En entrevista con Anna Curcio, Álvaro Reyes, miembro de El Kilombo, Carolina del Norte, analiza la situación actual en los Estados Unidos bajo la administración Trump, el resurgimiento de la supremacía blanca y el neonazismo, en particular a partir de los eventos en Charlottesville, así como las resistencias en el país.

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El efecto ‘Hodor’ que paraliza la izquierda estadounidense

Anna Curcio: ¿Podría darnos un breve resumen de los eventos ocurridos en Charlottesville y ayudarnos a entender su contexto?

Alvaro Reyes: Como algunos de sus lectores sabrán, el 11 y 12 de agosto del presente año, unos 500 neonazis y supremacistas blancos marcharon por las calles de Charlottesville, Virginia, como parte de una manifestación que llamaron “Unir la Derecha” [Unite the Right]. El propósito de la marcha fue protestar contra el plan del gobierno local de retirar un monumento en honor a Robert E. Lee, el general que lideró al ejército de los Estados Confederados –el bando que defendía la permanencia de la esclavitud– durante la guerra civil estadounidense. Los organizadores de “Unir la Derecha” aclamaron a la manifestación como la mayor reunión de supremacistas blancos en varias décadas.

En respuesta, cientos de manifestantes antifascistas también convergieron en esa ciudad para repudiar lo que denunciaron correctamente como “terror racista”. En la tarde del día 12, James A. Fields, un neonazi vinculado al grupo de supremacistas blancos “La Vanguardia de América” (Vanguard America), atacó a los antifascistas, atropellándolos con su carro (una táctica que, como sabemos, las organizaciones de derecha promovieron en Internet durante los meses anteriores), hiriendo a 35 personas y matando a Heather Heyer, de 32 años, miembra de los Socialistas Democráticos de América (Democratic Socialists of America, DSA).

El furor suscitado por el asesinato de Heyer fue tal que por todo el país se extendió la exigencia de que de una vez por todas se removieran todos los monumentos a los confederados. El lunes 14 de agosto, aquí en Durham, Carolina del Norte, los manifestantes tomaron las calles y derrumbaron una estatua de un soldado confederado, tirándola de su pedestal al piso. La exigencia de retirar los monumentos confederados se ha propagado como incendio por el país y ha crecido hasta incluir una amplia gama de monumentos que conmemoran a figuras vinculadas a la esclavitud, el genocidio de los pueblos indígenas y la masacre de mexicanos en los Estados Unidos, e incluso monumentos del pasado más reciente: por ejemplo, un movimiento importante se ha formado en Filadelfia para exigir el derrumbe de una estatua en honor a Frank Rizzo, el comisario general de la policía y alcalde de esa ciudad de finales de los 1960 a principios de los 80, quien aterrorizaba a los filadelfianos negros y latinos con una política de “disparar primero, preguntar después”.

Creo que es importante señalar que, tanto para las fuerzas fascistas como las antifascistas, la lucha sobre estos monumentos tiene que ver no sólo con las formas de contar la historia, sino con dos visiones distintas de lo que deberíamos hacer con relación al extraordinario nivel de racismo presente hoy en el país. Los fascistas señalan a estos monumentos como un recordatorio de la supremacía blanca sobre la cual los Estados Unidos fueron constituidos, y argumentan que este precedente fundacional justifica plenamente la encarcelación de los negros, la criminalización y deportación de los migrantes latinos y la exclusión de los musulmanes. Mientras tanto, las fuerzas antifascistas señalan a los monumentos para argumentar que, a menos que enfrentemos la naturaleza fundacional de la supremacía blanca en este país –una supremacía blanca que, cabe recordar, sirvió como inspiración directa, aunque raras veces mencionada, para el fascismo hitleriano–, no podremos explicar de manera adecuada el auge contemporáneo del extremismo racista. Dicho de otra manera, es como si sólo en el momento en que las condiciones globales de posibilidad para este proyecto llamado Estados Unidos se desvanecen rápidamente, estuviéramos obligados a ver a ese proyecto por lo que verdaderamente es y sigue siendo.

