Sorry, this entry is only available in Español. For the sake of viewer convenience, the content is shown below in the alternative language. You may click the link to switch the active language.

  • El Brasil etnocida avanza en la Amazonia del Estado de Pará: primero Belo Monte, ahora Belo Sun

arawete
Un indígena Araweté en una reunión en el centro de convenciones de Altamira, en el Pará (Brasil). Lilo Clareto

Fuente: El País | Em português aqui.

Era un anciano. Su pueblo, los arawetés. Tenía el cuerpo rojo de urucú. El cabello en un corte redondeado. Y estaba sentado recto, con las manos abrazando el arco y las flechas delante de él. Se quedó así durante cerca de 12 horas. No comió. No se dobló. Yo lo miraba, pero él jamás estableció contacto visual conmigo. Frente a él, líderes indígenas de los varios pueblos afectados por Belo Monte se turnaban en el micrófono para exigir el cumplimiento de los acuerdos por parte de Norte Energia, la empresa concesionaria de la hidroeléctrica, y el fortalecimiento de la Fundación Nacional del Indígena (FUNAI). Él, como otros, no entendía el portugués. Estaba allí, sentado en una silla de plástico roja, en el centro de convenciones de Altamira, en Pará. ¿Qué veía? Hace 40 años, él y su pueblo ni siquiera sabían que existía algo llamado Brasil. Posiblemente eso siga no teniendo ningún sentido, pero ahora él estaba allí, bajo las lámparas, sentado en una silla de plástico rojo, esperando a que su destino sea decidido en portugués. ¿Qué veía?

No sé qué veía. Sé lo que veía yo. Y lo que vi me hizo alcanzar no una dimensión de él, sino de mí. O de nosotros, “los blancos”. Siempre que escribo sobre los meandros técnicos y jurídicos de Belo Monte, y ahora también de Belo Sun, sé que pierdo algunos cientos de lectores por frase, por más que simplifique lo que es complejo. Porque el lenguaje de la justicia, así como el de la burocracia, con todas sus siglas, está hecho para producir analfabetos incluso en quien tiene un doctorado en lengua y literatura. ¿Pero qué les queda a los indígenas que se esfuerzan por expresarse en la lengua de aquellos que los destruyen en el mismo momento en que la vida es destruida? ¿Qué le queda al viejo araweté sentado allí durante casi 12 horas? No tiene elección, ya que estas son las palabras con las que le aniquilan la existencia.

Los líderes de los varios pueblos indígenas afectados por Belo Monte, los que hablan portugués, denunciaban la imposibilidad de la vida después de que la hidroeléctrica se impusiese en el Xingú. Exigían que Norte Energia cumpliese con sus obligaciones legales para restablecer las actividades productivas en las aldeas y para que pudiesen superar la situación de inseguridad alimentaria. La reunión, el miércoles (26/1), era una respuesta a la protesta de los indígenas en el Ministerio Público Federal en Altamira, seguida de la ocupación de la oficina del Instituto Brasileño del Medio Ambiente y de los Recursos Naturales Renovables (IBAMA) en la ciudad. Antes podían exigir el cumplimiento de los acuerdos parando las obras de Belo Monte, pero ahora que la planta ya opera el poder de presión disminuye y lo que ya era grave se vuelve aún peor. En presencia del nuevo presidente de la FUNAI, Antônio Fernandes Toninho Costa, los indígenas exigían el fortalecimiento del órgano que debería protegerlos y que desde hace a ños viene sufriendo un desmantelamiento promovido por sectores y políticos vinculados a la agroindustria, de ojo en las ricas tierras indígenas, y hoy tan íntimamente entrelazados con el Gobierno Temer.


