Nació en el Hospital Harlem, Nueva York, el 2 de agosto, 1924, por extraño que parezca, el mismo año en el que mi madre nació en el Sur de Estados Unidos.
Su nombre era James Arthur Jones al nacer de una madre bendecida con el regalo de la fertilidad, y de un padre que él nunca conoció.
A la tierna edad de tres años, su nombre fue cambiado por su padrastro, quien le regaló el apellido «Baldwin», un nombre que ha resonado en el mundo literario y el mundo de los negros, y que vivirá mucho tiempo después de que él vivió su vida.
Su padrastro luchó para enseñarle la Biblia, y durante tres años difíciles, James asintió y se volvió un joven predicador que ganaba almas en Harlem, hasta que ya no pudo aguantar más.
Eso fue porque él sabía, a la tierna edad de doce años, que sería escritor. Ganaba premios en la escuela por su arte de la palabra. Leía (y releía) novelas como Uncle Tom’s Cabin (La cabaña del Tío Tom) y A Tale of Two Cities (Historia de dos ciudades), mientras mecía a un bebé con una mano y acunaba un libro con la otra, según lo que él escribió después.
Sus primeras maestras reconocieron su facilidad de palabra a una temprana edad y lo animaron a escribir.
Años después, él escribía con aguda percepción y un ingenio mordaz sobre todo a su alrededor. Sus colegas escritores, otros libros, películas y obras de teatro se convirtieron en grano para su molino que no dejaba de trabajar.
Más adelante, él diseccionó La Cabaña del Tío Tom, tanto por estar mal escrito, como por su insípida narración sin derramamiento de sangre de una historia que requería de valor y vitalidad para reflejar los profundos y eternos horrores del sistema estadounidense de la esclavitud —y sus repercusiones tortuosas.
En uno de sus primeras obras críticas (La novela de protesta de todos) reproducida en Notes of a Native Son, (Notas de un hijo nativo), Baldwin hace pedazos La cabaña del Tío Tom, y también del éxito innovador de Richard Wright, Hijo nativo (Native Son).
Al condenar estas obras por no estar a la altura del desafío, Baldwin escribe:
Salen como lo que son; un espejo de nuestra confusión, deshonestidad y pánico, atrapadas e inmovilizadas en la soleada prisión del sueño americano… En fin, el objetivo de la novela de protesta es muy similar al celo de aquellos misionarios de alabastro enviados a África para cubrir la desnudez de los nativos, apresurarlos a llegar a los brazos pálidos de Jesús, y por lo tanto, a la esclavitud.
Esto sí, es el buen escribir.
Baldwin publicó esta reseña de libros en la primavera de 1949, en la revista Zero, y su estilo ardiente le ganó trabajo en The Nation, Commentary, The New York Times Book Review, y Harper’s. Muchas de las revistas en las que él escribió ya no existen.
Pero ese ardor, ese chisporroteo, esa despreocupación, marcó sus escritos, y especialmente sus novelas —sobre todo cuando abordó el río de raza.
Hombre de sus tiempos, Baldwin viajó extensamente, y vivió para ver cómo se vivía la vida en diferentes lugares, bajo distintos soles, por decirlo así. Conoció a algunos africanos en el extranjero (probablemente en Francia), e intentó aprender de ellos muchas cosas que no eran de fácil acceso para los negros en Estados Unidos. Tal vez se ven iguales, o notablemente similares, pero su manera de ver y percibir el mundo es muy distinto. Uno busca ingresar al Estado Blanco, mientras el otro busca liberarse del Invasor Blanco.
En su ensayo Encuentro en el Seine, Baldwin toma nota de la manera en que los africanos francófonos ven a los franceses:
El africano francés viene de una región y manera de vivir —por lo menos desde el punto de vista estadounidense— sumamente primitiva, donde la explotación asume una forma más desnuda. En París, el estatus del negro africano, conspicuo y sutilmente inconveniente, es el de un ser colonial; aquí vive la vida intangiblemente precaria de alguien que ha sido abruptamente y recientemente desarraigado. Su amargura es diferente de la de su pariente estadounidense en el sentido de que no es tan deslealmente probable que se vuelva en contra de sí. Tiene a unos pocos kilómetros de distancia una patria con la que su relación, como su responsabilidad, está totalmente clara. Su país tiene que recibir —o tomar— su libertad. Esta amarga ambición es compartida con otros seres coloniales, con los cuales él tiene un idioma en común y a quienes él no tiene el más mínimo deseo de evitar. De hecho, sin su sustento, él estaría casi totalmente perdido en París.