¿Piensas que los eventos de Charlottesville y sus secuelas constituyen un parteaguas en la vida política del país y más específicamente en la política radical?

Tal vez sea un cliché decirlo, pero creo que la respuesta es sí y no. Por un lado, es verdad que no estamos acostumbrados al nivel de violencia neonazi organizada que presenciamos en Charlottesville y que, en ese sentido, es una fuerza que ahora tendremos que tener en cuenta como parte de la escena política nacional. Por otro lado, creo que es un error creer que ha habido un incremento enorme y repentino de organizaciones neonazis después de la elección de Trump, que es como muchas veces se ha presentado la situación en los medios. La verdad es que estos grupos de extrema derecha han estado creciendo lenta pero continuamente desde el 11 de septiembre del 2001, y quienes han estado al tanto de dicho crecimiento no se sorprendieron al ver lo que pasó en Charlottesville. Y aunque debemos tomar ese crecimiento en serio, también tenemos que reconocer que, en un país de 323 millones de personas, cualquier movimiento que sólo logra reunir a 500 adherentes para una convergencia nacional es un movimiento con una capacidad operativa extremadamente limitada. Si no prestamos atención a este hecho, la cobertura apabullante de estos eventos en los medios bien podría hacernos pensar que ya hay un neonazi a la vuelta de cada esquina, creando así una sensación de pánico y parálisis que, en este momento, sería desproporcionada ante las dimensiones de este problema en particular.

Sin embargo, no es para restar importancia a la amenaza que supone la supremacía blanca en Estados Unidos. Al contrario, a lo que voy es que, al exagerar la amenaza que representa la violencia organizada neonazi, corremos el riesgo de perder de vista que, desde el movimiento de los derechos civiles de los 60, la supremacía blanca estructural ha proliferado al interior de las operaciones cotidianas de los dos partidos políticos dominantes (Demócrata y Republicano), a tal grado que es casi imposible imaginar que cualquiera de dichos partidos pudiera sobrevivir a un cuestionamiento serio de la supremacía blanca por parte de la sociedad estadounidense. Si hemos llegado a un “punto de inflexión”, tendríamos que buscarlo en estas operaciones, y tendríamos que pensar los eventos de Charlottesville con este trasfondo.

Pero quisiera detenerme aquí para dar ejemplos específicos del papel clave de los políticos republicanos mainstream en sostener esa supremacía blanca estructural. Durante los últimos cuarenta años, dichos republicanos se han congraciado con los votantes blancos en los suburbios de las principales áreas metropolitanas mediante la promoción de una rebelión en contra de los centros urbanos. Luego de la desegregación racial en este país, los residentes blancos de altos o medianos ingresos huyeron a los suburbios, dejando un hueco inmenso en la capacidad fiscal de los centros urbanos. La pérdida de este ingreso fue multiplicada por la desindustrialización, que dejó a los centros de las ciudades sin oportunidades laborales. Esto creó una combinación particularmente tóxica: una concentración de sujetos extremadamente marginados en términos económicos, confinados dentro de las ciudades, y gobiernos metropolitanos con pocos o nulos recursos para ayudarlos a satisfacer sus necesidades. En vez de explicar los orígenes de esta “crisis urbana” y la complicidad de los blancos suburbanos en su exacerbación, durante décadas el Partido Republicano promovió la idea totalmente falaz y racista de que la condición de los centros urbanos se debía al carácter moral deficiente de los residentes negros y latinos, quienes ahora eran mayoría en las grandes áreas metropolitanas. Según la propaganda de los republicanos, al pedir fondos federales y estatales para aliviar su situación, los residentes urbanos morenos estaban en esencia robándoles dinero a esos blancos suburbanos, porque su defectuoso carácter moral les impedía obtenerlo mediante el trabajo. De esta manera, aunque en ese tiempo se cuidaban para evitar referencias raciales explícitas, el Partido Republicano jugó un papel clave en la creación y circulación del mito de “los pobres indignos”: una masa de negros y latinos estereotipados como “criminales” y “reinas de la asistencia pública” aprovechándose de los sacrificados trabajadores blancos.