Thais Santi, procuradora de la República, entre Hugo Loss, jefe de la oficina del Ibama en Altamira, a la izquierda, y Antonio Costa, presidente de la Funai. Lilo Clareto

La reunión era crucial porque la situación es desesperante. Hay relatos de hambre y de aumento de las enfermedades en parte de las aldeas. Durante la construcción de la hidroeléctrica, el llamado Plan de Emergencia debería haber fortalecido a los indígenas ante la magnitud de lo que sucedería. En vez de ello, se convirtió en un mostrador donde se cambalacheó con la vida de los pueblos originarios. Durante cerca de dos años, Norte Energia les dio una especie de paga a los pueblos indígenas afectados, 30.000 reales (9.621 dólares) en mercancías para cada aldea al mes. Era un instrumento de cooptación y corrupción de los caciques para minar la resistencia a la construcción de Belo Monte.


Gilberto Veronese, superintendente de Asuntos Indígenas del Norte Energía S.A., empresa concesionaria de Bello Monte. Lilo Clareto

Aldeas se dividieron. Indígenas dejaron de cultivar los campos para comer productos industrializados. La desnutrición infantil se disparó, así como los casos de diarrea. Al mismo tiempo, la FUNAI, que debería protegerlos del monumental emprendimiento en el Xingú, río sagrado para los pueblos indígenas, dejó de tener jefes de puesto en las aldeas y fue convenientemente debilitada en la región. El plan de emergencia para contener el impacto representado por la construcción de la hidroeléctrica, al convertirse en un mostrador en el que incluso indígenas de reciente contacto negociaban directamente con la empresa, se convirtió en el mayor impacto. Tanto que la fiscal de la República en Altamira, Thais Santi, presentó una demanda contra el Estado y Norte Energia por etnocidio —exterminio cultural— de los pueblos indígenas.


Un indígena golpeado por Bello Monte durante una reunión en Altamira. Lilo Clareto

Hoy en día, la situación es considerada por los observadores aún más grave. El río ha sido alterado por la represa y la supervivencia de los indígenas está amenazada. Pero, en vez de responsabilizar al Estado, en todas sus instancias, el Gobierno de Pará concedió, el 2 de febrero, la licencia de instalación de otro gigantesco proyecto: el de extracción de oro por parte de la empresa canadiense Belo Sun en Volta Grande do Xingú, justo al lado de Belo Monte. La región, que ya ha sufrido un impacto extremo debido a la hidroeléctrica, ahora sufrirá un nuevo impacto, en una superposición cuyas consecuencias no han sido dimensionadas. La FUNAI reiteró que el estudio que trata del licenciamiento ambiental es “inapto a su presentación a las comunidades indígenas”, por no cumplir con criterios básicos, y que no hay ni siquiera “datos primarios” sobre las tierras indígenas más cercanas al lugar de explotación minera. Harían falta al menos seis años de seguimiento de Volta Grande tras Belo Monte para analizar la viabilidad o no de un nuevo emprendimiento en la región. Pero la FUNAI fue ignorada. Para los pueblos indígenas, es una especie de renovación del fin del mundo.

Hace una semana, los indígenas denunciaban el impacto de Belo Monte. Hoy se desesperan porque el impacto de Belo Sun va a superponerse al de Belo Monte en Volta Grande do Xingú. Lo peor se anuncia, y lo peor sucede. Ha sido así. Todos los mecanismos de protección de la selva amazónica y de los pueblos indígenas son ignorados —o distorsionados— y el poder judicial se ha mostrado connivente con la ruptura de la ley, como si esta fuese apenas un entramado flojo. ¿Cómo el viejo araweté puede entender eso, él que ni siquiera entiende una lengua en la que la palabra Belo (bello) puede nombrar algo que destruye y mata?

Pintado de urucú, agarrado al arco y a las flechas, sentado en una silla de plástico roja, sin entender la lengua en la que su destino es decidido y su hambre decretada, allí está el viejo araweté. ¿Cómo llegó al centro de convenciones? ¿Qué caminos lo llevaron hasta aquel momento, aquella silla, aquel escenario tan expuesto por las lámparas y, al mismo tiempo, tan encubiertos por negociaciones y subterfugios y borrados?

