Radio Zapatista
Esas piedras que provoquen esas chispas
A mediados del 2011, en el Lagartijero de la Escuela Nacional de Antropología e Historia de la Ciudad de México, durante la presentación del libro “La rabia, el amor y la lucha contra el silencio” de Lalo Cisneros (1984-2008), el padre de Alexis Benhumea adelantó justo cuando nos inundaba la indignación y el dolor que en México seguiría habiendo jóvenes asesinados. “Eso se los puedo asegurar”, lanzó el balde de agua helada. Se refería a jóvenes brillantes, chispeantes y chingones como su hijo, asesinado al acudir al llamado para acompañar a los ejidatarios de Atenco en 2006, y como Lalo, abatido por policías de Chalco, Estado de México. Como Lalo y Alexis, otrxs tantxs jóvenes, adultos e incluso niñxs han caído estos años durante la brutal y desenfrenada guerra por el control de divisas (drogas, capital, mercancía humana) desatada por las elites empresariales nacionales, esas elites que a su vez dependen y trabajan para grupos y mafias transnacionales aún más violentas, racistas y genocidas.
Carta a Alexander Mora Venancio
San Cristóbal de las Casas, Chiapas. 10 de diciembre de 2014.
Por: Eugenia Gutiérrez
Radio Zapatista
ALEXANDER
Permite, muchacho, que te dirija unas palabras nuevas. Recíbelas con la frescura de tus años. Admítelas sin resquemor. Son un breve saludo de quien te conoce sin haberte conocido porque te encuentra en la memoria de un pueblo lacerado, porque te identifica en la indignación de un planeta unido este día en favor de sus derechos elementales. Son, además, una petición y una propuesta.
Tú no sabes de mí, así que me presento. Soy cualquier madre mexicana de un estudiante y profesor tan decidido y joven como tú, tan futbolero como tú. Soy cualquier maestra que se emociona nerviosa frente a cincuenta pares de miradas inquietas como la tuya. Te escribo desde mi privilegio de persona completamente viva en una patria cementerio. Me siento a redactar este mensaje en una nación herida por gobiernos mortíferos. Me dirijo a ti porque tu familia y tus compañeros informan que te has ido, que unas manos asesinas te han interrumpido la vida. Escucho en voz de tu padre Ezequiel que ya acompañas a Delia, tu madre. Leo, después, que te lloran tus hermanas, tus hermanos. Pero inexplicablemente sigues aquí. Tan aquí como el Chilango, el Julio César, el Daniel, como Gabriel y Jorge Alexis, como una mujer, un hombre y un deportista que, se supone, se marcharon. Tus palabras se aglutinan coherentes en el facebook de tus compas y nos anuncias que sigues aquí. Tan aquí como el Andrés y el Aldo, pero ya sin tanto dolor. Observo tu rostro que me mira desde los brazos erguidos por las avenidas. Miro tu rostro que me observa desde las butacas que ocupas en auditorios, conferencias y coloquios. Te acompañan cuarenta y dos amigos que, a golpe de silencios, toman uno por uno la palabra.
Quiero pedirte algo, colega. Te escribo desde mi privilegio de profesora que nunca durmió en el piso para poder estudiar. Tú y yo nacimos bajo el mismo cielo, forjados por la misma historia. Durante diecinueve años caminamos sin encontrarnos sobre la misma tierra, la de un lábaro tricolor que va perdiendo su equilibrio. En esa tierra, en sus montañas majestuosas y sus aguas antaño cristalinas, se amontonan por centenares de miles otras vidas arrebatadas. Tú lo sabes. Tus compañeros normalistas, también. Por algo escogieron educar en las escuelas donde estudia la infancia más pobre, esa que aquí puede morir incinerada. Por algo todos ustedes viven recordando a otros caídos. Pero me dirijo a ti, Alexander, porque un destino inexplicable te eligió para sacudir letargos en este México tan lastimado. Quiero pedirte que nos ayudes a sembrar en verde y blanco todas esas vidas desarticuladas para así mermar este dominio del rojo que nos intoxica. Enséñanos a cosechar esas vidas en sierras que vuelvan a ser madres, a refrescarlas en lagos ancestrales, a pronunciarlas en desiertos imperturbables, sin alaridos. Me atrevo a pedírtelo porque ya conoces el fuego, el aire y el agua que te regresan a la tierra que cultiva tu padre, porque te desenvuelves ágil en ese polvo de estrellas que fuimos, en el que somos y seremos.
Por último, maestro, una propuesta. La escribo desde mi privilegio de mujer que todavía no ha sido violentada, ni torturada, ni cortada en esta región feminicidio. Ya no le hablo al muchacho sino al hombre. Te propongo que luchemos juntos por una reconstrucción inmediata de nuestros derechos desmenuzados. Que asumas con donaire este papel de luz inextinguible que la historia te asignó para que permanezcas incólume al lado de quienes te piensan y te sienten. Acudo a tu memoria, Alexander, porque recordarte nos reconstituye, nos acuerpa, porque nos reacomoda el ánimo descoyuntado y nos redelimita, porque tus amigos te llaman “La Roca”. Déjanos aglomerarnos en torno a tu presencia para que desaparezcan las ausencias agobiantes que produce este sistema genocida.
Hasta ahí mi petición y mi propuesta. Me despido sin hacerlo y me preparo, contigo, para lo que venga. Espero que mis palabras no te incomoden. Acéptalas ahora que nos conocemos tan dispuestos a habitar un país y un planeta de libertades merecidas.
No olvidamos, Alexander. No olvidemos.
Respetuosamente,
Eugenia.