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Por Ixchel Aguirre. Fotos: Aide Nohemi

A veces parecemos incapaces de vivir intensamente cada momento, de detenernos sin tener miedo de estar. Estamos acostumbradas a los calendarios, las minutas, a saber qué, cuándo y dónde. Buscando la primera posición en la carrera y asegurándonos de no estar perdiendo el tiempo. Pero en tierras zapatistas la necesidad de correr todo el tiempo se desvanece, no existe, se aprende a estar.

“¿Es hoy la inauguración?”, “¿y los talleres?”, “porque no cuelgan una cartulina o algo con las actividades”, “ya debería empezar hoy”, “ya van a dar las 6 y aún no anuncian nada”. El sol desaparecía, las chicas continuaban llegando buscando un espacio para colocar su tienda y con suerte agarrar 3G. El primer día terminaba con una mezcla de reggaeton, canciones feministas y algunas cumbias; sin agenda ni mapeo de actividades que se iban a realizar durante el Segundo Encuentro Internacional de Mujeres que Luchan.

No había necesidad de poner alarmas, a las 6 de la mañana del 27 de diciembre de 2019, los rayos del sol entraron a cada tienda de campaña y anunciaron que la jornada comenzaba. Las mujeres zapatistas llevaban rato arriba, en los comedores, caminando de un extremo a otro, partiendo alimentos, humeando el fuego, sacando basura.

El sonido del zipper de las casas de campaña, las risas, la preocupación por saber si “ahora si nos dirán que vamos a hacer”. Se calzaban las botas, se amarraban pañuelos, “habrá comida apta para las veganas”. Unas chicas se abrazaban, mirabamos los puestos de copas, cuarzos y playeras con consignas feministas. “Compañeras y Hermanas, bienvenidas todas a estas Tierras Zapatistas”, algunas chicas pasaban corriendo. “Corre, corre, ya va a empezar la inauguración, agarra todo el equipo”.

Ya ves, compañera y hermana, que luego dicen que tal o cual profesión es la más peligrosa. Que sí es más peligroso ser periodista, o ser fuerza represiva, o ser juez, o ser malos gobiernos. Pero tú y nosotras sabemos que lo más peligroso ahora en el mundo es ser mujer.

Esas fueron las palabras con las que, a más de un año del Primer Encuentro de Mujeres que Luchan, la comandanta Amada recibía a las más de 3 mil 259 mujeres que se trasladaron al Caracol Morelia y acudieron al llamado de las hermanas zapatistas.

 

En aviones, camiones, camionetas colectivas e incluso algunas en autos, mujeres de distintas latitudes viajaron con rabias, pensamientos y luchas diversas a Altamirano, Chiapas para ser durante 3 días ciudadanas de la “utopía entre montañas”, como algunas le llamaban al caracol. Si bien existía una diversidad de rostros, sectores, lenguas y realidades, todas estábamos congregadas con un mismo objetivo: luchar por nuestros derechos y por la vida misma.

“Y aquí es donde estamos tristes y con pena” decía con su voz suave y melódica la Comandanta Amada, quien daba el discurso inaugural parada sobre una tarima a una audiencia de chicas que se movía, se acomodaba las blusas, se tapaba del sol, paradas, mejor sentadas […] “porque acuérdate que cuando fue nuestro primer encuentro nos comprometimos a que vamos a organizar en nuestro lugares, que ya basta”. En sintonía se asentía con la cabeza y un silencio se extendió en el campo de juego, tenemos preguntas pronunciaba Amada, “¿qué han hecho?, ¿cómo se están organizando?”. 

“Porque nos siguen asesinando” murmuró una chica a mi lado. “En todo el mundo se sigue asesinando, desapareciendo y violentando mujeres. Cada día las cifras aumentan y el sistema no hace nada y entonces parece que nuestras muertes violentas, nuestras desapariciones, nuestros dolores, son una ganancia para el sistema capitalista. Porque el sistema solo permite lo que le da beneficio, lo que le da ganancia”.

