por Alejandro Reyes
Publicado en: Desinformémonos
Localmente se les conoce como “los callejones”: un área colorida y caótica de 90 cuadras en el centro de esta ciudad atiborrada de tiendas de ropa y un sabor inconfundiblemente latino… cumbias, rancheras, reguetón, tortas, piñatas, paletas, jícamas con chile y la infinidad de acentos que tiñen al español de una pluralidad de orígenes. Es el centro de la moda de Los Ángeles y el corazón de la industria de la costura en la costa oeste de los Estados Unidos. Detrás de los aparadores de las tiendas, con sus ofertas de prendas de última moda, existe una realidad sombría: la de la explotación de la mano de obra de inmigrantes que trabajan en condiciones que, en su expresión extrema, llegan a la esclavitud.
En las calles South Los Ángeles y Pico se encuentra el Centro de Trabajadoras y Trabajadores de la Costura (Garment Workers Center – GWC), donde desde el año 2001 trabajadores de esa industria se organizan para resistir la explotación. Delia Herrera, activista voluntaria del centro, explica que la mayoría de los más de 80 mil trabajadores de la costura en Los Ángeles trabajan de 60 a 80 horas semanales con salarios frecuentemente menores que el salario mínimo, sin prestaciones ni pago de horas extras, sin descansos reglamentares, en condiciones dañinas a la salud (problemas respiratorios, infecciones por agujas clavadas en las uñas, enfermedades por falta de higiene), bajo acoso sexual y otras formas de hostigamiento y con la amenaza de despidos arbitrarios y denuncias a las autoridades migratorias.
La mayoría de los trabajadores se une al GWC por necesidades inmediatas, generalmente la recuperación de sueldos robados. Para los trabajadores migrantes, enfrentar a los patrones significa vencer muchos obstáculos: el desconocimiento de las leyes y del idioma, el miedo a ser despedidos, el miedo a ser deportados, la desconfianza en las instituciones. Pero las historias de compañeros que han logrado vencer en sus reivindicaciones inspiran a otros a organizarse. Una vez en el centro, las propias formas de llevar a cabo una demanda construyen un sentimiento de poder colectivo que la mayoría nunca había conocido. “Los trabajadores se asesoran entre sí para saber cuál es la información necesaria. Después se hace una carta de demanda al empleador y varios compañeros van a entregarla. Mientras unos la entregan, los demás nos dispersamos para repartir volantes a los demás trabajadores, para que sepan que con o sin papeles tenemos derechos y que hay que organizarse. Esto les da bastante temor a los empleadores. En la carta les damos cinco días para responder y venir a nuestro comité de negociación aquí en el centro. Los empleadores llegan y estamos de 5 a 30 camaradas reunidos. La mayoría se asusta. Les damos una silla dura y fría, igual a las que los trabajadores tienen que usar. Investigamos también qué otras condiciones de abuso hay en la fábrica, de manera que en la negociación tenemos más herramientas para presionar al empleador.”
Pero más allá de las necesidades inmediatas, los trabajadores y activistas del GWC entienden que lo más importante es crear condiciones diferentes de vida, y que para eso es necesario entender cómo funciona la industria. El centro ofrece un número de talleres para obtener una visión más amplia del funcionamiento y el origen de la explotación: derechos salariales; derechos de salud y seguridad en el trabajo; derechos de organización en el lugar de trabajo; formación de sindicatos independientes; capitalismo e ideologías que lo mantienen (sobre todo cuestiones de género y el “sueño americano”); formas de organización horizontal y participativa.
Al mismo tiempo, intenta vincularse con trabajadores de la costura en otras partes del mundo. “Nosotros pensamos que lo que tenemos que hacer es cambiar la industria de la costura a nivel internacional. Nos conectamos con compas en Tailandia, en las Filipinas, en China. Fuimos a Hong Kong en 2005 contra la OMC. En Los Ángeles hay una diversidad de personas de todo el mundo. Al estar en esta área, podemos ser embajadores para nuestros diferentes países.”
Andrew Ross advierte en No Sweat, una antología de ensayos sobre la explotación en la industria de la costura, que los trabajadores de dicha industria están entre los más afectados por la globalización del sistema capitalista. Las grandes empresas de modas no cuentan ya con fábricas en las que se producen las prendas de principio a fin, sino que transfieren las diferentes etapas de la producción a subcontratistas que pueden estar en cualquier parte del mundo. Esto les permite despreocuparse de las legislaciones laborales y la reprobación de la opinión pública mientras se benefician de mano de obra cada vez más barata. Como es sabido, la industria de la maquila se traslada de país en país en busca de menores precios de mano de obra. El resultado es el enriquecimiento de una minoría a expensas de millones de trabajadores en el mundo. Según Ross, en 1996 el director de Disney ganó 325 mil veces más que los trabajadores haitianos que produjeron las camisetas y demás accesorios para la empresa. Y en 1992 el jugador de basquetbol Michael Jordan ganó más por prestar su nombre a la promoción de los tenis Nike que los 30 mil trabajadores indonesios que los fabrican. Pero las violaciones a los derechos laborales no se limitan a los países del tercer mundo. En los Estados Unidos la creciente criminalización de la inmigración convierte a los migrantes en presas fáciles para la explotación.
