The massacre of Iguala and the Mexican Army
El coronel Juan Antonio Aranda Torres, comandante del 27 batallón de Iguala, es un militar formado en fuerzas especiales, inteligencia y contrainteligencia. Sin embargo, la noche del 26 de septiembre no tuvo noticias de que, a escasos metros de sus cuarteles, policías dispararon contra estudiantes normalistas. Tampoco tuvo conocimiento de que soldados bajo su mando amenazaron a los jóvenes. “Lo que pasa es que nosotros nos enteramos al último”, dijo.
Esa noche, el militar estuvo presente en el informe de labores y la fiesta de la directora del DIF municipal, María de los Ángeles Pineda Villa, esposa del alcalde José Luis Abarca. Y, según declaró el general Salvador Cienfuegos Zepeda a la comisión legislativa que investiga la desaparición de 43 alumnos de Ayotzinapa, “él no vio nada en el evento; incluso se fue a su cuartel al terminar el festejo y aseguró que no pasó nada”.
El coronel Aranda Torres asumió el mando del 27 batallón de infantería el 5 de octubre de 2011. Llegó allí después de servir en Nuevo Laredo, Tamaulipas, una zona en la que el narcotráfico campea, y de estar al frente del octavo batallón de fuerzas especiales en Guadalajara. En Iguala entabló una magnífica relación con José Luis Abarca. Aparecieron juntos encabezando diversos actos cívicos. Sin embargo, a pesar de su experiencia, el militar pareció no darse cuenta de la enorme cantidad de fosas clandestinas que se cavaron en su zona de influencia, ni del intenso trasiego de goma de opio que tiene en esa ciudad un punto central de distribución.
No es exageración. Gustavo Castillo publicó en este diario que “en Guerrero se produce más de 60 por ciento de la amapola y goma de opio de México. Estadísticas de la Organización de Naciones Unidas refieren que en el país, desde 2008, se duplicó el número de hectáreas de este cultivo ilícito, al pasar de 6 mil 900 hectáreas a 15 mil, y aumentar la producción de 150 toneladas a más de 325”. Iguala y Chilpancingo se han convertido en los principales centros de acopio de goma del narcótico.
Los vínculos estrechos de José Luis Abarca con el Ejército son anteriores al arribo del coronel José Antonio Aranda al frente del batallón. El 22 de enero de 2008, el entonces senador Lázaro Mazón colocó la primera piedra de Plaza Tamarindos, una ambiciosa inversión de 300 millones de pesos, propiedad de su amigo, el antiguo vendedor de sombreros y joyero José Luis Abarca.
La Plaza se ubica frente a las instalaciones del 27 batallón de infantería, en un terreno regalado por las fuerzas armadas. Según la crónica de la ceremonia de inicio de las obras del centro comercial, publicada en Diario 21: “En su participación, el senador Mazón Alonso agradeció al ex diputado Rubén Figueroa su intervención para poder entrevistarse con el entonces secretario de la Defensa Nacional, quien donó ese terreno”. La información nunca fue desmentida.
El diputado, ex senador suplente y empresario transportista Rubén Figueroa Smutny es hijo y nieto de ex gobernadores y caciques del estado. Su padre, Rubén Figueroa Alcocer, fue responsable de la matanza de Aguas Blancas en 1995, y controla la distribución de fertilizante en amplias regiones de Guerrero y Michoacán. Figueroa Smutny es también sobrino del cantante Joan Sebastian y de Federico Figueroa, señalado como uno de los altos mandos de Guerreros Unidos.
Especializado en tareas de contrainsurgencia y combate a las drogas, el 27 batallón de infantería tiene tras de sí un negro historial de violación de derechos humanos. Como documentó el blog especializado en cuestiones de defensa Estado Mayor, el batallón participó activamente en la guerra sucia de la década de los años 70 y comienzos de los 80 del siglo pasado, dejando a su paso un largo historial de atrocidades, incluidas centenares de desapariciones forzadas.
Las tropelías perpetradas por el batallón no cesaron con el paso de los años. Apenas en marzo de 2010, desapareció a seis jóvenes en Iguala. El caso fue documentado por Human Rights Watch. En su informe Ni seguridad, ni derechos, publicado en noviembre de 2011, el organismo advierte: “Existen pruebas contundentes que señalan la participación del Ejército en este delito”.
La noche del 26 de septiembre, el 27 batallón de infantería no hizo nada para evitar la matanza y desaparición de los estudiantes. No resguardó la zona. Dos horas después, del primer ataque, se produjo uno nuevo, sin que los militares hicieran nada para evitarlo. Fue hasta entonces que aparecieron militares, agrediendo a los estudiantes cuando intentaban escapar o pedir auxilio, dándoles culatazos, cortando cartucho y acusándolos de allanamiento de morada.
Los soldados –contó el normalista Omar García a TeleSur– “nos dijeron: ‘ustedes se lo buscaron. Ustedes querían ponerse con hombrecitos, amárrensen los pantalones. Eso les pasa por andar haciendo lo que hacen. Nombres. Y denos sus nombres reales. Sus nombres verdaderos, cabrones, porque, si dan un nombre falso, nunca los van a encontrar’”. Luego los fotografiaron.
La mañana del 31 de octubre una narcomanta apareció colgada en la reja de la entrada a una preparatoria de la Universidad Autónoma de Guerrero, cerca del cuartel de la 35 zona militar. Estaba dirigida al presidente Enrique Peña Nieto. La firmaba Gil, es decir el cabo Gil, señalado como uno de los operadores de la desaparición de los estudiantes y lugarteniente de Sidronio Casarrubias, uno de los líderes de Guerreros Unidos, hoy preso.
El mensaje señalaba que, entre los responsables de la desaparición de los 43 normalistas, había dos oficiales del 27 batallón de infantería: el teniente Barbosa y el capitán Crespo, involucrados con la organización.
A pesar de que las evidencias en su contra se van acumulando, hasta el momento las pesquisas oficiales han dejado de lado a las fuerzas armadas. Los normalistas que sobrevivieron al ataque tienen sus sospechas de que algo tienen que ver los militares en el asunto. “Acuérdense –dice Omar García– que en la guerra sucia, si alguien era experto en desaparecer personas, era precisamente el Ejército”.