Los araweté saben de nosotros, los blancos, desde hace mucho tiempo. Como cuenta el antropólogo Eduardo Viveiros de Castro en Pueblos Indígenas en Brasil (PIB), una especie de enciclopedia viviente organizada por el Instituto Socioambiental sobre las más de 240 etnias que pueblan el territorio que llamamos Brasil, pero que ellos conocían por otros nombres desde hacía mucho más tiempo, los blancos están presentes en su mitología. Pero el contacto “oficial” tuvo lugar en la década de 1970, en el proceso de implantación de la Transamazônica, el primero de los grandes proyectos promovidos por el Estado y ejecutados por las grandes constructoras de la región. En aquel momento, la dictadura civil-militar inició un trabajo de “atracción y pacificación” de los pueblos indígenas. Según el entendimiento de los Araweté, es importante subrayarlo, lo que ocurrió fue lo contrario: fueron ellos los que amansaron a los blancos.

En 1976 la FUNAI encontró a los araweté precariamente acampados cerca de los campos de los agricultores. Estaban hambrientos y ya enfermos por el contacto con los blancos. En julio de aquel año, los exploradores decidieron iniciar con ellos una caminata de cerca de 100 kilómetros hasta un puesto de la FUNAI. En los 17 días que duró el trayecto, los adultos y los niños iban tropezando durante la marcha. Con los ojos cerrados por una conjuntivitis infecciosa, los araweté no veían ni siquiera el camino. Se perdían en el bosque y se morían de hambre. Niños pequeños, de repente huérfanos, eran sacrificados por adultos desesperados. Mucha gente, demasiado débil para seguir caminando, pedía que la dejasen morir en paz. Al final de la jornada, 73 personas ya no existían, víctimas del contacto y de la caminata. El primer censo realizado por la FUNAI registró 120 supervivientes. Eran, en aquel momento, todos los araweté del planeta.

El anciano sentado en la silla de plástico roja, agarrado a su arco y sus flechas, es uno de los supervivientes del contacto “oficial” con los blancos, 40 años atrás. Y allí está él. ¿Qué ve? ¿Qué son los blancos que negocian su vida en el escenario del centro de convenciones? ¿Qué somos nosotros?

Un salto. Ya no es la Transamazônica rasgada sobre la casa y la vida de los pueblos indígenas del Xingú. Es Belo Monte. En 2013 el antropólogo Guilherme Heurich, del Museo Nacional, presentó un texto mordaz en la sala sexta de la Fiscalía General de la República, en Brasilia: “Lo que Norte Energia hizo durante el Plan de Emergencia fue proporcionar un flujo constante de mercancías en dirección a las aldeas. Norte Energia asumió la postura de gran donante, universal e infinita, y tuvo como intermediarios entre ella y los indígenas tan solo las listas”.

Al principio, la FUNAI todavía vetaba pedidos como, por ejemplo, camas convencionales. Después, los caciques pasaron a negociar las listas directamente. Era un mostrador donde se reeditaba la clásica alegoría de 1500, cuando los europeos invasores cambiaron la vida de las poblaciones nativas por espejitos. Quinientos años más tarde, eran lanchas, combustible, televisores, galletas, cheetos, refrescos. Indígenas que no tomaban azúcar pasaron a consumirlo a diario. ¿Cómo eso podría proteger a los pueblos indígenas del impacto de Belo Monte? La violación es explícita. Pero, más de un año después, el Poder Judicial ni siquiera ha decidido si tiene la competencia para juzgar la acción de etnocidio. Para la Justicia brasileña, la muerte cultural de los pueblos indígenas no es un tema urgente.

En una conversación con un araweté, el antropólogo Guilherme Heurich descubrió cómo aquel pueblo entendía el flujo de mercancías hacia la aldea. Las mercancías eran el pepikã,la contrapartida de la futura muerte de todos. ¿Y qué van a matar?, preguntó él. “El agua”. ¿El agua? “Sí, el agua de la presa”. El análisis de los araweté acerca del porqué del flujo de mercancías hacia la aldea, según el antropólogo, no podría ser más claro y preciso: “Todo aquello que el plan de emergencia distribuyó es el pago anticipado de la muerte que se producirá cuando la aldea sea inundada por las aguas de Belo Monte”. Otro araweté propuso una salida para el día en que la presa acabase con la vida en el pueblo: “Vamos a construir una canoa muy grande…, para vivir todo el mundo en medio del río”.