Ahora bien, ésta pudiera parecer una explicación algo distante y esquemática, pero creo que es imprescindible para entender tanto el resurgimiento de una supremacía blanca explícita y ahora organizada como el aumento paralelo del extremismo racial, que ha encontrado voz en la figura de Donald Trump. Para ver esta conexión más de cerca, es necesario retomar un debate que se desató después de la elección de Trump. Por un lado, estaban los que insistían en que la victoria de Trump se debía a que sus discursos reconocían la ansiedad generada a lo largo del país por el deterioro de las condiciones económicas. Por el otro lado, estaban los que decían que tal explicación minimizaba el hecho de que su apelación explícita al racismo fue lo que motivó a gran parte de su base a votar por Trump. La realidad es que ambos argumentos ignoran por completo los efectos específicos de la historia que acabo de bosquejar.

Es decir, gracias a 40 años de propaganda de los republicanos mainstream sobre los “pobres indignos”, para un sector de la población blanca de Estados Unidos hoy, no hay una “economía”. Hay solamente una estructura de parasitismo conspirador que plantea que la descomposición social actual es una consecuencia del hecho de que los frutos de su trabajo los está disfrutando una plaga de “otros”, una horda de negros y morenos que violentamente exigen limosnas inmerecidas (los “violadores mexicanos”, los “terroristas musulmanes” y los “barrios bajos” negros de la campaña de Trump); una situación que, según creen, sólo se puede resolver eliminando a esos “otros”. Dicho de otra manera, este sector de la población blanca ha sido meticulosamente entrenado para leer la descomposición social creada por la involución contemporánea del capitalismo como un ataque de ajenos a la sociedad blanca (y en especial a los hombres blancos). Es así como en Estados Unidos, para este sector de la sociedad blanca, lo que de otra manera se podría entender como las consecuencias de una “guerra de clases” se transforma en una “guerra de razas”, que va adquirieno aun más vigencia en el momento en que se profundiza el colapso del capitalismo contemporáneo.

Luego de Charlottesville, todas y cada una de las principales figuras del Partido Republicano salieron rápidamente para denunciar a Donald Trump por su mal disimulada aprobación de la manifestación “Unir la Derecha” y de las organizaciones neonazis que allí se juntaron. Lo que esos republicanos no admiten es que el pozo de resentimiento racial que ellos ayudaron a cavar ha adquirido tal profundidad que los ha vuelto irrelevantes en buena medida, le proporciona a Donald Trump su base más fuerte y ahora amenaza con desbordarse hacia una violencia fascista organizada.

 

Bien, pero pareciera que Ud. también sostiene que los demócratas han sido igual de cómplices en esta exacerbación de la supremacía blanca estructural, ¿no es cierto? ¿Cómo podríamos cuadrar esto con el hecho de que los demócratas fueron los que instalaron al primer presidente negro de los Estados Unidos?

Así es: es un argumento en apariencia contradictorio, y ha sido muy difícil que se entienda aquí en Estados Unidos (y casi imposible en el extranjero) que el fenómeno de Obama y su administración representan una continuación del papel que el Partido Demócrata ha jugado en la exacerbación la supremacía blanca estructural, cuyos resultados estamos viviendo ahora. Por un lado, la presidencia de Obama fue sin duda el producto de una larga lucha por los derechos civiles que buscó derrumbar las formas explícitas de la supremacía blanca que excluían a los negros de los altos cargos públicos, mediante la participación organizada en el Partido Demócrata. En este sentido el movimiento por los derechos civiles tuvo un éxito abrumador: considérese que a mediados de la década de 1960 había unos 600 funcionarios públicos negros en Estados Unidos y que a comienzos de la presidencia de Obama, ¡había más de 10 mil!