Al ritmo de “17 años”, la cumbia que muchas hemos bailado, de forma coordinada y firmes aún con pasamontañas bajo los rayos del sol, las milicianas (unas 500 jóvenes de entre 15 y 18 años) se movían al compás de la música. Debo admitir que mientras meneaba mi cabeza, pensé: ¿que no teníamos cancelada esa canción por hablar de un señor que se aprovecha de una chavita?

Este año, a diferencia del encuentro de marzo de 2018,  el evento fue organizado totalmente por las Zapatistas y consistiría en tres grandes ejes. El primer día un micrófono abierto y espacio de denuncia para permitir la expresión y la escucha, el segundo día sería tiempo de pensar, proponer y activar posibles soluciones ante la violencia y finalmente el tercero sería para soltar, celebrar y hacer deporte.

Resistir es afirmar y escuchar

Nos enseñaron a callar, a decir las palabras exactas, en lenguajes ensayados y supuestos. Instruidas en ser sonido estático para no incomodar ni destacar. En mi infancia y hasta mi adolescencia pensaba que sólo ser tranquila y suave me ayudaría a sobrevivir. Durante años me trague palabras y dolores. Sin embargo pasa que el silencio te ahoga.

Las zapatistas abrieron una mesa de denuncia, un espacio único para sacar el dolor y la rabia, pero también para escuchar y acompañar. Así la primera actividad del encuentro nos recordó la poderosa fuerza de nuestra voz. El micrófono abierto permitió que las historias guardadas salieran sin miedo a pronunciar palabras que fuera pondrían nuestras vidas en riesgo y por las que seríamos llamadas locas, histéricas o putas.

Y en esta catarsis, en la que algunas compañeras dijeron “falta contención”, el cariño y apapacho lo dábamos entre todas. Cuando alguien se quebraba allí estábamos para protegernos en abrazos colectivos, en “¿puedo hacer algo por ti?”, en aromaterapia y oídos testigos. Debo admitir que emocional y energéticamente fue cansado, las historias eran duras; realidades que a veces elegimos olvidar o simplemente no ver. Había una potencia en el estar presentes y acompañar con la escucha. Acá no había barreras, no había vendas en los ojos, no era posible elegir ignorar, no importaba que tan lejos caminaras, las historias llegaban y retumbaban en los tímpanos.

Nuestras voces son las armas con las que podemos luchar y derrotar a la opresión sistémica y cultural. Al ser abiertas, honestas, valientes y vulnerables, abrazar y acoger la intimidad de las compañeras y la propia estamos resistiendo.

Yo aprendí a gritar cuando conocí el dolor y mi voz se transformó en una pistola. La lucha feminista me ha enseñado eso, a forjar esta voz mía en una espada, volverla una bomba, ser un estallido y demostrar que mi paz ya no es quietud, es ruido. Usar la voz es afirmarme en el mundo con la confianza de enunciar que merezco estar aquí.

Aprender a desaprender

Reír, compartir, sanar, cuidar, acompañar, llorar, conectar sin jerarquía, en un espacio donde la voz de cada mujer es igual de importante. Para mí los espacios colectivos de mujeres son sitios sagrados en los que se potencia el valor, el poder, la energía y la solidaridad, nos permiten experimentar una realidad que a menudo nos falta en nuestra cotidianidad y multitud de roles y responsabilidades.

El segundo día fue para activar, pensar, proponer soluciones y dialogar desde nuestras realidades y territorios. Se abrieron espacios “mesas de propuestas”, las compañeras zapatistas dejaron claro que serían gestionados por las asistentes. En estos espacios se compartía, pero sí, también se competía entre voces.

Me habría gustado escuchar más la voz de la zapatistas. Gabriela, una zapatista que resguardaba la mesa de crítica, me contó: “el castellano no es nuestra lengua”, y puedo intentar entender que eso limitaba la participación, sobre todo cuando se usan conceptos y palabras que vienen de la academia. Gabriela respondía todas las preguntas que hacíamos, pero en momento se formó a su alrededor un círculo de aproximadamente 30 chicas, muchas de ellas comunicadoras, y los conocimientos que ella nos compartía se convirtieron en una especie de examen por parte de algunas asistentes, se buscaba demostrar quién sabía más del EZLN.

