Desde el siglo XVI los pueblos indios de América han sido, para criollos y mestizos lo otro, lo otro juzgado y manipulado para su explotación o, por lo contrario, para su redención. Somos nosotros, los no-indios, los que decidimos por ellos. Somos nosotros quienes los utilizamos, pero también quienes pretendemos salvarlos. La opresión de los pueblos indígenas es obra de los no-indios, pero también lo es el indigenismo, que pretende ayudar a su liberación. Mientras seamos nosotros quienes decidamos por ellos, seguirán siendo objeto de la historia que otros hacen. La verdadera liberación del indio es reconocerlo como sujeto, en cuyas manos está su propia suerte; sujeto capaz de juzgamos a nosotros según sus propios valores, como nosotros lo hemos juzgado siempre, sujeto capaz de ejercer su libertad sin restricciones, como nosotros exigimos ejercerla. Ser sujeto pleno es ser autónomo. El «problema» indígena sólo tiene una solución definitiva: el reconocimiento de la autonomía de los pueblos indios.
El convenio político
El Estado nacional es un producto del pensamiento moderno. Se funda en la idea de un poder soberano único sobre una sociedad supuestamente homogénea, que se compondría de individuos iguales en derechos, sometidos al mismo orden jurí’dico. Su ideal profesado es el de una asociación de ciudadanos que se ligan voluntariamente por un convenio político. El Estado-nación es visto como el resultado de la voluntad concertada de individuos autónomos. Supone, por lo tanto, la uniformización de una sociedad múltiple y heterogénea y la subordinación de las diversas comunidades, poseedoras antes de diferentes derechos, al mismo poder central y al mismo orden jurídico.
En América Latina, los Estados independientes siguieron la traza de las divisiones administrativas coloniales, sin atender a diferencias entre los pueblos aborígenes. Las distintas repúblicas se constituyeron por un grupo criollo y mestizo, que impuso su concepción del Estado moderno a las comunidades indígenas. En ese pacto constitutivo no entraron para nada los pueblos indios.
Nadie les consultó si querían formar parte del convenio. Sin embargo, acabaron aceptándolo. Unos de buena gana, otros con las armas en la mano. Quienes se rebelaron fueron vencidos, los demás acabaron percatándose de que les convenía más aceptar la nueva asociación política. Asúmanlo de buena o de mala gana, con mayores o menores reticencias, el convenio político no fue el resultado de una libre decisión de los pueblos indios.
Pero toda asociación política libremente consentida supone ciertos elementos de consenso entre las partes que se asocian. Se funda, por lo tanto, en la aceptación común de un núcleo de valores. Ese núcleo consensual constituiría lo que Ernesto Garzón Valdés ha llamado un «coto vedado».’
Fuera de él todo puede ponerse en cuestión, cualquier opción es objeto de negociación y de acuerdo eventual entre sujetos con intereses diferentes, pero ese núcleo está «vedado» a toda discusión que pudiera recusarlo, es inviolable. Es lo que presta unidad a la multiplicidad de sujetos que se asocian libremente. De no aceptarlo, la asociación se rompería.
¿Qué es lo que comprendería ese núcleo de consenso previo en toda asociación política? Yo diría que lo que no puede ser objeto de discusión en ninguna asociación libre son precisamente las condiciones que hacen posible cualquier convenio voluntario. Ninguna asociación voluntaria puede darse sin que todos admitan las condiciones mínimas para que se dé. No hacerlo sería una contradicción en la acción, lo que los filósofos llaman un «contradicción performativa». Cualquier sujeto que entre en asociación libre con otros sujetos está aceptando, por ese mismo hecho, ciertas condiciones. Ellas preceden a toda forma peculiar de asociación, no derivan del convenio al que eventualmente se llegue, porque cualquier convenio supone su admisión.
Cualquier forma de asociación, si es libremente consensuada, supone el reconocimiento de los otros como sujetos, lo cual incluye: 1) el respeto a la vida del otro; 2) la aceptación de su autonomía, en el doble sentido de capacidad de elección conforme a sus propios valores y facultad de ejercer esa elección; 3) la aceptación de una igualdad de condiciones en el diálogo que conduzca al convenio, lo cual incluye el reconocimiento por cada cual de que los demás puedan guiar sus decisiones por sus propios fines y valores y no por los impuestos por otros; 4) por último, para que se den esas condiciones, es necesaria la ausencia de toda coacción entre las partes.
