Nastia acariciada
Eugenia Gutiérrez, Colectivo Radio Zapatista.
México, 15 de marzo de 2016.
Había una vez un planeta de libertades cuyos habitantes lograban respetarse. No lo controlaba el odio. No lo dominaba el miedo. Era un planeta soberano que determinaba, por sí mismo, el papel que quería desempeñar en la trama inevitable de su lugar en el cosmos. Ningún dios furibundo lo atemorizaba. Ninguna criatura despreciaba la dicha de estar viva aquí y ahora en espera de no estar, pero estar mejor, una vez muerta.
Su especie más inteligente, la del cerebro más desarrollado, ocupaba todas sus habilidades psicomotrices en la construcción de herramientas constructivas, de tecnología de punta para el disfrute colectivo y de notables instrumentos musicales. La multiplicidad de sus lenguas brillaba por la manera en que sus hablantes utilizaban las palabras para entenderse y comunicarse. Florecían las artes. El avance de las ciencias resolvía con sensatez tanto los problemas fisiológicos como las ya casi extintas afectaciones psicológicas, pues no tenía más límite que el de la búsqueda honorable de una convivencia armónica con su entorno. Sus habitantes habían aprendido a conocer el ritmo y la fuerza de los fenómenos naturales y nunca los desafiaban.
Era formidable vivir en ese planeta. No lo controlaba el odio. No lo dominaba el miedo. Sus habitantes morían cuando tenían que morir porque tenemos que irnos. No había más gritos que los de la literatura. La inteligencia magnífica de su especie más sobresaliente, la del corazón más sensible, había superado sus egos y sus vanidades tan superficiales. Gracias a su imaginación rampante, había encontrado formas elementales para relacionarse con plantas y animales a partir de sabidurías ancestrales.
Se escuchaban cantos frecuentes en ese planeta, donde abundaban los besos y las lágrimas, claro, porque abundaba el amor y eso duele. Pero nadie entendía la homofobia ni el terror al sexo. Sus habitantes vivían plenamente su infancia mientras eran infantes, nada más. Luego maduraban para hacerse responsables de sus actos y de sus decisiones. Ningún magnate racifascita misógino y homofóbico podía tener acceso a códigos de armas nucleares porque no había magnates, ni racistas, ni fascitas, ni misóginos, y porque nadie entendía la homofobia ni el terror al sexo desde que las sociedades humanas usaron su inteligencia y su sensibilidad para no necesitar gobernantes ahogados en dólares que diseñaban armas nucleares, para no necesitar quién manejara sus actos ni quién tomara sus decisiones.
Era emocionante habitar ese planeta, sobre todo a principios del año 2016, cuando sobresalían las carcajadas de un amplio grupo de mujeres orgullosas de serlo. La historia no registra todos sus nombres, pero se sabe de la forma en que la intensidad de sus vidas marcó a sus familiares y a la gente que tuvo la suerte de conocerlas.
En ese hipotético planeta tan distinto al nuestro, Marina y María José paseaban tranquilas por las fascinantes llanuras del Ecuador con sus mochilas al hombro. Jazmín celebraba el año nuevo en Guadalajara con su esposo Alejandro. Quince millones de mujeres q’eqch’i lucían alegres sus mantas coloridas mientras no nos enseñaban cómo alcanzar la justicia sino cómo celebrarla. En la profundidad hondureña, Bertha se empapaba en cascadas abundantes acompañada de sus hijas y su hijo, cascadas que no necesitaban protección.
Había una vez un planeta donde Ekaterina jamás veía su maternidad salvajemente interrumpida, donde la pequeña Nastia sonreía, coqueta y fuerte, al ser acariciada. En las calles de Moscú, Gyulchekhra no escuchaba las voces de un dios tan grande como el odio y el miedo que provoca. No en ese planeta de libertades cuyos habitantes lograban respetarse.