Así, el viejo araweté que ahora está ahí, en el centro de convenciones de Altamira, agarrado a su arco y a sus flechas, vivió junto a todos la certeza de que el fin del mundo había llegado. ¿Cómo dimensionar y responder a un impacto de esa magnitud en la vida psíquica? Y ahora allá está él. Sentado en la silla de plástico roja. Inmóvil. Casi 12 horas sin comer, sin doblarse.

El río Xingú y sus afluentes ya no son los mismos. Su pueblo, a orillas del Ipixuna, siente eso día tras día. Otros pueblos, estos de Volta Grande do Xingú, toman el micrófono para contar que Belo Monte cambió radicalmente el río, amenazando su presente e impidiendo su futuro. Y avisan que, si se autoriza el proyecto de minería de Belo Sun, acabará con todo. Belo Sun está lejos de los araweté, pero está muy cerca de las aldeas de otros pueblos, como los juruna y los arara. Lejos y cerca son categorías relativas en un ambiente en que un acontecimiento desencadena numerosos otros en cadena. “Si le dan la licencia a Belo Sun, será el caos. Y quienes sufriremos somos nosotros”, dice el cacique Gilliard Juruna, de la aldea Muratu, que a finales del año pasado perdió a un hermano, ahogado en el río en el que había nacido, pero ya no se reconocía.


Lilo Clareto

El proyecto de la canadiense Belo Sun, llamado Volta Grande, en el municipio de Senador José Porfirio, fue autorizado pocos días después de la reunión en la que el presidente de la FUNAI reiteró: “La FUNAI ya se ha manifestado. Estamos en contra de Belo Sun”. La noticia llegó por primera vez en inglés. La reunión de la Secretaría de Estado de Medio Ambiente y Sostenibilidad de Pará (SEMAS), que formalizaría la licencia de instalación de Belo Sun, todavía no había terminado y oficialmente aún no se había concedido ese permiso, pero la empresa canadiense ya había lanzado un comunicado en inglés en el que anunciaba la autorización. En 12 años, la minera canadiense prevé la extracción de 600 toneladas de oro de la región de Volta Grande do Xingú. Serra Pelada, la mayor fiebre del oro vivida en el siglo XX en Brasil, arrancó oficialmente poco más de 40 toneladas de la selva amazónica.

Uno de los ingenieros que firma el informe encargado por Belo Sun, atestando que el proyecto es viable y seguro, es el mismo que firmó el laudo que garantizaba la estabilidad de la presa de Fundão, en Mariana. De acuerdo con un reportaje del Fantástico, programa de la TV Globo, fue acusado de homicidio después de la ruptura que causó uno de los mayores desastres ambientales de la historia de Brasil. Según el Instituto Socioambiental, el proyecto de Belo Sun prevé montañas de basura con aproximadamente el doble del volumen del Pan de Azúcar de Río de Janeiro y la construcción de un depósito de residuos tóxicos. Todo eso en una región que ya sufre un fuerte impacto de Belo Monte. en plena selva amazónica, en el momento en que la humanidad afronta el cambio climático.


Los guerreros indígenas fueron a la reunión con sus arcos y flechas. Lilo Clareto

La Defensoría de la Unión y la Defensoría Pública de Pará ya han presentado demandas contra la licencia a Belo Sun. El Ministerio Público Federal (MPF) ya ha interpuesto una demanda en la que afirma que el proceso de concesión de licencias debe ser realizado por el IBAMA —y no por el órgano del Estado de Pará—, ya que hay territorios indígenas en el área de impacto. Otra acción del MPF ya ha anulado en primera instancia la licencia previa del proyecto y hoy libra una batalla de recursos en los tribunales superiores. Pero, incluso con la licencia previa sub iudice, aun así se concedió la licencia posterior, la de instalación. Y ahora Belo Sun, que ya está en Volta Grande desde hace bastante tiempo, tiene permiso oficial para operar. Una vez más, los pueblos indígenas y las comunidades tradicionales no fueron escuchados, como deter mina la legislación. Pero la connivencia del Poder Judicial con los excesos y omisiones de los Gobiernos ha vuelto la ley menos real que las leyendas de la región del Xingú. Las violaciones son denunciadas y no pasa nada. La violencia es anunciada y no se impide. La ley, así como el río, está represada en el Xingú.

