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Por Raúl Romero

La noche del 5 de diciembre de 2011, un grupo de 12 personas salimos de la Ciudad de México con rumbo a la comunidad nahua de Santa María Ostula, en Michoacán, México. El grupo estaba integrado por periodistas, activistas sociales y estudiantes. El viaje era parte de las muchas caravanas que por aquellas fechas organizó del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD).

Desde que salimos de la Ciudad de México fuimos escoltados, a solicitud nuestra, por una patrulla de la Policía Federal. Teníamos razones para demandarlo. En las semanas anteriores dos compañeros habían sido asesinados: Nepomuceno Moreno -un padre que buscaba a su hijo desaparecido- en Hermosillo, Sonora y Pedro Leyva Domínguez, perteneciente a la Comisión por la Defensa de los Bienes Comunales de Santa María Ostula y vocero de su comunidad ante el MPJD. Desde luego también nos sentíamos incómodos y temerosos: en nuestra experiencia eran las mismas fuerzas del Estado quienes antes nos habían reprimido y amenazado. Adoptábamos la medida supuestamente para “aumentar los costos políticos” en caso de que algo nos pasara.

El 6 de diciembre por la tarde, luego de haber viajado durante toda la noche y parte del día, paramos en Xayakalan, comunidad en resistencia contra el crimen organizado, las empresas extractivas y el Estado mexicano. Xayakalan se ubica a unos kilómetros de Ostula. Ahí convivimos con gente de la comunidad y Trinidad de la Cruz Crisóforo, Don Trino -uno de los principales líderes de la resistencia comunitaria-, nos explicó la importancia de la región para la economía nacional. Supimos así de lo estratégico que era tener el control del puerto Lázaro Cárdenas.

Luego de caminar a las orillas del mar y por los plantíos de jamaica, nos informaron que era momento de trasladarnos para Ostula, donde participaríamos como observadores de una asamblea comunitaria. No llegamos a nuestro destino final. La camioneta en la que viajábamos fue interceptada por 4 sicarios. Ellos, con el rostro cubierto y apuntando sus armas contra la camioneta, nos ordenaron detenernos y abrir las puertas. Yo estaba en el asiento de copiloto, así que me ordenaron descender. Estaba aterrado, no sabía cómo reaccionar; pero el disparo al aire de uno de ellos me hizo actuar automáticamente y obedecer.

Nuestros captores abordaron la camioneta e identificaron a Don Trino. Luego encañonaron al chofer y al resto nos amontonaron en la parte trasera. Ordenaron conducir por una ruta que al parecer ellos conocían bien. Empezaron las amenazas directas contra Don Trino, pero también la intimidación contra el resto del grupo. Cruzamos la carretera e ingresamos por una vereda que nos llevó a las orillas de un cerro. Para ese momento, la patrulla de la Policía Federal ya no estaba: nos había abandonado desde nuestra llegada a Xayakalan.

Al llegar a una zona donde la camioneta no podía avanzar más, nos ordenaron a todos y todas salir y tirarnos boca abajo. Nos quitaron los celulares y empezaron a interrogarnos. Algunos podíamos sentir los cañones fríos de sus armas sobre nuestras cabezas. La guerra, esa palabra compuesta de seis letras, cobró un sentido diferente aquel día. Y es que hablar de la guerra y vivir la guerra en el cuerpo, en carne propia, en el territorio, es completamente distinto.

Oímos como separaban a Don Trino del resto del grupo. Escuchamos como lo torturaban, los golpes, los lamentos. Entre los pocos enunciados que Don Trino podía articular a causa de la violencia, uno fue muy claro: “a ellos déjenlos ir, ya me tienen a mí”.

Minutos después, uno de nuestros captores se alejó para comunicarse por radio. A su regresó giró las instrucciones: nosotros debíamos abordar la camioneta en la que viajábamos, tomar la ruta que nos indicaron y no detenernos. Nos alertó de que seríamos vigilados por varias camionetas en nuestro trayecto: “Si se detienen, disparamos. Si avisan o hacen contacto con alguien, disparamos”. La amenaza también incluía un “hacerlos volar” en caso de no seguir las ordenes. Podíamos irnos, pero ellos se quedaban con Don Trino.

Al día siguiente, el 7 de diciembre, llegamos muy temprano a la Ciudad de México para enterarnos que habían encontrado sin vida y con huellas de tortura el cuerpo de Don Trino.

Don Trino no ha sido la única víctima de Santa María Ostula. En el Espejo 1 del Congreso Nacional Indígena (CNI) se cuenta como en toda la costa nahua de Michoacán, “la ambición sobre las riquezas naturales ha sido motivo desde el año de 2009 de 31 asesinatos y 5 desapariciones a manos de los Caballeros Templarios que dependen de la corrupción en las estructuras del mal gobierno, que han protegido el despojo de tierras comunales por supuestos pequeños propietarios que son a su vez cabezas del crimen organizado en la región, el saqueo ilegal de minerales y maderas preciosas para después ser exportadas por empresas trasnacionales chinas desde los puertos de Manzanillo y Lázaro Cárdenas que administra el mal gobierno”.

Ostula es prueba de ese triángulo devastador que forman el crimen organizado, las empresas extractivas y los gobiernos corrompidos; triangulo que hoy impera en casi todo el territorio nacional. Y digo “casi todo” porque es solamente ahí donde los pueblos y comunidades han decidido autogobernarse, hacerse cargo de su seguridad y justicia, y autoadministrar su territorio, donde ese triángulo no opera.

Por eso cuando el CNI llama “a los pueblos originarios y a la sociedad civil a organizarnos para detener esta destrucción, fortalecernos en nuestras resistencias y rebeldías, es decir en la defensa de la vida de cada persona, cada familia, colectivo, comunidad o barrio”, nos invita a construir algo mucho más profundo y radical que una candidatura.

En diferentes intervenciones, las y los compañeras del CNI han dicho que el objetivo de participar mediante una candidatura independiente en el proceso electoral de 2018, tiene el objetivo de visibilizar la guerra contra los pueblos y de dar cobertura frente a la intensificación de la represión por parte del Estado-Empresas extractivas-Crimen organizado. Igualmente, nos han señalado que el interés es articular, desde abajo y a la izquierda, una fuerza anticapitalista que se proponga, como objetivo a largo plazo, desmontar el capitalismo.

Al mismo tiempo, mediante la propuesta de un Concejo Indígena de Gobierno, el CNI nos invita imaginar y construir una forma nueva de gobierno para México, un gobierno colectivo en el que comunidades, municipios, estados y regiones se articulan y deciden, es decir, llevar a todo el territorio nacional la máxima de que el pueblo manda y el gobierno obedece.

Este 29 de junio se cumplen ochos años de la fundación de la encargatura Xayakalan. Ocho años de resistencia, de defender la vida frente a la muerte que el capitalismo impone. Xayakalan es ejemplo de dignidad rebelde, de esa que el Concejo Indígena de Gobierno (CIG) quiere sembrar y articular por todo el país.

Ahora es el tiempo de los pueblos, de los y las de abajo. Es el tiempo de la rebeldía, de la vida. Toca juntarnos y seguir construyendo a lado del CIG ese otro mundo posible. Es nuestro tiempo. Quizás no haya otro.