La brutal agresión del domingo 8 de febrero en contra de integrantes del Colectivo Universitario por la Educación Popular (Cuep) que se encontraban en la acampada del Zócalo de la Ciudad simplemente para impartir cursos de preparación para el examen de admisión de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (BUAP) refleja un aumento en la brutalidad policíaca en Puebla, no sólo por la intensidad de los golpes y la gravedad de las lesiones que sufrieron los estudiantes, la agudización de la violencia se ve en un conjunto de elementos estratégicos que hacen que el desalojo y la agresión se asemejen más a una acción violenta de un comando del crimen organizado que a un operativo de seguridad, es decir que la policía cada vez tiende a actuar más como un grupo de sicarios que como una fuerza de seguridad.

Es alarmante que después de lo que se hizo brutalmente evidente en Iguala con la desaparición de los 43 estudiantes del a Normal Rural de Ayotzinapa, con esa herida aún sangrando, los gobiernos y los cuerpos de policía de otros lugares no replanteen sus estrategias y actitudes para enfrentar el creciente y legítimo descontento social, para ver  la necesidad de que los espacios públicos sean espacios de encuentro, expresión y debate, pareciera que más bien retomaron el ejemplo de la pareja Abarca y de aquella sangrienta noche de septiembre para convertirlo en un paradigma de la relación entre el gobierno y los ciudadanos, en particular los jóvenes y estudiantes, en una forma de imponer una especie de “orden” ornamental.

Es alarmante que en el desalojo los agresores no portaran uniforme ni algún distintivo visible que los acreditara como elementos de alguna corporación policíaca; que la policía poblana en lugar de mantener la seguridad del Zócalo permitiera que un numeroso grupo de choque armado con varillas, machetes y tubos pudiera golpear impunemente a quienes se encontraban en el Zócalo de manera pacífica.  Es terrible que frente al palacio de gobierno de Puebla el grupo de choque pudiera secuestrar a ocho jóvenes, torturarlos para después dejarlos en las afueras de la ciudad. Es trágico que lo ocurrido con los 43 estudiantes de Ayotzinapa se utilice como ejemplo para generar terror en los jóvenes, para torturarlos. No es sorprendente, pero sí muy preocupante, que el gobierno Municipal de Antonio Gali y el estatal de Rafael Moreno Valle no sólo no haya impedido la agresión (si es que no la ordenaron), sino que en lugar de condenar los hechos de violencia contra los estudiantes e iniciar una ágil investigación de los hechos mantengan un silencio sepulcral.  Es triste que la BUAP no apoye las acciones de estudiantes que trabajan voluntariamente para apoyar a otros jóvenes que buscan tener una formación universitaria y se limite a emitir un comunicado ambiguo ante la agresión a sus alumnos.

Después de Chalchiuapan, de la muerte de José Luis Alberto Tlahuitle y los lesionados de aquel brutal episodio; después de Iguala, de los jóvenes muertos y de los 43 aún desaparecidos; después de toda la violencia que se vive y crece en el país, en Puebla las estrategias de seguridad pública empiezan a parecerse a las estrategias de terror de los cárteles del narcotráfico.

Desde el Nodo de Derechos Humanos exigimos que las autoridades estatales y municipales expliquen su relación con el grupo de choque y que tomen acciones claras y contundentes para evitar que hechos como este vuelvan a ocurrir.

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