia” del gobernador contra la amenaza de la descomposición social.
(Descarga aquí)Durante los meses del plantón, en un extremo de la plaza, frente a la catedral, se realizaban performances teatrales y proyecciones de películas. Allá vimos, en julio, a media noche, La cuarta guerra mundial, en un ambiente inolvidable en el que las imágenes del documental se confundían con las del entorno. En ese mismo lugar, en diciembre, el gobierno del estado había montado un palco para representaciones de música “tradicional” oaxaqueña, bajo el programa “Es Tiempo de Oaxaca”. Nuevamente, el mensaje del reflorecimiento de la “auténtica” Oaxaca después del caos y la barbarie.
Ese 23 de diciembre, en el zócalo se vivía un ambiente sumamente extraño. Había una exterioridad que suponía un “retorno a la normalidad”: los paseos en la plaza con la familia, el consumo turístico, las representaciones culturales, las decoraciones navideñas. Era un ambiente expresamente apolítico —un payaso hacía bromas inofensivas en el mismo lugar donde antiguamente se llevaban a cabo representaciones paródicas políticas—, pero había la clara impresión de que lo apolítico tenía que ver con una prohibición implícita, una rígida autocensura, y que bajo la superficie se agitaba lo indecible. Las notas plañideras del violín del viejito que tocaba alguna música navideña estadounidense supuestamente enternecedora chocaban con la presencia amenazadora de vallas de policías fuertemente armados. Era como caminar en un palimpsesto de significados y significantes, las capas finísimas de la escritura dejando transparentar los múltiples textos enterrados bajo la superficie de un simulacro fracturado.
Tras las rejas que cierran el paso a un área aún no “recuperada”, un graffiti: “Presos políticos libres ya”, y un esténcil con la imagen del Subcomandante Marcos y las palabras: “Abajo y a la izkierda donde tenemos el korazon simple y sencillo pero digno y rebelde…”
En una calle del centro, una pared azul, con una gran mancha blanca que evidentemente recubre un graffiti, sobre el cual una mancha rosa recubre otro graffiti que se transparenta obstinado, sobre el cual, en verde, las palabras: “Estado de sitio”.
Otra pared muestra capa tras capa de historia y de voces, algunas mucho más antiguas que el plantón y el conflicto, cubiertas con graffitis y manchas de borrones y más graffitis y más borrones y, a un lado, insistente, pertinaz: “Fuera Ulises”.
Caminar por las calles del centro de Oaxaca con ojos y oídos atentos nos deja la clara impresión de que, a pesar de la represión, a pesar de los esfuerzos por borrar la escritura de la rebelión y reinscribir el texto del discurso oficial en el cuerpo de la ciudad, continúa testaruda la irrupción purulenta de realidades contrahegemónicas en la superficie del simulacro y la permanencia de voces silenciadas en el palimpsesto de la memoria.
[1] Baudrillard, Jean. Simulacra and Simulation. Ann Arbor: University of Michigan Press, 1994.
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