bendicion

Por Rafael Camacho

Masaya, Nicaragua.

“Que ningún arma forjada por la mano del hombre te haga daño y que la fuerza del todo poderoso acompañe al pueblo en la lucha para derrotar al tirano”, rezaba una mujer menuda de unos 60 años mientras ponía su mano en la cabeza de aquellos quienes se acercaron a recibir la bendición que llegó a ofrecer a una de las barricadas que se extienden a lo largo y ancho de Masaya. “Yo no he estado con ustedes en las barricadas, pero sepan que he luchado desde mi trinchera, que es la fe, haciendo mi lucha para que las cosas cambien”.

Una vez terminada la fila que se había formado para recibir su gracia, la mujer se hincó frente a la barricada levantada con adoquines que cortaba una de las calles aledañas al parque central de Masaya y, tocándola suavemente, también la bendijo. Con una calma solemne se incorporó y lentamente se echó a andar repartiendo bendiciones a quien se cruzaba en su camino. El pequeño gesto había creado un ambiente sereno que velozmente fue interrumpido por el sonido de disparos provenientes de algún lugar no muy lejano ¡ra-ta-ta-ta-tá!, ¡ra-ta-ta-tá!

Los recién bendecidos, quizás influenciados por uno de los grandes éxitos de lo que fuera la nueva canción latinoamericana, tan presente en Nicaragua durante las décadas de los setentas y ochentas, recordaron al instante que no, no basta rezar y que hacen falta muchas cosas para conseguir la paz. Tomaron así sus morteros y una que otra arma casera que portaban. Mientras algunos asumían nuevamente una posición de alerta, otros preparaban bombas molotov en frascos de Gerber, “esta técnica se usa desde los tiempos de la revolución”, comentaba un hombre canoso que decía haber luchado contra la dictadura de Somoza.

Se hablaba también de lo asimétrico de esta lucha, de esos hijueputas que equipados con armas de alto poder están haciendo la guerra a una población desarmada, a los hijos y nietos de quienes lucharon para derrocar al dictador Anastacio Somoza sin saber que años más tarde, uno de los líderes de dicha revolución terminaría convertido en lo mismo contra lo que un día lucharon: un tirano despótico rodeado de una élite de sinvergüenzas saqueando un país.

La orquesta Orteguista ejecutaba al pie de la letra su sinfonía de muerte, avanzaba disparando y posicionando francotiradores en puntos altos y estratégicos de su camino. Los ¡ra-ta-ta-ta-tá! de sus ametralladoras, eran respondidos con estruendosos ¡pum-pum! de los morteros de quienes defendían las calles de la ciudad. Fue precisamente uno de esos francotiradores quien acabó con la vida de Marcelo Mayorga. Su cuerpo permaneció sin vida sobre la calle varios minutos ante los ojos de su madre y esposa, quienes, desesperadas, pedían a gritos ayuda para recogerlo, lo cual probó ser una misión imposible en esos momentos ya que cuando alguien se acercaba a intentarlo, era acechado por las balas de francotiradores, quienes por alguna siniestra razón, habían decidido o ejecutado la orden de que el cuerpo permanecería ahí, desangrándose a mitad de la calle, a la vista de todos, durante el tiempo que ellos quisieran. Marcelo, ya muerto, yacía sobre el concreto aún sosteniendo su arma en mano: una resortera de madera.

Con el paso de las horas la caravana del terror continuaba avanzando hacia su objetivo: la estación de policía de Masaya. Su misión: rescatar al comisionado Ramón Avellán, subdirector de la Policía Nacional quien se encontraba atrincherado desde hacía más de dos semanas en las instalaciones de la comisaría. Luego de iniciadas las protestas en Masaya el pasado 19 de abril, Avellán fue el responsable de “contener” el levantamiento. La represión desatada por el comisionado y su grupo de policías antimotines dejó un saldo de 18 muertos entre el 19 de abril y el 18 de junio.

El comisionado y su grupo de sicarios no contaban con que, para defenderse de las balas, los pobladores de una ciudad que desde tiempos coloniales, ha sido cuna de la resistencia y semillero de luchadores, levantarían cientos de barricadas a lo largo y ancho de la ciudad y que dichas barricadas terminarían por cerrar todos los caminos aledaños a la comisaría impidiendo su salida y provocando que se tuvieran que atrincherar en el centro de una población que los sabía responsables de asesinar a sus padres, hermanos, hijos y amigos.

