Pueblos originarios de Chiapas e individuos solidarios se movilizan contra el genocidio del pueblo palestino y por la paz
Chiapas, México. 28 de septiembre. Pueblos originarios así como solidarios nacionales e internacionales, convocados por la diócesis de San Cristóbal de las Casas, se solidarizan con el pueblo palestino desde diferentes municipios de la geografía chiapaneca y exigen un alto al genocidio que el gobierno de Israel lleva a cabo contra el pueblo palestino.
En la peregrinación participaron más de 20 parroquias y dos misiones de la diócesis de San Cristóbal.
Desde muy temprano, la parroquia de San Agustín de Teopisca peregrinó desde las afueras hacia el centro de la comunidad, exigiendo se respeten los derechos humanos de la población de Palestina. Con flores, banderas y vestidos de color blanco, levantaron pancartas donde se podía leer: “Alto a la violencia contra mujeres, niños y ancianos de Palestina”.
Desde la cabecera municipal de Palenque, también se exigió: “Paz para nuestros hermanos palestinos”. La peregrinación fue encabezada por la parroquia de Santo Domingo de Guzmán y sus comunidades eclesiales de base. “No más genocidio, alto a las muertes de niños palestinos”, también exigieron desde Ángel Albino Corzo.
Desde la parroquia de San Pedro Apóstol, en Chenaló, en la zona Altos, compartieron que su caminata era por la paz, que era un homenaje a la resistencia del pueblo palestino. “Los niños de Gaza, fueron criminalizados y asesinados como terroristas”, agregaron.
Desde Frontera Comalapa, el mensaje solidario con palestina fue: “Un alto al fuego y un sí a la paz y a la concordia”.
Por su parte, colectivos solidarios con Palestina indicaron desde San Cristóbal de Las Casas: “Saludamos y agradecemos la iniciativa de la Diócesis de San Cristóbal de Las Casas para organizar esta peregrinación tan necesaria, así como la invitación solidaria que nos han hecho para reflexionar juntos sobre Palestina. Durante estos dos años de incesante genocidio ha quedado claro que seremos los pueblos movilizados, y no los gobiernos al servicio del poder económico, los que pararán la barbarie colonial de la que somos hoy testigos a lo largo y ancho del planeta”.
En San Cristóbal se llevaron a cabo tres peregrinaciones: una hacia la iglesia de Guadalupe, otra hacia la iglesia de San Ramón y otra hacia la catedral, donde se leyó el siguiente comunicado:
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Es el día miércoles 2 de mayo del año 1973. Tres jóvenes negros viajan en un Pontiac blanco desde Nueva Jersey hacia el sur de los Estados Unidos. Son los tiempos duros de “la ley y el orden” de Richard Nixon, y los protocolos del programa de contrainteligencia del FBI exigen detener por faltas menores a los militantes o a los sospechosos de serlo. Negros, latinos, indígenas, pacifistas, socialistas, feministas. Da igual: todos son rotulados -y tratados- como criminales, terroristas y enemigos del Estado.
Las fuentes oficiales dicen que el automóvil tenía dañadas las luces traseras. Los oficiales Werner Foerster y James Harper deciden detenerlo, quizás informados ya de la presencia en el vehículo de tres militantes clandestinos del movimiento negro radical, o quizás sólo por que estos “conducían en estado de negritud”, según la ocurrente expresión de Mumia Abu-Jamal. En el vehículo viajan Zayd Malik Shakur, Sundiata Acoli y Assata Shakur, ex miembros del Partido Pantera Negra y por ese entonces integrantes del Ejército Negro de Liberación. Organizaciones sindicadas como “grupos de odio nacionalistas negros”, etiqueta que es aplicada de forma indiscriminada a agrupamientos de propósitos diversos como la Nación Musulmana, la República de la Nueva Afrika o el Comité Coordinador de Estudiantes No Violentos.
La escena, a partir de entonces, es rápida, confusa, trágica. La secuencia exacta de voces y movimientos es difícil de reconstruir, pero lo que sabemos es que ante los gritos de los policías Assata levanta instintivamente sus dos manos en el aire, cuando un disparo le destroza la clavícula. Sólo Zayd atina a defenderse y tomar una de las armas que están en el asiento trasero del Pontiac. Cae abatido y con él también uno de los oficiales de policía. Assata recuerda: “había luces y sirenas. Zayd estaba muerto. Mi mente sabía que él estaba muerto. El aire era como cristal frío. Se alzaban enormes burbujas y estallaban. Cada una parecía una explosión en mi pecho. Me sabía la boca a sangre y a tierra”.
Luego es sacada a rastras del vehículo. Parece no haber rastros de Sundiata. -Quizás haya logrado escapar- piensa, pero Sundiata será arrestado poco tiempo después. Mientras tanto más policías se aglomeran a su alrededor para darle una paliza. Uno de ellos le apoya el cañón de un arma reglamentaria en la sien. La acusan de haber disparado pero sus dedos, libres de pólvora según el test de activación de neutrones que le hacen en el acto, no dejan lugar a dudas. Su mano cuelga inerte, casi muerta. Assata no disparó. No pudo haber disparado con esa tira de carne flácida que le cuelga del cuerpo y supo ser su mano diestra. Ha recibido, en cambio, tres disparos: tiene un pulmón herido, una bala alojada en el pecho y un brazo completamente paralizado. Las ráfagas de dolor y una nueva tanda de golpes acaban por desvanecerla.
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