El respeto a la vida, la autonomía, la igualdad de condiciones y la posibilidad de perseguir sin coacción los propios fines y valores no son resultado sino condición de todo convenio político voluntario. Corresponden a una situación ideal que nunca se da en pureza. Pero, en la medida en que no se cumplan esas condiciones, el resultado no será una asociación voluntaria sino una imposición, al menos parcial, de una de las partes sobre las otras. En el caso de que todos los sujetos de una asociación pertenezcan a una misma comunidad de cultura, el convenio se plantea entre individuos que comparten ciertas creencias básicas sobre fines y valores propios de esa cultura. En cambio, en situaciones en que los sujetos de la asociación política no pertenezcan a la misma comunidad cultural y, por lo tanto, no compartan las mismas creencias básicas sobre fines y valores, la igualdad de condiciones y la posibilidad de elección de cada sujeto implican el respeto a esa diversidad cultural, pues sólo en el contexto de una cultura puede ejercerse la facultad de elegir conforme a los propios fines y valores. Es el caso de los países indoamericanos. Si el convenio político que da origen a la nación ha de pasar de un convenio impuesto a uno decidido libremente por las partes, tendría que incluir, en el «coto vedado» a toda discusión, el reconocimiento de la autonomía de los sujetos del convenio.
El fundamento del derecho de los pueblos a su autodeterminación es, pues, anterior a la constitución del Estado-nación. El orden jurídico no puede fundarlo sino sólo reconocerlo. La diferencia entre derechos otorgados y derechos reconocidos en la constitución de un Estado es importante. Por desgracia, la mayoría de las reformas constitucionales de América Latina que han pretendido incorporar los derechos indígenas parten de un error de principio: la promulgación constitucional se interpreta como una fundación de derechos, cuando no puede ser más que el reconocimiento legal de la libertad de decisión de los pueblos indios, condición de toda promulgación de sus derechos. Sólo si se reconoce el derecho originario de un pueblo de asociarse con otros en un Estado multicultural, la asociación política estará fundada en libertad.
En el caso de la América india, no hay un solo pueblo indígena que ejerza su capacidad de autodeterminación en el sentido de separarse del Estado nacional. Pese a la opresión sufrida durante más de cinco siglos, el mestizaje y la integración en las instituciones de las nuevas naciones crearon una realidad social y cultural de la que la mayoría de los indígenas se sienten una parte. Tienen conciencia además de que tanto desde un punto de vista económico como político no podrían subsistir como entidades segregadas del Estado-nación. Lo que piensan y quieren es que su pertenencia no les sea impuesta, que sea su propia obra, de tal modo que no tengan que negar sus formas de vida colectiva para ser parte de una sociedad más amplia.
Autonomías
La libre determinación de un pueblo puede ejercerse de distintas maneras. Puede reservar para sí la decisión última sobre su destino, sin estar supeditado a leyes más altas que las que él mismo se otorgue. Entonces, el ejercicio de su libertad conduce a un estatuto de soberanía. Es el caso de todos los Estados nacionales y de algunas nacionalidades que aspiran a convertirse en Estados. Pero hay otra manera de ejercer la libre determinación: aceptar formar parte de un Estado soberano, determinando las competencias, facultades y ámbitos en que se ejercenan los derechos propios. Eso es autonomía.
«Autonomía» es un término que proviene de la teoría ética y se aplica al sujeto moral. Pero en el campo de las relaciones políticas, ha adquirido, de hecho, otro sentido. Se refiere a un grupo social o a una institución que tiene el derecho de dictar sus propias normas, en un ámbito limitado de competencia. Así se habla, por ejemplo, de una «universidad autónoma», de la «autonomía municipal» o de la «autonomía» de determinadas regiones dentro de un Estado.
Cuando los pueblos indios plantean su autonomía reivindican ese sentido del término; «autonomía» no es pues, para ellos, equivalente a «soberanía». Lo que demandan es su derecho a convenir con el Estado las condiciones que permitan su sobrevivencia y desarrollo como pueblos, dentro de un Estado multicultural.