En las calles continuaba la batalla para impedir el rescate de Avellán y su banda de matones. En algún momento entre las 10 y 11 de la mañana, un grupo de antimotines se posicionó en el parque central y comenzó el intercambio de balas y morteros con quienes defendían la barricada misma que, horas antes, había sido bendecida. Mientras algunas balas silbaban, otras se estrellaban contra la barricada de adoquines, que resistía firme, quienes la defendían, buscaban el mejor lugar para disparar un mortero, una pequeña rendija desde donde apuntar el arma casera o un lugar para proteger el cuerpo, la cabeza. La intensidad del combate se mantenía desde hacía varias horas pero el sonido de las balas, más letales que los morteros, se imponía con mayor vigor.

Luego de casi una hora de combate en las inmediaciones del parque llegó la noticia: el comisionado había sido rescatado y se encontraba a salvo fuera de la comisaría. La frecuencia de las balas en ese sector disminuía, los policías y paramilitares habían logrado su objetivo pero, aún así, buscaban mantener su posición a base de constantes ráfagas y disparos de diversos calibres. Algunos heridos de barricadas aledañas eran cargados y llevados a los puestos médicos organizados de manera autónoma ó entregados a la Cruz Roja. Por alguna razón terrenal o divina, ningún herido pertenecía a la barricada bendecida.

En varias zonas de la ciudad el asedio parapolicial continuaba variando en proporción y al recorrer las calles era posible encontrarse con grupos grandes de combatientes que volvían de la batalla, cansados, enojados por la impotencia de enfrentar a un enemigo muy superior en cuanto a poder de fuego y equipamiento. Se escuchaban historias del combate, se contabilizaba a los heridos y se trataba de confirmar las bajas mientras se preparaba la estrategia a seguir durante las próximas horas.

En redes sociales circulaban fotos de Avellán y sus asesinos, en ellas aparecían sonrientes, orgullosos de haber sido rescatados en el contexto de una operación militar dirigida contra población civil desarmada.

Mientras tanto amigos y familiares comenzaban a velar a sus muertos, un ataúd recorría las calles del centro de Masaya buscando llegar hasta la casa de uno de los caídos, de Marcelo, curiosamente. Las ráfagas de disparos siguieron escuchándose durante algunas horas hasta que un silencio aterrador se hizo presente. Alguna gente empezaba a asomarse por las ventanas de sus casas, salir de ellas,  agruparse con sus vecinos. Hablaban de sentimientos. Intercambiaban información que les llegaba a través de familiares, amigos, conocidos, televisión, radio, redes sociales. Algunas niñas jugaban, reían, se carcajeaban, sin percatarse, quizás, del triunfo que su risa suponía al imponerse sobre el brutal silencio que ordenaba la muerte.

La noche cayó entre ráfagas esporádicas y el ruido de morteros que homenajeaban a los caídos, tres en total. Poco a poco la gente se despedía, cerraba bajo llave puertas y ventanas, con miedo a lo que pudiera deparar la noche, con el sentimiento flotando en el aire se que la batalla se había perdido, sí, pero con la moral en alto y la promesa de continuar en la lucha hasta conseguir el objetivo: la renuncia del presidente Daniel Ortega y su esposa la vicepresidenta Rosario Murillo.

Él y su esposa, la vicepresidenta, tienen que decidir entre detener la represión y presentar inmediatamente su renuncia o continuar masacrando a la población civil. Política, estratégica y mediaticamente, el gobierno de Ortega está derrotado, ha demostrado no tener la calidad humana, moral y espiritual que demanda un país compuesto en su mayoría por gente digna, gente que antes de agachar la cabeza ante los abusos e injusticias, saca el pecho y levanta el puño y el mortero. Una comunidad que si algo sabe hacer, como bien lo ha demostrado, es unirse para luchar contra aquellos que buscan ostentar el poder por medio de la fuerza.

El conflicto en Nicaragua escala a una velocidad impresionante, la gente en las calles no parece estar dispuesta a seguir resistiendo sólo con morteros, resorteras y armas caseras a los abusos de la policía y los grupos paramilitares. Sería prudente para el régimen Orteguista recordar que una de las grandes enseñanzas de la revolución sandinista fue que “quien a hierro mata, a hierro termina“.