La muerte llevaba tiempo acechando la espalda de un hombre de paz.
Solía caminar a su lado, asombrada de cuán inquebrantable y valiente el padre era.
Se le había puesto precio a su vida, lo querían muerto, lo querían fuera del escenario que los actores de guerra orquestan en tierras chiapanecas.

Y con todo y eso, la muerte veía asombrada como el padre no se escondía ni se rendía, sino que seguía, caminaba entre la neblina de la madrugada y el sol de medio día, caminaba con su pueblo, entre su pueblo, y como dicen, le pasó lo que le pasa a su pueblo.

La muerte caminó largo tiempo a su lado, y llegó a quererlo, llegó a sentir un gran respeto por el padre, no es común ver a hombres que con sus pasos hacen florecer la esperanza, y que con su palabra la siembren en el corazón.

La muerte comenzó a temblar sabiendo que su tiempo pronto llegaría; no quería que acabara ese andar florido. Sus ojos se llenaron de lágrimas, por un momento pensó que ningún ser se ofrecería para cometer tal acto, pero sí, había alguien, había alguienes, y podía eso suceder en cualquier momento. La muerte no estaba lista, le dolía, sabía que el precio era muy alto, para su comunidad, para su familia, para todas las personas que lo seguían y lo querían.

La muerte abrió suavemente sus ojos y se sorprendió a ella misma hincada y rezando.
Había lagrimas en sus ojos, y brillaba entre la luz un color amarillo que alumbraba un camino alformbrado de cempasúchil. Al fondo, el padre acostado, no parecía muerto ni parecía vivo, así que la muerte no sabía si ya era hora de llevárselo. Así que lo dejó ahí, en ese espacio donde se crean santos, en ese espacio en donde las almas descansan en plena paz, pero siguen emanando una luz para la tierra.

Texto: Valentina Arana
Foto : Centro Prodh, tomada de internet