“Que este sacrificio le sea agradable a nuestro Señor Dios padre todopoderoso”, se escuchaba la voz del sacerdote por los altavoces, y era imposible no preguntarse de qué forma este sacrificio podría parecerle agradable a nadie.

Estábamos en el gran patio frente a la iglesia en el centro de la pequeña ciudad de Mapastepec, uno de los espacios donde miles de migrantes centroamericanos se amontonaban, acostados en el suelo, después de haber caminado todo el día desde Huixtla, en el estado de Chiapas.

Los niños (los muchos, muchísimos niños) estaban agotados. Entre ellos llamaba la atención una pequeñita niña, de quizás algunos meses de edad, durmiendo profundamente al lado de su madre, una mujer de edad indefinida con la cabeza recostada en su mochila, la mirada perdida y una expresión que demuestra un doloroso desasosiego.

 

Sí, tenemos miedo, nos cuenta Sonia (nombre ficticio), una mujer hondureña que viaja con su marido y su hijo de cinco años. Anoche, en Huixtla, mientras dormían, unos hombres se robaron a dos niños. Afortunadamente alguien se dio cuenta, los persiguieron y pudieron recuperarlos. Mientras cuenta esto mira a su hijo, que por su vez la mira a ella y dice: Cárgame, mami. No puedo, hijo, no puedo… Las fuerzas no le dan. Al niño se le cierran los ojos pero aún no puede dormir. El plástico que amarraron a algunas ramas en la plaza central no resistió la fuerte lluvia que no deja de caer y ahora el rincón donde pretendían dormir está inundado, y el área cubierta de la gran plaza está repleta de cuerpos de hombres, mujeres y niños (muchos niños), y ya no hay ningún espacio libre. ¿Dónde van a dormir?, preguntamos. No sabemos, responde. En las calles aledañas muchísima gente se amontona en cualquier lugar mínimamente seco: en las banquetas, bajo las marquesinas, incluso en algunos comercios que abrieron sus puertas para aliviar un poco el dolor de tanta gente. Y mientras Sonia busca con la mirada algún rinconcito más o menos seco que aún no esté ocupado, se le nublan los ojos al contar que tuvo que dejar a su hija de 11 años en Honduras con su abuela. No podían traer a ambos, y la misma niña le dijo que se llevara a su hermanito. Yo ya estoy más grande y entiendo, le dijo, pero mi hermanito está muy chiquito y va a llorar mucho.

Según informes de Protección Civil, son 7 mil 200 los migrantes que componen ahora la caravana; de esos, quizás unos 2 mil son niños. Pero es imposible tener un conteo exacto. Hay quienes aún están rezagados. Hay quienes se adelantaron y ya están en Pijijiapan. Y las organizaciones de derechos humanos que los acompañan no se dan abasto. Y corren rumores de que un número indeterminado de personas (cinco, seis autobuses, dicen algunos) fueron detenidos y deportados en Tapachula. La gran mayoría de los migrantes son hondureños, aunque también los hay salvadoreños, nicaragüenses y guatemaltecos. Todos pretenden llegar a los Estados Unidos, aunque las declaraciones de Trump y el uso que éste está haciendo de la caravana con fines electorales no les sea desconocido. Pero la esperanza. Alguna esperanza hay que tener, y para muchos, ésta es la única que les queda.

Carlos (nombre ficticio) tiene 17 años. Es salvadoreño de San Pedro Sula, pero salió de allá junto con su hermano gemelo hace tres años, a instancias de su madre, que no quería verlos forzados a unirse a alguna pandilla, como les sucede a tantos jóvenes. Ni asesinados, como su padre. Adolescentes aún, partieron solos rumbo a Guatemala, donde terminaron trabajando durante tres años. Pero sólo ganaban lo suficiente para comer. Así que, cuando se enteraron de la caravana, decidieron unirse. Caminaron hasta Tecún Umán, cruzaron en balsa, siguieron un poco más adelante para evitar la represión que se dio en la frontera y allí los esperaron.

Carlos es un joven muy vivo, de ojos inquisitivos, y cuenta que ha aprendido a evitar problemas buscando información en las redes. Ya un par de personas se le acercaron supuestamente para ofrecerle empleo en su aún breve recorrido por México. Pero no acepta, y se prepara para pelear y huir si es necesario. “Te engañan y te entregan a los malos”, dice.

Roberto (nombre ficticio) es de San Pedro Sula y viene con la caravana desde el primer día. Se enteró por las redes sociales y decidió unirse porque Honduras, dice, se ha vuelto invivible. A su edad (está en sus cuarentas) es ya imposible encontrar empleo, y aunque lo hubiera, mal daría para sobrevivir. Eso sin hablar de las pandillas y la violencia policial, el derecho de piso, las extorsiones. Si tienes una hija y le gusta a un pandillero, dice, o se la das o te mata a ti y a tu hija. Roberto ya estuvo nueve años en Estados Unidos y dice que es muy duro. De todos esos años, lo único que quedó es una pequeña casita y un viejo coche. Pero aun así quiere regresar, pues la alternativa no es alternativa.

La respuesta del Estado mexicano ha sido ambigua. Represión en Tapachula, donde incluso se reporta, aunque no lo hemos podido confirmar, la muerte de un bebé por asfixia debido a los gases lacrimógenos. Engaño, al condicionar la ayuda humanitaria a la detención (y posible deportación). Entre los migrantes, diferentes rumores circulan sobre un número indeterminado de personas deportadas. Organizaciones de derechos humanos denuncian que el Estado sigue sin dar información sobre el paradero y la situación de las personas que se encuentran en la feria Mesoamericana en Tapachula, y que en el río Suchiate continúan agentes de migración y de la policía federal armados. Por otro lado, en Mapastepec, la Presidencia Municipal ofreció atención médica y alimentación, y el Instituto Nacional de Migración está dejando pasar a los migrantes por los retenes que se encuentran en varios puntos de la carretera, con la presencia y acompañamiento de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, aunque ésta última les informa que no tienen permitido subirse a vehículos particulares (indicación que los migrantes, sobre todo mujeres y niños, no atienden, por obvias razones). Al mismo tiempo, hay una evidente falta de coordinación y los esfuerzos son muy insuficientes para atender sobre todo a los más vulnerables: niñas y niños, mujeres embarazadas, personas de la tercera edad. “No estamos preparados para esto”, admitió un miembro de Protección Civil.

Al mismo tiempo, la sociedad civil ha dado muestras de mucha solidaridad. Personas donando ropas, juguetes, pañales, familias entregando alimentos, choferes de combis llevando a los migrantes, sobre todo a mujeres con niños, sin cobrarles nada. La familia Córdoba –mamá e hijos de 11 y 14 años de edad–, por ejemplo, repartían pozol, agua y comida en la plaza de Mapastepec, y registraban testimonios de familias con niños para subirlas a las redes sociales e instigar la solidaridad de la población. Hay muy pocos albergues, hay niños desprotegidos, explicaban con indignación.

Hoy en la madrugada la caravana salió de Mapastepec con dirección a la ciudad de Pijijiapan, a unos 45 kilómetros de distancia.

Escucha algunos testimonios aquí: