La gran mentira (o de cómo volver a creer)
Este texto es para Germán Pintor Anguiano, por su coherencia y su ejemplo de siempre.
Una madrugada de junio del 2015
Vivimos en un país que juega a la democracia pero no se la cree.
El juego electoral representa una farsa en la que cada uno de los actores políticos desempeña un papel, mientras el público –es decir, los electores– ve año con año cómo los protagonistas introducen de vez en cuando algunas variables e improvisaciones para no aburrir a los asistentes.
En los actores –los partidos políticos y sus candidatos, incluido más de un payaso de verdad– van más allá y le reprochan a ese público su inasistencia, pronosticando la peor de las catástrofes si no acuden a la cita, recordándole su «obligación cívica» y haciéndolo responsable de lo que pase. Montan la misma comedia cambiando la escenografía y prometiendo, con amenazas de por medio, que ahora sí harán el verdadero cambio. «¡Ándele, venga…!» Y si la convocatoria falla, para eso están los tinacos, lavadoras, cemento, tarjetas, mochilas, entradas para el cine, dinero en efectivo, y_____________(llene este espacio con las dádivas que le hayan ofrecido).
Repiten el desafortunado lema de David Alfaro Siqueiros, «no hay más ruta que la nuestra», acusando a quienes no les creen de hacerle el juego a «la mafia que ha secuestrado el Estado», ocultando el hecho de que ellos, los partidos, son los verdaderos responsables del infierno que vivimos y pasan por alto que muchos espectadores les dicen que ya no quieren avalar su patético número declamado entre balazos con un telón de fondo manchado de sangre.
Fotografía: Tomás Ayuso
El circo político
La imagen de este proceso electoral la pintó José Clemente Orozco en los muros del palacio de gobierno de Jalisco, entre 1936 y1937. En el circo de las ideologías plasmado en el mural de Orozco, donde los políticos están atinadamente caracterizados como payasos, la derecha ofrece todo «así en la tierra como en el cielo»; el centro predica la moderación, el equilibrio y la estabilidad; y desde la otra banqueta la «izquierda» promete el cambio verdadero. Pero unos y otros tienen la certeza de que no cumplirán y se van a echar la culpa mutuamente, como Vicente Fox se la echó al Congreso para excusar su incompetencia.
Últimamente la derecha, el centro y la izquierda se anuncian como «candidatos ciudadanos», pero forman parte del sistema de partidos de Estado (¿o hay alguno que no viva de los recursos de éste? ¿hay alguno que se mantenga de las cuotas se sus militantes?). La actual elección es sólo una guerra de posiciones que libran y tiene la finalidad de obtener el máximo posible de dinero para la campaña presidencial de 2018, eso es lo que verdaderamente está en juego, aunque digan preocuparse por un país en situación de desastre que no les interesa ni tantito.
El Circo Político. Fragmento del mural de Clemente Orozco en palacio de gobierno de Jalisco. 1936-1938.
Ninguno tiene, en el fondo, voluntad ni disposición para cambiar nada. El ejercicio de la política, que por definición implica la búsqueda del bien común para la población, ha quedado en el olvido: para eso están las campañas, los millones de pesos, los spots televisivos, las cirugías estéticas y el photoshop.
De cuando la izquierda social se dio un balazo en el corazón
En 1997 por primera vez la izquierda electoral ganó las elecciones en la ciudad de México: la jefatura de gobierno del Distrito Federal, la mayoría de las delegaciones y una mayoría aplastante en la Asamblea Legislativa. Los flamantes asambleístas procedían de las diferentes organizaciones del Movimiento Urbano Popular (MUP), la Asamblea de Barrios, la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria (ACNR), la Organización Revolucionaria Punto Crítico (ORPC), el Movimiento Revolucionario del Pueblo (MRP), la Organización Revolucionaria Línea de Masas (OIR-LN), laa Unión Popular Revolucionaria Emiliano Zapata (UPREZ), La Unión Popular Nueva Tenochtitlán (UPNT) y hasta fracciones de las ex guerrillas de la Liga Comunista 23 de Septiembre (L23). Estaban, pues, en condiciones de marcar diferencias con el PRI y el PAN, que ya en ese tiempo eran casi lo mismo. Contaban con el apoyo de la población de la capital mexicana y con una base social construida a través de los años. Podían hacer gala de su legitimidad, porque eran «compañeros» y eran «nuestros» representantes.
Fotografía: Tomás Ayuso
Sin embargo, algo falló.
Los que en los años 80 se desgañitaban gritando «Salario mínimo al presidente pa’ que vea lo que se siente» votaron en su mayoría para subirse el sueldo y empezaron su metamorfosis: cambiaron la ropa de mezclilla por trajes de corte italiano; el metro y la bici por autos y camionetas del año; y el morral por un elegante maletín (que después supimos que era para llenarlo de billetes amarrados con ligas). Se rodearon de asesores y guaruras (o viceversa) y de paso, tras haber abandonado la universidad por la revolución, aparecieron de la noche a la mañana con maestrías y doctorados, porque así lo exigía la nueva política. Por su lado, las otroras «compañeras de lucha» también sufrieron algunos cambios radicales: sustituyeron el morralito por la bolsa Gucci; las botas obreras por los zapatitos Prada; el mercado del rumbo por las tiendas departamentales; y a Simone de Beauvoir por Coco Chanel (al cabo que las dos eran francesas, pero «Coco olía más rico» comentaba con sorna una ex diputada del PRD). En el colmo, votaron por unanimidad para que a las «compañeras diputadas» se les habilitara una estética y a los diputados un gimnasio con spa y masaje.
Ellas y ellos dejaron de ir a las marchas y a los mítines pero se las ingeniaron para ocupar las primeras filas en los desfiles de moda, inventaron una jocosa consigna: «La izquierda bien vestida, jamás será vencida» Para ser coherentes, se mudaron del barrio pobretón –sede de la chusma que los había llevado al poder– porque les traía recuerdos de miseria y hambre. De los tacos al vapor de a cinco por diez pasaron, sin escalas, al distinguidísimo Cardenal.
Fotografía: Tomás Ayuso
Derechas, centros e «izquierdas» hicieron causa común para obtener jugosos aguinaldos sin que nadie dijera ni pío. Y cuando los electores iban a buscar al «compañero/a dirigente» los recibía una guapa y amable secretaria con un: «Fíjate que está en comisiones. Vente mañana», «está en sesión de asamblea y no lo/a puedo distraer. No sean malitos, vuelvan el miércoles», “no está, pero pásame tu tel y te hago una cita». Y si por casualidad se lo/a encontraban de camino, los recibían con un asombrado «¿¡cómo?! ¡qué barbaridad! ¡no me dijeron nada, algo falló en la comunicación! Pero nos vemos mañana en la Casa de Gestión Social sin falta». Y nada.
Las organizaciones sociales y campesinas fuertes se diluyeron. Las que se mantienen en su mínima expresión les arrancan lo que pueden a sus antiguos dirigentes, quienes ahora despachan en las oficinas del gobierno del D.F., el Congreso federal, el Senado o una de las diez casas de Gestión Social (que también paga el Congreso).
Los antiguos dirigentes de masas suelen reprochar a sus bases haberlos dejado solos, pero saben que fue al revés. A los campesinos les fue peor: nunca volvieron ni de visita para agradecerles (no vaya ser que se les ocurriera pedirles algo). Los barrios siguen donde los dejaron después de ganar las elecciones, sólo que con decenas de miles de pobres más. Siguen sin luz, ni drenaje, ni agua ni empedrado, ni escuelas, ni nada.
Algunos se retiraron de la política –«es una porquería», dijeron– y se establecieron como prósperos empresarios. Resulta fácil ubicarlos: unos tienen cadenas de restaurantes, otros empresas de ropa, tiendas de calzado. Un caso emblemático es el de Pablo Gómez, ex dirigente del 68, diputado por el PSUM, diputado por el PMS, asambleísta, diputado y senador por el PRD y otra vez diputado. Una vez, en una reunión de la Convención Nacional Democrática, un campesino le espetó: «Usted se ha hecho rico y se ha servido de la política». Pablo Gómez contestó: «No, señor. Se equivoca. No me hice rico. Me hice millonario y estoy orgulloso de eso, porque lo he desquitado muy bien en la tribuna. ¿O no?»
Fotografía: Tomás Ayuso
Hoy, la llamada «izquierda electoral» (que no es ni eso) le advierte a unos electores que quién sabe si en caso de votar lo haría por ellos, que si no le dan el sufragio le están haciendo el juego a los más malos, a los malísimos, a la mafia del poder, negándoles el derecho a la anulación consciente o al abstencionismo basado en el hartazgo.
Cuando un antiguo compañero de organización en la que militaban les reclama por sus altísimos salarios, sus millonarios aguinaldos, sus seguros de gastos médicos, sus casas, sus carros, sus guaruras y lo demás, estos le responden airados: «¡No te hagas bolas, compañero! ¡Lo que tenemos que destruir es lo macro. La parte estructural, el corazón del sistema. Allí está el monstruo a combatir!».
«Representantes populares»
En las calles del centro histórico de la Ciudad de México hay muchos y muy buenos músicos que vienen de Huajuapan de León, Oaxaca. Tocan el acordeón, el violín y el saxofón, y llegan en temporada de secas, cuando no hay mucho que hacer en el campo. Allá en su tierra tienen el oficio de tejedores de palma. Hacen petates y sombreros, pero no sacan ni para comer: el sombrero lo pagan a dos pesos, y si el tejedor/a es rápido apenas teje cinco al día. Es decir, que en caso de que los venda todos apenas si conseguirá diez pesos. Al petate, para acabarlo pronto, lo hacen entre toda la familia. Elaboran uno en tres días trabajando doce horas diarias y lo venden a 80 pesos (la palma les cuesta 40). No ganan ni para pagar los costos de las pastillas que necesitan para calmar el reuma de las manos. Los hijos crecen desnutridos y no van a la escuela. Por eso están aquí, tocando con sus manos hechas bolas y sus dedos chuecos, torcidos y reumáticos, buscando algunas monedas.
Por la pesada tarea de levantar la mano, los diputados perciben una dieta de 148,558 pesos por mes, más un aguinaldo de tres millones. Los sueldos de los senadores varían: si forman parte de alguna comisión orillan los 350,000 pesos al mes (los presidentes de las comisiones pueden llegar a los 500,000 pesos libres), sin que de allí paguen asesores, carros, viáticos, seguros y otros gastos propios y familiares. Un poco menos afortunados, los obreros reciben 67 pesos al día, que es el sueldo mínimo que ellos, desde sus bancadas, se dignaron concederles. Y con todo y lo reducido de esa suma, para que los tejedores y tejedoras de Huajuapan de León lleguen a igualar ese salario mínimo necesitan hacer (¡y vender!) 33 sombreros al día. En otras palabras, algo imposible.
Una de las ofertas de temporada de MORENA en sus campañas, consistió en la propuesta de bajar el sueldo a la mitad de sus candidatos a puestos de elección popular, medida equivalente a intentar aliviar el dolor terminal del país tomando una aspirina.
En un café de la Ciudad de México, hace poco un activista convencido de la vía electoral me dijo con un tono de amargura: «La cagamos en 1997 porque traicionamos a la gente, nos alejamos del pueblo. Es como si nos hubiéramos dado un tiro en el corazón».
Interrogantes
¿Por qué les cuesta tanto a los políticos servir sin dejar de servirse con la cuchara grande? “¿A poco trabajan más que nosotros?” me preguntó un campesino en el sur de Jalisco hace algunos años. Y es hora que no he podido responderle.
Muchos de los que hoy figuran en la boleta electoral por el PT, PRD, Convergencia y MORENA son políticos de larga trayectoria en la “izquierda”. Hace tiempo dijeron que no aspiraban a la toma del poder por la vía electoral, que la meta era hacer la revolución y que si por azares del destino llegaran a ser diputados no sería iguales. Repetían una vez sí y otra también aquello de: “No dinero, no poder. Sólo dar la vida por el pueblo con la satisfacción del deber cumplido”. Reviso papeles amarillentos, guardado en viejas carpetas de extintas organizaciones revolucionarias llenos de discursos incendiarios y –!oh, sorpresa¡– firmadas por candidatos que no sólo están en MORENA, el PRD y el PT, sino también en el PRI y en el PAN.
Fotografía: Tomás Ayuso
Unos y otros dicen que una baja votación sería “una tragedia para el país”, porque eso se traduciría en “perdida de democracia, ausencia de pluralidad y falta de contrapesos”.
Lo cierto es que en un país auténticamente democrático (que no es el caso de México), no votar debería ser una forma de evaluación y de castigo, así como una opción respetada o al menos bien tolerada. Pero una vez caldeados los ánimos, los seguidores de los partidos eligen el insulto, la descalificación y adjetivos tales como “irresponsables”, o más radicalmente “aliados del poder”.
La derrota que viene
El marco de esta elección es un escenario donde todos vamos a perder. Quien sea declarado ganador en esta “fiesta de la democracia”, perderá al no tener ningún margen de legitimad. Perderán los partidos políticos que no fueron capaces de reconstruirse y ofrecer salidas a la crisis del país. Ninguno de ellos planteó soluciones para para la guerra, que cuesta diariamente cientos de muertos y desaparecidos. No está en su horizonte ni la justicia ni la paz. Perderán las instituciones incapaces de organizar de manera transparente unos comicios que dieran la certeza de resultados confiables.
