Para los primeros días de Octubre, la cancha exterior de básquetbol de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, una población del estado mexicano de Guerrero, se había convertido en una sala de espera de la desesperación. El dolor irradiaba como calor. Bajo el alto techo de lámina corrugada de la cancha, los familiares de los 43 estudiantes desaparecidos se reunían a enfrentar las horas entre las expediciones de búsqueda, las protestas y las reuniones con funcionarios del gobierno, trabajadores de derechos humanos, y antropólogos forenses. Reunidos en grupos a la orilla de la cancha, sentados en el piso de concreto o en sillas plegables de plástico acomodadas en semicírculos, hablaban en voz baja y entre ellos. La mayoría había viajado desde pequeñas comunidades indígenas y campesinas de Guerrero. Muchos habían llegado sin una muda de ropa. Todos habían venido a buscar a sus hijos.
La noche del 26 de septiembre de 2014, en la ciudad de Iguala, a 125 km, policías uniformados emboscaron cinco autobuses de estudiantes de la normal y otro que llevaba a un equipo de fútbol profesional. Junto con tres sicarios no identificados, dispararon y mataron a seis personas, hirieron a más de veinte, y “desaparecieron” a 43 normalistas. El cuerpo de una de las víctimas fue hallado en un campo a la mañana siguiente. Los asesinos le habían quitado el rostro. Los soldados del 27º Batallón de Infantería, cuyo cuartel está a menos de tres kilómetros y que tienen la misión de combatir el crimen organizado, no intervinieron.