Lo que falta

 

Gustavo Esteva.

 

El asesinato de Javier Valdez no nos encontró “inmutables, escondidos, ausentes”, como él temía. Sacudió a una inmensa variedad de actores. Apareció, junto a la indignación, la decisión de continuar la lucha contra todo lo que Javier combatía y le costó la vida. Pero ese aliento no llegará muy lejos mientras no tengamos la entereza que él tenía para llegar al fondo del asunto.

 

El departamento de Estado estadounidense mostró, con la fallida categoría de “Estado Fallido”, que México padece el mismo grado de descomposición social que Congo y Pakistán. Estamos ahora en otra clasificación. Encabezamos, con Siria, la lista de los países con mayor grado de violencia. En la violencia Siria se combina una añeja guerra civil con la guerra que una docena de países poderosos libran en ese territorio. Las cifras que nos ponen en esa categoría extrema de violencia son insoportables, pero es aún peor la calidad de la violencia que padecemos, la profunda degradación humana que revela. Enfrentamos crímenes que quitan la respiración por su barbarie.

 

Javier resistía la maniobra cómplice que exhibe para ocultar: la contabilidad de cuerpos. Sólo escribía de personas; se negaba a agregar un número más a la estadística cotidiana. La diseminación puntual y constante de los crímenes de cada día produce acostumbramiento: construye como “normalidad” un estado de cosas que ya no sorprende a nadie.

 

Una forma de encubrir lo que pasa es aludir al narco estado, para achacar los crímenes a algún cártel y cuando más a sus cómplices gubernamentales. Se crea así la impresión de que los criminales habrían asaltado las instituciones públicas y corrompidas a los funcionarios. La solución estaría recuperarlas, haciendo una buena limpia, para que desde ellas se procediera a limpiar al país de criminales. A ellas, por lo pronto, habría que exigirles justicia.

 

Hay en esto distorsión y miopía. Por más de un siglo productores y traficantes de drogas operaron en México mediante arreglos con autoridades de diversos niveles que mantenían cierto control de la operación. Existía autonomía e iniciativa de los criminales. En las décadas recientes el arreglo se modificó. No fue el narco quien tomo el estado, sino éste el que ocupó al narco. Al estatalizar la operación se le diversificó, para incluir otras líneas criminales. Es cierto que en el desastre que así se produjo se perdió el control del conjunto y se multiplicaron actores independientes, que operaban por su cuenta y contribuyen al caos general. Pero están en el margen; no participan en el negocio principal ni son responsables del gran desorden.

 

Las instituciones que así se narcotizaron habían dejado previamente de ser lo que eran. Desde tiempos de Salinas, la esfera pública dejó de ser un espacio político y administrativo en que se podían procesar los intereses de los diversos sectores sociales y los de la nación, bajo la hegemonía del capital. Los gobiernos construyeron mecanismos para resistir la presión pública, por más vigorosa que fuera, a fin de rendirse al capital nacional y transnacional, dedicado crecientemente al despojo. Tanto las leyes como las instituciones se subordinaron a esa tarea, que inevitablemente exigió recurrir al uso de la fuerza.

 

Para conseguir sus propósitos, en esas circunstancias, el capital emplea tanto a los aparatos estatales como a organizaciones criminales. Hace tiempo sabemos que en México resulta imposible distinguir con claridad el mundo del crimen del mundo de las instituciones: son la misma cosa. Ese lodo político y social responde a un solo interés, el del capital, cuyas personificaciones son múltiples: son gerentes de negocios transnacionales o banqueros, lo mismo que funcionarios o narcos. En ese mundo criminal y capitalista están insertos los partidos, los procedimientos electorales y el juego cínicamente llamado democrático. Es ridículo pedir “justicia” a ese mundo, sobre todo si queda claro que la justicia no puede reducirse al castigo. No sería justicia atrapar y encarcelar a los asesinos de Javier. Aunque esto debe hacerse, no es el paso más importante a dar en el camino de una auténtica justicia, como Javier sabía bien.

 

La explotación minera es un buen ejemplo de las formas del despojo capitalista en un “estado narcotizado”. Para obtener concesiones el capital convierte en cómplices, empleados o socios a funcionarios del gobierno. Bandas criminales se ocupan de la operación, con la participación de funcionarios locales, banqueros y otros actores, para expulsar, esclavizar o someter a la población local. Un modelo semejante se emplea en otras líneas del negocio capitalista actual, que se dedica cada vez más a lavado de dinero, trata de personas, tráfico de órganos o de migrantes, pagos de protección, especulación urbana o financiera salvaje… Y en eso, para profundizar nuestra desgracia, se involucra crecientemente a la población, particularmente a los jóvenes, obligados a vender sus primogenituras por unas migajas.

 

En vez de impotencia o desesperación ante este panorama pavoroso, necesitamos lucidez y entereza, necesitamos organizarnos para hacer lo que falta. Puesto que de eso se trata, en estos días aciagos, volver la mirada a lo que este fin de semana ocurrirá en San Cristóbal se vuelve indispensable: ahí se estarán dando los pasos primeros del camino a la libertad, la justicia y la democracia.