Lo que tenemos que tomar en cuenta es que el Partido Demócrata –cuya plataforma ligeramente reformista se construyó en diálogo con los sindicatos laborales y el movimiento por los derechos civiles– se había transformado ya para tiempos de Obama en un partido cuyo único propósito es la administración monológica del colapso capitalista (es decir, el “neoliberalismo”). Sin embargo, con un candidato presidencial negro tan fuerte, el Partido Demócrata pudo (por un tiempo) evocar la carga emotiva de sus alianzas históricamente reformistas y de la lucha en contra de la supremacía blanca explícita, justo en el momento en que consagraba la narrativa neoliberal con respecto a la crisis capitalista en curso. Sin embargo, aquello no duró mucho tiempo, y ni bien se le hizo evidente al público que la administración de Obama no presentaría ningún desafío a los automatismos actuales del agenda neoliberal, el Partido Demócrata en todos sus niveles entró en caída libre, en una implosión, perdiendo 17 puestos de gobernadores estatales (el 53% de los que tenían), 13 puestos en el Senado nacional (el 22% de lo que tenían), 61 puestos en el Congreso nacional (el 24% de sus asientos), y por lo menos 960 puestos en las legislaturas estatales a lo largo del país (el 24% de los puestos que tenían), de 2009, cuando Obama entró, a mediados del 2017. Ojo: nada indica que esta dinámica haya llegado a su fin.

Pero para entender cómo estos cambios en el Partido Demócrata exacerbaron la supremacía blanca estructural al mismísimo tiempo en que crearon oportunidades para políticos negros y latinos, tenemos que analizarlos en el contexto de la crisis fiscal que expliqué arriba con relación a los republicanos. Debido al hecho de que la base electoral de los republicanos pasó a ser cada vez más suburbana, la administración de los principales centros urbanos quedó casi exclusivamente en manos de los demócratas, por lo general en la forma de alcaldes negros y concejos municipales conformados en su mayoría por negros y latinos. Al principio, la agenda demócrata fue un intento por luchar contra la rebelión fiscal suburbana y exigir de los gobiernos estatales y federales los recursos necesarios para la inversión y la creación de empleos. Cuando esto no funcionó, el Partido Demócrata empezó a buscar la manera de deshacerse de su base urbana mediante la adopción de una estrategia de dos filos (sabiendo perfectamente que, en la lógica del bipartidismo, dichos residentes negros y latinos no tendrían adónde más ir en el campo electoral). Por un lado, las administraciones demócratas en las ciudades a lo largo del país intentaron aumentar sus ingresos públicos mediante la entrega de la política municipal a inversionistas inmobiliarios y a la industria financiera, con la esperanza de que éstos realizaran grandes inversiones infraestructurales que condujeran a la “revitalización” (es decir, a la “gentrificación”), incrementando así la base fiscal. Por otro lado, buscaron eliminar las viviendas públicas, el transporte, las escuelas y los parques públicos, que podrían contribuir a la permanencia de los residentes negros y latinos de bajos ingresos en los centros de las ciudades.

Estas políticas nocivas llegaron a su punto más crítico durante el 2008. Debido a la depredación sistemática y discriminatoria, muchas familias negras y latinas recibieron hipotecas de baja calidad y alto riesgo que las condujeron al incumplimiento de sus préstamos. Esto, sumado a la presión ascendente en el precio de las rentas y el valor de las propiedades a causa de la gentrificación y la destrucción de los recursos públicos, condujo al colapso de la riqueza de las comunidades negras y latinas, así como al despojo y la migración masiva de dichas comunidades hacia las periferias urbanas. Así, la imagen pública del “progreso racial” cínicamente promocionada por el Partido Demócrata en general y por los políticos negros y latinos en particular chocó con una realidad brutal y nefasta. Por ejemplo, considérese que: la brecha de riqueza entre las razas es mucho peor hoy de lo que era hace 30 años; las comunidades negras y latinas perdieron entre el 30% y el 40% de su riqueza a finales de los años 2000; la riqueza promedio de los hogares negros es menos que el 7% de la riqueza promedio de los hogares blancos; si eres una mujer de color soltera, tu riqueza total en promedio no rebasa los cinco dólares; ¡y los análisis más recientes demuestran que la riqueza promedio de las familias negras llegará a exactamente cero en las próximas décadas! En efecto, porciones más y más grandes de estas comunidades han sido transformadas en “poblaciones excedentes” con poca o nula relación a una economía global cada vez más financializada. Hoy el sistema intenta controlar a estas poblaciones por medio de las crecientes fuerzas policiacas o almacenarlas en el sistema carcelario.

En otras palabras, las políticas del Partido Demócrata han sido mecanismos claves para el despojo y el desplazamiento masivo, y por ende para la continuación de la subyugación de las comunidades negras y latinas; es decir, para la exacerbación de la supremacía blanca estructural. Sin duda, algunos dirán que el Partido Demócrata no tuvo más opción que implementar esas políticas dada la reestructuración del capitalismo global. Sin embargo, me gustaría señalar que estos cambios estructurales más amplios no convirtieron al Partido Demócrata en una víctima pasiva. Al contrario, se volvieron expertos en glorificar los cambios estructurales como si constituyeran una especie de liberación, al mismo tiempo que culpaban a las comunidades negras y latinas por su propia condición. Consideremos en este contexto la narrativa fabricada por los Clinton sobre los “superpredadores” negros y latinos que requerían represión y no solidaridad; o la visión de Obama de que éstos y otros problemas sociales no se debían a una economía capitalista enloquecida, sino a la resistencia a dicha economía, lo que él llamaba “los excesos de los años 1960”.

Yo sostendría incluso que esta insólita alianza entre los políticos negros y latinos y la agenda neoliberal al interior del Partido Demócrata es también culpable del resurgimiento de la supremacía blanca explícita. ¿Por qué? Porque si en estos años uno intenta plantear la cuestión de las dinámicas destructivas del capitalismo contemporáneo –como lo intentó Bernie Sanders de manera ingenua, por ejemplo–, la cuestión de la “raza” se usa como arma en su contra. Es decir, si uno se atreve criticar la agenda neoliberal del Partido Demócrata, de inmediato se le acusa de indiferencia hacia la “raza” o la “igualdad racial”, lo cual al parecer sí le importa al Partido Demócrata, ya que hoy alberga a miles de políticos negros y latinos. Dada la influencia que el Partido Demócrata tiene sobre los medios e incluso sobre el sistema universitario, esto termina constituyendo una prohibición de hablar sobre las dinámicas del capitalismo justo en el momento en que dicho debate es lo más necesario. El resultado es que, en el discurso común y corriente, la única explicación (internamente) coherente de los efectos destructivos del capitalismo contemporáneo que circula a gran escala es la del imaginario eliminacionista que expliqué arriba. Esta situación se hizo evidente durante la última elección presidencial en la que, una vez que el Partido Demócrata hizo todo lo posible para eliminar a Bernie Sanders de la contienda, las opciones se redujeron, por un lado, a las explicaciones explícitamente racistas de la crisis ofrecidas por Trump (“Make America Great Again” [Que América vuelva a ser grande]) y, por el otro, a los enunciados delirantes de Hillary Clinton de que no existe tal crisis (“America is Already Great” [América ya es grande]).

 

Después de los eventos de Charlottesville, Donald Trump ha hecho varios comentarios preocupantes en los medios que en esencia constituyen un espaldarazo a la manifestación “Unir la Derecha”. Es obvio que durante su campaña hizo innumerables enunciados racistas, pero, en su opinión, ¿qué vínculos podría tener Trump con estos grupos explícitamente organizados alrededor del neonazismo? ¿Por qué parece negarse a denunciarlos?

Sí, de hecho Trump llegó incluso a decir que había “gente de gran calidad” [“very fine people”] que participó en la manifestación “Unir la Derecha”. Definitivamente Trump se ha negado a condenar a estos grupos organizados de fascistas y, a partir de los eventos de Charlottesville, pareciera que él mismo se ha puesto a la ofensiva: insiste en defender a los monumentos racistas a lo largo del país, y pocos días después de la manifestación en Charlottesville realizó un mitin en Arizona –casi como si fuera de campaña– con más de 15 mil asistentes y un discurso en el que habló en detalle sobre el peligro que representa la migración latina y la necesidad de “levantar el muro” entre Estados Unidos y México. Como si fuera poco, nos sorprendió a todos al perdonar al despiadado racista Joe Arpaio, el aguacil de Phoenix, Arizona, que fue condenado por acosar ilegalmente a los residentes de aquel estado por ninguna otra razón que su raza y que adquirió renombre por encarcelar a reos y migrantes en una prisión al aire libre donde se sabe que muchos fueron golpeados y abandonados a la muerte.

