San Francisco Xochicuautla, Estado de México. 22 de diciembre de 2014.
Eugenia Gutiérrez. Colectivo Radio Zapatista.

¿Por qué bailamos si nos están matando?

En una tarde tan helada como ésta, el 21 de diciembre de 1997, unas doscientas personas de muchas edades y casi todas mujeres y niños llegaban al colmo de una vida de desprecio y sufrimiento. En un vado lodoso, a orillas de la carretera, desde ancianos hasta bebés lloraban de rabia, de frío y de lluvia mientras apretaban sus puños impotentes porque un grupo paramilitar los había expulsado de su comunidad y mantenía a algunos de sus familiares amarrados a los árboles, quinientos metros selva adentro. Todas y todos estaban amenazados de muerte. “Nos van a matar mañana”, decían. Un anciano curtido por humedad nos mostraba su pierna herida de bala, pues tempranito le habían disparado. “Vengan con nosotros”, proponíamos, sin entender que nunca se pondrían a salvo dejando a su pueblo atrás. Quienes veníamos de fuera, lo hicimos, nos fuimos, los dejamos atrás. Al día siguiente, 22 de diciembre de 1997, 45 tzotziles, 45 personas amarradas o desplazadas en su propia tierra, fueron masacradas. La prensa reportó profusamente que murieron rezando en una ermita, que no quisieron marcharse porque no esperaban la muerte, aunque nada se dijo de los lazos humanos que les ataban a Acteal.

Diecisiete años después, en la comunidad indígena de San Francisco Xochicuautla, hogar ñathö de David Ruiz García, nadie queda atrás. Arranca el Festival Mundial de las Resistencias y las Rebeldías contra el Capitalismo, “Donde los de arriba destruyen, los de abajo reconstruimos”. Mejor conocida como Xochi, esta comunidad que libra su propia batalla contra los dueños del capital que han expropiado decenas de miles de hectáreas por mano de Eruviel Ávila, nos recibe con una ceremonia sagrada otomí donde los invitados de honor son los familiares de los normalistas de Ayotzinapa y los muchachos heridos, asesinados y desaparecidos que tienen reservados sus lugares en la compartición. Frente a las bancas vacías de los estudiantes hay ofrenda de frutas, de pan y copal con estandarte de la Guadalupana en rebeldía, el arcángel guerrero Miguel, llamita eterna y una bandera de México totalmente de pie. Sobre el sencillo pero amplio templete hablan madres y padres de normalistas mientras sostienen los rostros de sus hijos que miran hacia un gran auditorio alfombrado en pasto. Para recibir a casi dos mil personas convocadas por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional y el Congreso Nacional Indígena no se escatiman atenciones en seguridad, salud, higiene, alimento y hospedaje.

A media tarde, el festival comienza como debe, con cantos y bailes. El coro de niñas y niños de Xochicuautla se acompaña con música jaranera que nos endulza estos días amargos. Luego ocupa medio auditorio una danza tradicional en la que participan incansables niñas, niños, jóvenes y adultos de todos tamaños. La Orquesta Xochicuautla de los Hermanos Rodríguez musicaliza a ritmo de banda una danza que narra la historia de “la época de las haciendas, cuando los pueblos eran muy maltratados” porque nos recuerda “lo que se vivió y lo que estamos viviendo”, y porque representa la época “cuando los arrieros también eran asaltados por los ladrones”. Por eso se integrarán al baile un par de intrusos trajeados que se burlan del público y le arrojan dinero falso, disfrazados de Carlos Salinas de Gortari y Enrique Peña Nieto. Al pueblo que danza frente a ellos lo encabeza San Francisco.

La valentía de los yaquis se manifiesta después en un espacio lateral que parece trasladar un fragmento de Sonora hasta aquí. Desde un escenario casita, muy de ellos pero selvático, varios hombres tocan sus instrumentos nativos para que los venados del desierto del norte bailen en este bosque central de montañas lastimadas. También llega el son huasteco que mueve a bailar a muchos. Y la bailada se repite la segunda noche cuando, a falta de micrófonos, “La revuelta de las semillas” se avienta un ensamble “a capela” que nos calienta las ideas porque todas las actividades culturales en este festival, que incluyen proyección de documentales, despiertan conciencia de la grave situación que vivimos.

No pararán las danzas en esta compartición en la que cada participante parece saber muy bien por qué bailamos si nos están matando. Todo apunta a respuestas sencillas: bailamos porque estamos vivas y vivos; lo hacemos por quienes no pueden hacerlo, ya que el sistema los ha encarcelado, desaparecido o asesinado; bailamos porque podemos y queremos.

¿Para qué reconstruimos si nos van a seguir destruyendo?

Pues para evitarlo. Para que llegue el día en que nadie destruya a nadie. Las participaciones de delegadas y delegados del CNI ocupan toda la primera mañana de trabajos en la que, después de cada intervención, resuena el “Vivos los queremos” y quien acaba de hablar recibe una bolsita de semillas por parte de la mujer y el hombre que representan a la Xochi combativa. La gente que conoce, respeta y trabaja la tierra no reconstruye a partir de escombros. Reconstruir desde la enseñanza indígena y zapatista es abrir caminos nuevos, sembrar todo el tiempo, construir nuevos sistemas de entendimiento colectivo con los que la sociedad deveras funcione. Por eso los yaquis nos mueven el piso y una carta de Fernando Jiménez Gutiérrez enviada desde prisión nos sacude en voz de su hermana.

Pero para construir abajo es necesario entender cómo y qué tanto se está destruyendo desde las alturas de los penthouses que temen a la tierra, no sólo en México sino en todo el mundo. Delegadas y delegados de la Sexta Internacional compartirán por la tarde sus experiencias organizativas y dejarán claro, en varios idiomas, que la posibilidad de un sistema diferente ya está en marcha y es global.

Si la destrucción va a seguir y la reconstrucción se le adelanta, a ver quién se cansa primero. Una decena de niñas y niños se nos presenta como la guerrilla más tierna, la “Pequeña Guerrilla Xochicuautla”. Atraviesan el auditorio al grito de “Zapata vive, la lucha sigue” o “Xochi no se vende, se ama y se defiende”. Desde el templete que les queda gigante nos leen con orgullo y alegría los cuentos revolucionarios que han escrito para graduarse de un taller que incluyó dibujo y fotografía. En sus historias hay “monstros” por doquier, como Rubén Vende Pueblos y un zombie llamado Enrique Pelón. Es tanta la destrucción de árboles y bosques que esos “mostros” han causado, que tienen que intervenir un burro y El Hombre Araña.

Este pequeño grupo de creadoras y creadores recibe sus diplomas de graduación de manos de dos adultos tzotziles, integrantes de la Sociedad Civil Las Abejas, sobrevivientes de la masacre de Acteal. Sí, de aquel pueblo al que dejamos atrás. Los representantes de Las Abejas, ataviados en su elegante traje tradicional, entregan los reconocimientos a las criaturas “esperando que sean un gran luchador, una gran luchadora para el futuro”. Para ese futuro, ya presente, en el que nadie que esté a punto de ser destruido sea dejado atrás.