¿Cómo va a entender el viejo araweté ese mundo de los blancos que destruye su mundo y el mundo de los otros pueblos indígenas? ¿Cómo va a entender una ley que existe para no existir? Pero está allí, sentado recto, desde hace casi 12 horas, sin comer, sin doblarse. Sentado en la silla de plástico roja. La reunión, necesaria para que no sea aún peor, fundamental para que Norte Energia sea presionada a respetar los acuerdos que ya debería haber cumplido durante años y la FUNAI a proteger a los indígenas a quienes nunca debería haber desprotegido, es en sí misma una violencia. Es otra lengua, es otra organización social y política. El viejo araweté está allí, sentado entre representantes de otros pueblos indígenas que son sus enemigos históricos, oyendo palabras que no descifra. ¿Cómo es posible tanto imposible, esa realidad absurda?

Les llamamos araweté, pero incluso el nombre no tiene ningún sentido en su idioma, que proviene del tronco tupí-guaraní. Fue dado por un explorador de la FUNAI, pero no hay referencia en la lengua de los araweté, que no saben por qué se les llama araweté. Se autodenominan bïde, que significa “nosotros”, “los seres humanos”. Los blancos son kamarã. Y son awi,“enemigos”, “extranjeros”. Y allí está el viejo, sentado con su arco y con sus flechas, y ni el nombre por el cual su pueblo es llamado al micrófono tiene ningún sentido.

La tensión es permanente, y el tiempo parece un tejido siempre en la inminencia de ser desgarrado. Líderes de otros pueblos, que hablan bien el portugués, la dominan. Los indígenas sacuden arcos y flechas, las frases son rotundas porque la vida se va convirtiendo en muerte. “Lo que hacéis es crear conflicto, ponéis a naciones contra naciones a pelearse. Eso es un crimen”, dice un líder. “Si Norte Energia es Gobierno, si es dueña de todo, di pronto qué no va a hacer”, dice otro. “Para quienes no nos conocen somos muertos de hambre, ignorantes, corruptos, pero la demanda por etnocidio está allí, en la mesa del tribunal”, grita un cacique. “Hay mineros y madereros que saquean nuestras tierras y no hacéis nada”, sigue otro. “Tenéis que respetar a nosotros, respetar a nuestros mayores, respetar nuestro idioma. El río está seco, el río está sucio, nosotros estamos sufriendo. ¡Tenéis que escuchar! ”


Además de los arcos y flechas, los guerreros indígenas llevaron una nueva arma, el celular, que les permite capturar el sonido y las imágenes de acuerdos y promesas. Lilo Clareto

El presidente de la FUNAI pide un “voto de confianza”, recuerda que acaba de asumir el cargo, promete que todo será diferente. Cuando un indígena interrumpe su intervención, dice: “Os he escuchado, ahora pido que, por favor, me dejéis hablar. Esta es la democracia”. Si el viejo araweté pudiese entender el portugués, ¿qué pensaría sobre la “democracia”? Expresiones tales como “generación de ingresos”, “actividades productivas”, “logística de movilización” son frecuentes a lo largo de la reunión. ¿Cómo entender esa violación a los oídos? Sentado allí, ¿qué ve?

La lengua desencarnada es mucho peor que un fantasma porque ni siquiera asusta. Es lo que siento cuando repito la palabra “etnocidio”. Cómo explicar que la muerte cultural es la muerte de lo que un pueblo es, la muerte de un ser y de un estar en el mundo totalmente singular, es la muerte que precede a la extinción física, porque la cultura es lo que les da sentido a los latidos de un corazón humano. Y yo y tantos repetimos esa palabra para contar lo que sucede con los pueblos indígenas desde que Belo Monte se materializó en el Xingú, pero ese contar nada mueve. Ni siquiera una acción de la Fiscalía Federal que demandaba al Estado y a Norte Energia por etnocidio hizo que el Poder Judicial considerase el proceso de muerte cultural de los indígenas como algo a ser interrumpido con urgencia.