Hay que preguntarse por qué, luego de ser censurado por su aprobación tácita de los neonazis en Charlottesville, Trump saldría a redoblar su relación con esa gente explícitamente racista. Desde mi punto de vista, Trump sabe que su administración está acorralada, puesto que quien determina cada vez más su agenda nacional y su política exterior es el establishment de Washington. También tiene claro que es muy probable que su aislamiento conduzca a una investigación de su participación en el lavado de dinero, que bien podría terminar en una acción judicial en su contra. Cada vez estoy más convencido de que Trump se da cuenta de que es su base de clase media racista en la que puede depender, y que esa base difícilmente será disuadida por los demócratas o los republicanos. Dicho de otro modo, cada vez parece más probable que Trump vaya a seguir echándole leña al fuego con comentarios y políticas públicas escandalosamente racistas en el futuro próximo, para que, cuando llegue el momento decisivo, pueda usar esa base como una suerte de seguro en contra de la clase dirigente: “Si intentan deshacerse de mí, le prendo la mecha a este polvorín”. Es allí donde veo el verdadero peligro en los próximos años –aunque aún no sea el caso–: que, a través de Trump, ese sector del electorado que ha mostrado tanta simpatía por sus enunciados racistas empiece a construir vínculos con las estructuras formales de los grupos fascistas que Trump ha hecho todo lo posible por normalizar.

 

Hemos hablado de los republicanos, los demócratas, Trump y este pequeño grupo de neonazis, pero debe de haber una enorme energía social que no forma parte de ninguno de esos elementos. ¿Qué pasa con los movimientos de izquierda, dónde están? ¿Qué pasa con “Black Lives Matter” [“La vida de los negros importa”, movimiento antiracista que surgió después del levantamiento en Ferguson, Misuri, en el 2014]? ¿Alguna propuesta interesante que planteen estos grupos?

Sí, claro. Es increíble ver el nivel de descontento con todos esos elementos: el rechazo de todas esas opciones es palpable y yo diría incluso que es el sentimiento dominante en el país. A pesar de las apariencias, no hay un desplazamiento masivo de la sociedad hacia la derecha. Incluso al nivel de la política electoral es importante tener en cuenta que, de no haber sido por la decisión del Partido Demócrata y sus donantes de que era mejor perder la elección con Hillary Clinton que ganarla con Bernie Sanders, estaríamos hablando hoy de las posibilidades y limitaciones del “socialismo” (que para Bernie Sanders evidentemente no es más que el Estado de bienestar) en vez de la aprobación del neonazismo por parte de la Casa Blanca. De hecho, hasta el día de hoy Bernie Sanders es el político más popular en Estados Unidos, con una tasa de aprobación que es casi el doble de la de Donald Trump o Hillary Clinton (tengamos muy en cuenta que esta última, nueve meses después de la catástrofe que es la administración actual, sigue siendo menos popular que Donald Trump). También tenemos que tener en cuenta que las convergencias neonazis a lo largo del país en casi todos los casos se han enfrentado a contramanifestaciones enormes de personas que repudian el racismo, incluyendo a los contingentes antifa [antifascista], que están dispuestos a enfrentarse físicamente con los fascistas de ser necesario; en muchos casos los grupos de odio no han tenido otra opción que cancelar sus eventos o no presentarse debido al nivel de oposición. Todo esto se suma a los efectos secundarios de los levantamientos en Ferguson y Baltimore en años recientes, que cuestionaron el rumbo de nuestra sociedad de manera impactante y abrieron el paso a toda una ola de activismo alrededor de los efectos brutales de la vigilancia y la violencia policiaca y la encarcelación en las comunidades negras.

Todo esto es muy alentador: cada una de estas instancias desata olas de manifestaciones callejeras; sin embargo, uno se queda con la clara y ominosa impresión de que nada de esto ha podido atravesar (ni mucho menos desacelerar) el proceso del colapso social. Me parece que en Estados Unidos (como en la mayoría del resto del mundo), estamos hundidos en lo que llamo el “efecto Hodor” (por el personaje de Juego de tronos), en donde a cierto nivel hemos entendido la enormidad de la tarea que se nos presenta –es decir, la creación de una alternativa afirmativa antes de que el creciente colapso causado por el impasse estructural del capitalismo nos sepulte a todos–, mientras que en el día a día seguimos paralizados, involucrándonos una y otra vez en prácticas que simplemente no están a la altura de la situación que enfrentamos. Sin embargo, nos queda la esperanza de que, como Hodor, dicha parálisis sea también una señal de que, cuando llegue el momento, como colectivo haremos lo necesario.

Claro, a diferencia de Juego de tronos, no podemos simplemente esperar que esto sea cierto. Tenemos que trabajar para hacerlo realidad, y en ese sentido tenemos que analizar, situación por situación, cómo cada una de las posibilidades mencionadas arriba puede terminar en callejones sin salida. Por ejemplo, por un lado, el fenómeno de Bernie Sanders claramente expuso al capitalismo como algo criticable a gran escala en este país como nunca antes en mi vida. Por otro lado, la campaña de Bernie canalizó a mucha gente, mucho dinero y mucha energía hacia un partido político cuyo único interés evidente ha sido aplastar a Sanders y marginar a su base. Otro ejemplo: por un lado, el acenso de antifa ha concientizado a muchos sobre la necesidad cada vez más urgente de organizar la autodefensa. Por otro lado, estar en contra del nazismo es una postura política bastante limitada que muy probablemente nos conduzca de nuevo a crear alianzas con los mismos poderes que nos metieron en este lío. Además, hay un segmento creciente de personas en la izquierda que, ante la ausencia de cualquier alternativa política afirmativa, reduce la política a la confrontación física. Ésa es una propuesta peligrosa en una época en que, habiendo perdido legitimidad y capacidad de actuar de manera efectiva en tantas otras áreas, el Estado está más que dispuesto a “resolver” los problemas en la única cancha que aún domina: la violencia. Finalmente, por un lado las revueltas en Baltimore y Ferguson sacudieron la conciencia del país de tal manera que cuestionó el racismo fundacional y continuo de esta sociedad hacia los negros, exponiéndolo a la luz del día. Por otro lado, esos levantamientos dieron nueva vida a una generación de activistas negros y negras con buenos contactos –muchos de los cuales han estado involucrados con Black Lives Matter– que han volteado hacia la política electoral, y es probable que se conviertan en la nueva savia del moribundo Partido Demócrata al nivel local. Hoy en día es incluso posible escuchar a muchos de esos “jóvenes demócratas” exclamar que los años de Obama constituyeron una suerte de edad de oro o, por lo menos, una etapa de “progreso”. Por supuesto, esa postura no explica por qué las revueltas de Ferguson y Baltimore tuvieron lugar casi al final de la administración de Obama. ¿Podría ser, más bien, que dichas revueltas fueron un acto de rabia y desesperación por parte de comunidades que, después de ver sus expectativas crecer con el acenso de un presidente negro, llegaron a la conclusión de que la promesa de la inclusión a través de la participación de políticos negros en las estructuras de poder no tiene nada que ver con ellos?

Sin embargo, la izquierda en Estados Unidos sigue obsesionada con la resolución de nuestra situación mediante el cambio de políticos. Al parecer nuestra tarea en la izquierda hoy es ampliar la discusión para mostrar que, considerando el abismo en que nos encontramos, un cambio de políticos simplemente no resuelve nada. En cambio, debemos insistir en cambiar la política; tenemos que insistir en una visión afirmativa, capaz de crear algo coherente a partir de esa masa de descontento, mediante la insistencia en que la vida más allá del colapso del capitalismo es inmediatamente factible. Si no vamos más allá de imaginarnos que la administración del colapso, por muy diversa que sea, es lo mejor que la izquierda puede ofrecer, nosotros como izquierda (de todas las razas) en este país compartiremos la responsabilidad cuando la exacerbación de la supremacía blanca estructural estalle de verdad en la forma de violencia fascista organizada.