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Sandra Suaste & Luis Suaste

Las sillas lucieron vacías hasta las 10:21 de la mañana. La Comunidad Indígena Otomí, que una semana antes, emplazó a varios funcionarios para entablar un diálogo a las afueras del edificio tomado del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI), instaló una mesa desde donde demandaron todas aquellas garantías que se les negaron durante décadas: respeto, vivienda, salud, educación, empleo; una vida digna.
A la reunión acudieron Alfonso José Suárez, secretario de gobierno de la Ciudad de México; Adelfo Regino, titular del INPI; Juan Gutiérrez Márquez, director general de Concertación Política, Prevención, Atención Social y Gestión Ciudadana; Josefina Bravo Rangel, de la Comisión para el Diálogo con los Pueblos Indígenas de México y Rodrigo Chávez Contreras, director ejecutivo de Operación del Instituto de Vivienda.
Ella es la primera en tomar la palabra, les reclama a las autoridades: «han sido ciegas, no nos han escuchado, no nos han mirado». Es Isabel Valencia, mujer residente en un predio de la colonia Roma, Zacatecas 74. «Hoy estamos aquí para decirles que no venimos a pedirles. Para exigirles que nos escuchen, que cumplan con sus trabajos, es lo que les corresponde».
Exigimos «esa vivienda digna, según las constituciones, según las leyes que ustedes a diario manejan», dice Valencia desde su mesa. Alrededor de ella hay mujeres con sus hijos en rebozos, niños, niñas, jóvenes y abuelas que escuchan con atención, en momentos asienten. Algunos bebés lloran.
Un llamativo tapete decorativo que estaba en la sala de juntas personal de Adelfo Regino-ahora afuera del INPI- fue colocado para la reunión. Sobre el tejido descansa una leyenda «La Comunidad Otomí no somos pieza decorativa». Las miradas irradian indignación. Siguen los reclamos: «mandaron a la muñeca Lele a recorrer el mundo y a nosotros nos han ignorado, a nosotros no nos ven, pero si presumen nuestras artesanías».
Los funcionarios escuchan, toman nota. Adelfo Regino baja la mirada. Josefina Bravo y Juan Gutiérrez Márquez revisan su dispositivo móvil de vez en cuando. Pero las mujeres otomíes con frecuencia les insisten en que las miren.
Maricela Mejía es concejala de el Concejo Indígena de Gobierno, (CNI-EZLN). Dirige sus palabras: «usted, Adelfo Regino, viene de un pueblo ¿No conoce qué quiere la madre tierra? ¡Paz!» La voz de Maricela no cesa, las pausas son pocas. Hay enojo. Los reclamos históricos se acumularon. Pero muchos son para esta administración:
«Ya basta, porque estamos hartos de engaño, de que usted venga y se presente y diga “hermano”, ¿hermano? ¡Por favor!», dice Mejía con enojo y tono de ironía. Continúa: «No se le roba al hermano. No se le despoja al hermano. No se le saquea. Se le olvidó de dónde vino, se le olvidaron los acuerdos que tenía con los hermanos zapatistas. No queremos ese tipo de hermanos».

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Filiberto Margarito, concejal del CIG, cuenta una historia, aunque los gobiernos «perfectamente la conocen». Es un relato de los otomíes en la Ciudad de México, desde que tuvieron que partir de Santiago Mexquititlán, desde hace más de 25 años, con la esperanza de que sus hijos tuvieran una buena educación, en busca de un sustento para las familias.
Pero la metrópoli fue cruel: «llegamos a la ciudad, nos ven con otra cara, no como comunidades indígenas, nos ven [como] personas raras o delincuentes». En 1997 se organizaron y tomaron Zacatecas 74, un sitio abandonado después del sismo que sacudió al Distrito Federal de 1985.
«Nosotros dormíamos en las centrales, nos dormíamos en las calles y en los hospitales donde teníamos que resguardarnos en la noche y en el día salir a trabajar». Filiberto hace referencia a su experiencia personal, pero también recuerda que hay algunos de sus compañeros que llegaron hace más de 50 años a la capital.
Margarita Margarito vive en un campamento afuera del edificio ubicado en Roma 18, colonia Juárez. En contra esquina está el museo de Chocolate y a unos cuantos metros más, se ubica el Museo de Cera. Ella denuncia la discriminación que vive en esta zona de la ciudad. La policía no la deja vender. En 2018 el “extinto cuerpo de granaderos” los desalojó y golpeó, pues el inmueble le interesa a una empresa inmobiliaria denominada Eduardo S.A. de C.V. Señala que están coludidos con el gobierno de la Ciudad de México.
Margarita empuña su mano cuando habla, para remarcar cada palabra, «trabajen con su sudor, no del sudor de los compañeros y compañeras que venimos aquí», dice mientras se toca la frente.
Siguen los reclamos. Los funcionarios continúan escuchando, no por buena voluntad, sino por el edificio tomado, por el que han mostrado preocupaciones materiales. Pero la comunidad ha vivido despojo, discriminación, abuso policial y no dejan la oportunidad de recordarlo. Es la primera vez que los escuchan y toman nota.
Es el turno de hablar de los funcionarios, comienza Adelfo Regino, habla en ayuuk. Menciona que hay disposición para atenderlos y acceden a reunirse en una semana.
Las exigencias son varias y deberán trabajarse en las mesas siguientes. En una semana se volverán a sentar para encausarlas: Una plaza de trabajo para vender artesanías, el decreto de expropiación de los predios de vivienda, la cancelación de los megaproyectos en Santiago Mexquititlán. Incorporación de Claudia Sheinbaum, jefa de gobierno de la CDMX, a las mesas de trabajo, cuando su estado de salud lo permita.
Los otomíes afirman que pueden esperar, porque los pueblos indígenas llevan 528 años resistiendo en el olvido y décadas sin una vivienda, ni salud, ni trabajo. Termina la mesa, el espacio queda semivacío y algunas se abrazan, con sus compañeras, amigas y familiares. Esperarán. Mientras recuerdan a los capitalinos: “Nunca más una ciudad sin nosotras, ni nosotros”.