Por contraste, razona Baldwin, los negros en Estados Unidos se apuran a desafiliarse de otros negros, volviéndose solitarios, aislados y bien perdidos en lugares como París. El negro estadounidense (llamado «nigrou» durante la juventud de Baldwin), está tan profundamente alienado de las tierras, lenguajes y creencias de sus antepasados, por no mencionar la aguda alienación de las fuerzas en el poder en la tierra de su nacimiento, que es, para usar la frase profética (anotada varios años antes de ser el título de la obra clásica de Ralph W. Ellison) un «hombre invisible», tanto en París como en Harlem.
Las brillantes observaciones y análisis de Baldwin revelan un alma totalmente alienada, que, a decir verdad, no se siente en casa en ningún lugar; puede vivir en cualquier lugar, pero nunca encuentra seguridad, solacio o un verdadero sentido de comunidad. Pero Baldwin, siempre esforzándose a ser la excepción, y no la regla, regresó continuamente a París, donde podía vivir, trabajar y jugar de una manera que no era posible en Estados Unidos.
El regalo de Baldwin es su implacable afán de decir la verdad sobre los norteamericanos, tanto los negros como los blancos, que han estado encerrados durante siglos en un abrazo fatal, repelente, sin amor, y a veces amoroso. Cada quien es un desconocido para el otro, cada quien sabe lo que no se dice pero que se piensa en lo profundo, del otro.
Desde sus primeros días como crítico hasta su vida como novelista exitoso, Baldwin dice las verdades incómodas sobre lo que significa «América» y lo que no significa.
Su ojo es infalible, porque cita con verdad. Su lengua reprende la nación donde nació, la cual, en su práctica durante largos siglos, odia y teme a él y los suyos, acostumbrándose a los duraderos odios estadounidenses.
Ahora, a esta hora, en este día de conflicto, hace falta repetir sus percepciones, porque aun cuando algunas cosas han cambiado, hay que gritar la pura verdad: algunas cosas siguen igual.
El tiempo, al parecer, es un espejismo, el cual pasa, sin lugar a duda, pero se repite, como una banda de Mobius temporal, repitiendo horrores que se suponían eran del pasado, con nuevas formas insidiosas.
En su ensayo, Extranjero en la aldea, Baldwin prevé el ahora que estamos por heredar, al observar, «El mundo ya no es blanco, y jamás será blanco de nuevo».
¿Él pudo prever el ascenso de una figura como Trump, que busca a más no poder «hacer América grandiosa otra vez» en una carrera loca hacia la década de 1950? Tal vez sí, tal vez no. Tal vez esta visión superó sus agudas percepciones.
Pero no apostaría por ello. Baldwin era un hombre que conocía y admiraba a Martin Luther King y Malcolm X. Le dolió el rechazo del Ministro de Información del Partido Panteras Negras, Eldridge Cleaver, debido a su preferencia sexual. Pero Baldwin, siendo Baldwin, también ha de haber reflexionado sobre el dolor que sus propias reseñas ocasionaron a Richard Wright, un amigo mayor y mentor suyo.
En sus últimos años, la hepatitis casi acabó con él, pero sería el cáncer de esófago que lo devolvió a sus antepasados.
Sus palabras, su brillantez, su valor quedan, para nutrir vidas nuevas de gente más joven, animada tanto por su grandeza como por su vida gay.
James Arthur Baldwin se ha vuelto un antepasado; se ha hecho inmortal.
OBRA CITADA. Baldwin, J (1998). Collected Essays: Notes of a Native Son, Nobody Knows My Name, The Fire Next Time, No Name in the Street, The Devil Finds Work (Other Essays). New York: The Library of America.
–© ‘17maj
Discurso escrito 5 de julio de 2017.
Audio grabado por Noelle Hanrahan: www.prisonradio.org
Texto circulado por Fatirah Litestar01@aol.com
Traducción Amig@s de Mumia, México