Incluso para quienes entienden el portugués, si la palabra se desencarna, si el lector no consigue ver allí la sangre y el alma del que allí muere, la letra es una carta que no llega a su destinatario. ¿Y para el araweté, este que se muere lentamente aquí mismo, en esta reunión, víctima de un etnocidio, sin conocer ni siquiera la palabra que nombra su extinción?


El presidente de la Funai, Antônio Costa, firmó un acuerdo en el que se comprometía a fortalecer la oficina del órgano en Altamira. Lilo Clareto

Ya es de madrugada cuando termina la reunión, y los líderes se aglomeran para firmar otro documento más en el que Norte Energia y la FUNAI se comprometen a cumplir con lo que ya han incumplido tantas veces. El viejo araweté finalmente se mueve. Tiene movimientos de felino y evoluciona por el salón como si estuviese en un país extranjero, que es donde de hecho está. Muy lentamente, se acerca a un teclado de ordenador y, cauteloso, extiende un dedo cubierto de urucú. Toca muy rápidamente la tecla y ya quita el dedo. Nada sucede. Le dice algunas palabras en su lengua a nadie. Pega el cuerpo a la pared blanca, protegiendo la espalda en un ambiente hostil, y se queda curioseando la escena. Después, vuelve a dar sus pasos de felino. Va hasta la mesa de las autoridades, ahora vacía. Coge el micrófono y le da algunos golpes, con cuidado. Nada. Ya está apagado. Ninguna palabra sale de allí. El presidente de la FUNAI se despide con un adiós general: “Quedaos con Dios”.

¿Qué ve el viejo araweté? Me gustaría saberlo. Pero no lo sé. Ignorante, sé tan solo lo que veo yo.

Quería que nunca lo hubiésemos tocado. Quería que ningún pueblo indígena hubiese sabido de nosotros. Como dijo Cláudio Villas Bôas, hace muchas décadas, al intentar “salvar” a los indígenas: “Hay una cosa suya que muere para siempre tan pronto como los rozamos”. Me acuerdo también de otra frase, esta título de un libro precioso del antropólogo Jorge Pozzobon: “Vosotros, blancos, no tenéis alma”.

Pero los tocamos. Y siempre que los tocamos provocamos exterminio. Como los peores alienígenas, aterrizamos y los matamos de tantas formas. Y aprendemos nada porque seguimos exterminándolos. Y ayer les echamos Belo Monte. Y hoy Belo Sun.

Somos todavía, en gran medida, los mismos que provocamos el genocidio en 1500. Y hoy la Constitución del 88, que aseguró la protección de los pueblos indígenas, es atacada por todos sus lados. Y sufre cotidianamente el peor de los ataques, que es el de no ser cumplida. Los blancos no tienen palabra. Escriben la ley en la letra e, incluso así, no tienen palabra.

No sé lo que ve el viejo araweté. Sé lo que veo. Delante de mí está alguien que es él mismo un mundo. Alguien que no debería necesitar estar allí. Y todo lo que tenemos para ofrecerle son sillas de plástico rojas y palabras desencarnadas.

Él agarra un cigarro. Lo enciende. Baja con dificultad la escalera del centro de convenciones y desaparece en la ciudad con olor a cloaca. Yo salgo de allí como un monstruo.


Eliane Brum es escritora, periodista y documentalista. Autora de los libros de no ficción Coluna Prestes – o avesso da lenda, A vida que ninguém vê, O olho da rua, A menina quebrada, Meus desacontecimentos y de la novela Uma duas. Sitio web: desacontecimentos.com Email: elianebrum.coluna@gmail.com Twitter: brumelianebrum

Traducción de Óscar Curros