Sean cual sean los resultados, mostrarán un espejo del desastre de lo que pasa en México, y esto debería preocuparnos a todos. En un país con más de 200,000 asesinados, más de 30,000 desaparecidos, medio millón de desplazados y una rebelión popular dispuesta a boicotear las elecciones, ni los partidos ni las autoridades electorales, ni mucho menos el gobierno, tienen autoridad moral para pedir que voten las familias que piden justicia y verdad por sus muertos, las personas que fueron desplazadas de sus territorios y mucho menos a la familias quienes invierten todas sus horas y energías en buscar a sus hijos, hijas o familiares víctimas de la desaparición forzada.
Pero el rechazo es también una fuerte llamada de atención al despilfarro de millones de pesos en un país donde la mayoría vive en inadmisibles niveles de miseria.
Los protagonistas de la obra por primera vez tienen miedo. Saben que las elecciones se les pueden caer. No tenían previsto que parte del elenco legitimador de los comicios –los que fueron insaculados como funcionarios de casilla– no quiere ser parte del juego: unos ofendidos por la forma en que Lorenzo Córdova se expresó de una comunidad indígena, otros porque se sienten inseguros en medio de tanta violencia, y muchos más porque no creen una palabra –y digamos que están en su derecho– de las que dicen los representantes de los partidos. Y bien: ¿Por qué habríamos de creerles? ¿Nos invitaron a diseñar sus propuestas (las poquísimas que tienen)? ¿Nos preguntaron algo? ¿Nos convencieron?
La sensación de millones de mexicanos es que todo ya está “cocinado”. Tanto, que algunos hasta saben a qué hora saldrán a rasgarse las vestiduras en escena en el momento del clímax, es decir del fraude.
Fotografía: Tomás Ayuso
Para volver a creer
Porque la palabra clave del libreto se llama fraude. Fraude. Fraude. Una maldita palabra que empuja las elecciones en dirección al carajo antes y después de la «fiesta de la democracia». Una palabra que forma parte de la vida cultural de los mexicanos y está presente no sólo en los procesos electorales, sino en casi todos los actos de la vida cotidiana. Es preciso desterrar el fraude para empezar a cambiarlo todo y a todos.
He seguido con interés el reciente proceso electoral en España y no leí en ningún momento la palabra fraude. No hubo fraude. La gente creyó en su proceso electoral con todo y sus errores. La sociedad civil española se volcó a las urnas para darle el voto a los partidos emergentes, integrados en su mayoría por ciudadanos sin antecedentes partidarios (y parte de ellos, activistas de organizaciones civiles relativamente nuevas). La crisis económica e inmobiliaria llegó a niveles alarmantes. De esto los españoles no saldrán pronto, pero buscan salidas organizándose y castigando a los responsables de la terrible crisis: Partido Popular (PP) y Partido socialista Obrero Español (PSOE). Optaron por algo nuevo, más allá de que existan movimientos de resistencia con un perfil anarquista que están buscando su propio camino con propuestas creativas y esperanzadoras.
¿Y aquí qué haremos para volver a creer? El concepto que la ciudadanía tiene de los políticos está por los suelos. El término «político» viene a ser sinónimo de tranza, gandalla, culero y mafioso, pero ahora con un componente más grave: la certeza de que muchos de ellos están vinculados al narcotráfico.
Debemos reivindicar la noción de «política» y su razón de ser.
El pacto social surgido de la revolución está agotado desde hace muchos años. Tenemos que buscar puntos de convergencia en todas las luchas, con todas las organizaciones sociales, en todos los temas graves, urgentes o no. Con todos los que creen en la imperiosa necesidad de una nueva constitución como camino para recuperar el país y buscar nuevas y audaces soluciones para superar la crisis nacional antes de que sea demasiado tarde. Construir una revolución social antes que más gente opte por una revolución armada como opción legítima porque no se les ha dejado otro camino. Tenemos que construir poderes populares locales en barrios, comunidades, universidades y otros espacios en todo el país.
Hay una claridad y una certeza que dejarán el resultado de estas elecciones, si no nos organizamos nosotros, nadie va a venir a salvarnos.
Nadie.
P.D. En medio de esta negrura en el país en tiempos de elecciones, hay gente buena y honesta que le ha hecho una grieta al sistema de partidos de estado. Pero falta lo que falta…