En nuestros espacios sigue una lucha de egos y ser la voz que se escucha más fuerte, quién hace qué y cuánto tiempo lleva haciéndolo. Me doy cuenta que aún nos falta aprender a desaprender. Tenemos estructuras bien enraizadas que a veces nublan nuestra visión y no nos permiten ver más allá de lo evidente. Recuerdo mucho una mujer que insistía en preguntar: ¿qué modelo económico mundial utilizan en tierras zapatistas? ¿comunismo? ¿socialismo? Gabriela dice sí socialismo, pero era claro que no hablaba del sistema que conocemos en nuestro imaginario occidental, dice socialismo por la palabra social y sociedad. La mujer satisfecha por escuchar un modelo conocido, lo escribió en su libreta y se marchó.

Para mí, este fue mi primer viaje a territorios zapatistas. Claro que estaba emocionada, desde mi vida citadina me acostumbré a romantizar los documentales que ponían mi familiares “rojillos”, como les dice mi abuela. Me di cuenta que pisar tierras zapatistas no te convierte automáticamente en revolucionaria. Pero aún con los choques de realidades y los baldes de agua fría en los que capte la otrificación que hacíamos, también vi mucha esperanza, conexiones y aprendizajes.

A las zapatistas tenemos que aprenderles mucho, y a nosotras nos hace falta ser más críticas desde nuestras concepciones, privilegios e incluso feminismos.

Todo lo hablado, el apoyo, la creatividad y el intercambio de ideas que se fomentaron pienso que tiene el poder de traducirse en algo mucho más grande y más palpable. Hay un efecto dominó que nos impacta positivamente. Pero si no vemos más allá de nuestras diferencias o conocimientos ya establecidos ¿realmente lograremos un cambio?

Sentir para volver al cuerpo

El último día, despertamos en un baile golpeando el piso con todo el cuerpo, gritando hasta agotar la voz, moviendo el alma para honrar a las mujeres asesinadas y desaparecidas. Para soltar, llorar y terminar ligeras.

A veces todo lo que podemos hacer es sentir. Y creo que cuando sentimos, creamos espacio para que nuestra sabiduría hable desde el núcleo y trascienda los pensamientos o palabras que nos han dejado vacías, tristes, con miedo y dolor. Sentir, conectar con lo que somos y respirar. Dejar que la emoción pase y que la voz interior te guíe de regreso al amor y a tu centro.

Por la mañana del 29 de diciembre, el encuentro terminaba, algunas chicas empacaban sus cosas, nos abrazamos e intercambiamos correos. Mientras el partido de fútbol iniciaba, se pintaba un mural y programaban las actividades que darían fin a 3 días de reflexión.

Mientras guardaba mis cosas, pensé que la verdadera conexión nunca es forzada. Vive en el espacio central entre las personas. Los encuentros entre mujeres me enseñan a liberar los miedos al rechazo y juicio, a dejar ir el control, ser más abierta. Me gusta sentirme acompañada porque sé que no tengo que cuidarme sola, somos manada. Si me permito ser apoyada, puedo vivir la vida con mucha más facilidad y dejar espacio para que ocurra la conexión.

Al salir de Altamirano, me quedé con la imagen del caracol, que enseña a crecer desde adentro y proyectarse al exterior, paso a paso dejando huellas positivas, haciendo más fácil la aventura de vivir. Y que, en esa misión, el alma es la gran maestra.

Ahora es 2020 y parece que tenemos las mismas condiciones que teníamos el año anterior. Pero compañeras no dejemos que esto sea así, tenemos que estar dispuestas a escuchar, oler, sentir y aprender. A sintetizar y sintonizar sensaciones, y concepciones. A pensar más allá de la teoría y lo conocido. Aceptar la diferencia y en esta guerra que nos quiere dividir, mejor unir. Se avecina un terreno delicado, para cada una desde su activismo, desde su realidad y posición geográfica. No nos olvidemos que la lucha se hace con la cabeza y el corazón.

Yo veo un presente vibrante abriendo camino a un futuro digno.