Esclavitud en El Monte: un caso entre muchos
Fundado en 2001, el GWC tiene su origen en 1995. Ese año la policía estatal descubrió un taller de trabajo esclavo en el suburbio de El Monte, a 20 kilómetros del centro de Los Ángeles. En lo que por afuera parecía un típico complejo residencial suburbano, 72 mujeres y hombres tailandeses vivían presos, algunos desde hacía siete años, trabajando más de 18 horas diarias, siete días a la semana, en cocheras mal iluminadas bajo la vigilancia de guardias armados y rodeados de alambre de púas y rejas de hierro. Hasta diez de ellos dormían hacinados en cuartos diseñados para dos personas, en peligrosas condiciones de higiene. Bajo constantes maltratos por parte de los capataces y amenazas a sus familias en Tailandia, los trabajadores cosían ropa para varias de las compañías más prestigiosas del país —Tomato, Clio, B.U.M., High Sierra, Axle, Cheetah, Anchor Blue, Airtime, Mervyn’s, Miller’s Outpost, Montgomery Ward— muchas de ellas vendidas también en tiendas de departamento tan conocidas como May, Nordstrom, Sears, Target y otras.
La detención de los ocho capataces presentes y la “liberación” de los 72 trabajadores esclavos recibieron amplia cobertura mediática. Mucho menos visible, sin embargo, fue el destino de los trabajadores, en su mayoría mujeres, todos migrantes indocumentados. Después de años de esclavitud, los trabajadores supuestamente liberados fueron detenidos inmediatamente por las autoridades migratorias y encarcelados en una celda común, de donde sólo salían encadenados con grilletes para cuestiones administrativas y entrevistas. Fue sólo gracias al trabajo de activistas de Sweatshop Watch, una coalición que agrupaba organizaciones obreras, comunitarias, de inmigrantes, de mujeres y abogados, que se logró la liberación de las y los tailandeses, que de otra forma hubieran sido deportados después de una larga detención.
Este caso sacó a la luz no sólo los extremos a los que llega la explotación en la industria de la costura en los Estados Unidos, sino la estrecha relación entre esa explotación y la criminalización de la inmigración. Julie Su, una de las fundadoras de Sweatshop Watch, observa en un artículo sobre el caso que, ante la amenaza de encarcelamiento y deportación, los trabajadores indocumentados no tienen ningún incentivo para denunciar ni los peores abusos. El caso también demostró la necesidad de responsabilizar no sólo a los propios talleres, sino a las grandes empresas de moda y a las tiendas departamentales que de hecho controlan el proceso, y que se escudan tras un supuesto desconocimiento de las condiciones laborales de los subcontratistas. Uno de los principales ejes de lucha de organizaciones de la industria de la costura, incluyendo al GWC, es lograr cambios en las legislaciones que responsabilicen a dichas empresas.
Los activistas que trabajaron en el caso de El Monte concluyeron con el tiempo que era importante que existiera un espacio donde los propios trabajadores pudieran organizarse. En 1999 Sweatshop Watch organizó una serie de reuniones con trabajadores de la costura, incluyendo los trabajadores tailandeses de El Monte y trabajadores latinos de talleres relacionados a la misma red de explotación. De esas reuniones surgió, dos años después, el Centro de Trabajadoras y Trabajadores de la Costura.
Son muchas las dificultades que los trabajadores de esta industria enfrentan para formar un frente unido ante la explotación. Delia Herrera explica que, además de la fragilidad creada por la criminalización de la migración, el propio sistema crea y promueve divisiones en la clase obrera. Una de ellas es la de la raza, particularmente entre latinos y asiáticos, que compiten por empleos y recursos. Hay también divisiones, fomentadas por los empleadores, entre trabajadores documentados e indocumentados. Y finalmente divisiones de género, en una industria en la que prevalece el acoso sexual. El GWC intenta romper estas divisiones a través de pláticas, talleres y, sobre todo, la convivencia comprometida. Las y los trabajadores se asesoran unos a los otros y participan en actividades conjuntas, y eso crea un espíritu de solidaridad. “En una ocasión hicimos un simulacro de que llegaba la migra y la policía juntos. Fue una experiencia muy fuerte porque muchas compas han sido violadas sexualmente al pasar la frontera, han sido detenidas, robadas, o las ha agarrado la migra en la calle. Así empezamos a trabajar con nuestros propios traumas y a compartirlos con los demás.”
Desde su fundación, el centro ha recuperado millones de dólares en salarios robados y ha tenido victorias importantes contra empresas como Forever 21, contra la cual realizó un exitoso boicot nacional de tres años. Pero quizás lo más importante ha sido el haber logrado generar una conciencia colectiva nutrida por la experiencia de ocho años de lucha y una larga historia de resistencia en la industria de la costura.