La autonomía de un pueblo no puede plantearse de la misma manera cuando ocupa un territorio geográfico delimitado o cuando, por el contrario, se encuentra disperso en distintas regiones y sus miembros están mezclados con individuos de otros pueblos. Las dos situaciones se dan en el caso de los países indoamericanos. Por ello se comprende la existencia de dos corrientes que conciben la autonomía de distinta manera, aunque coincidan en puntos esenciales.
Una corriente considera aplicables las autonomías a ámbitos territoriales delimitados, marcados en la Constitución. Es la tesis que ha sostenido en México, con convincente rigor, Héctor Díaz Polanco y que han hecho suya algunas organizaciones indígenas congregadas en la Asociación Nacional Indígena para la Autonomía (ANIPA). Plantea el establecimiento de regiones semejantes, por ejemplo, a los territorios indígenas autónomos de la Costa Atlántica de Nicaragua o a la región de los inuit en Canadá. Según ese proyecto, en un Estado federal habna cuatro niveles de entidades de gobierno: el municipio, el estado, la región autónoma y la federación nacional. La región autónoma sería, en consecuencia, una entidad política distintiva, con un gobierno propio.
Opino que ese proyecto presenta tantas ventajas como inconvenientes. Sen’a aplicable a los pueblos indígenas que conservan una unidad cultural efectiva y están establecidos en una comarca geográfica delimitada, en la cual constituyen una mayon’a. No importa que estén, de hecho, conformados por varias etnias si tienen un origen histórico común y comparten muchos rasgos culturales. Por ejemplo, en la región maya, varias etnias distintas tienen un marco cultural común, descendiente de la antigua civilización maya. En los territorios en que cuentan con mayon’a, podnan formar una región pluriétnica autónoma. En México podrían señalarse otros casos, como el de los huicholes, que han conservado una rica cultura común aunque los municipios en que tienen mayoría formen parte de varios estados de la república; o el de los yaquis, que ya gozan de cierta autonomía en un territorio delimitado. En ésas y otras situaciones similares, cuando el habitat de un pueblo corresponde aproximadamente a un territorio geográfico sería, en principio, posible, establecer regiones autónomas. Tendrían entonces la ventaja de poder planear sus propias políticas de desarrollo para un ámbito amplio, sin la imposición de otros poderes. Al mantener la unidad en un territorio, tendrían una mayor defensa contra la disgregación de sus propios miembros y el vasallaje a que están sometidos por la cultura mestiza dominante.
Por desgracia, esos casos son reducidos. En la mayoría de los lugares, tanto en México como en otros países de la América india, las etnias indígenas están mezcladas entre sí y con los mestizos y criollos; o bien ocupan poblados aislados, sin una conexión sólida entre ellos. Establecer una región autónoma plantearía allí problemas muy difíciles. En primer lugar, la relación entre miembros de las distintas etnias, incluyendo los mestizos, que son también una etnia en algunos lugares mayoritaria. ¿Cómo formar una región pluriétnica con una población que pertenece a culturas diferentes? ¿Cómo determinar en ella las facultades de los miembros de las distintas etnias?
Por otra parte, la traducción legal de los derechos de regiones autónomas en poblaciones tan mezcladas sena muy difícil en la práctica. La dificultad es mayor en el caso de un Estado federal. Al problema de marcar sus límites territoriales dentro de un estado de la federación se añadiría el de lograr el acuerdo entre varios estados que comparten población de las mismas etnias. Pueden preverse las discordias políticas y conflictos de intereses que suscitaría un proyecto semejante. Por último, establecer un nivel suplementario de gobierno exige una reforma constitucional radical y modificaciones en las leyes fundamentales de los estados con población indígena. Para ello se requieren circunstancias políticas precisas que son difíciles de prever al menos a corto plazo. No digo que no pueda realizarse propuesta tan amplia, pero es razonable calcular que sólo habría que esperaría para largo plazo y, sobre todo, restringirla a ciertos pueblos del país cuyo territorio pueda delimitarse.
La verdad es que la situación de los pueblos indígenas es tan variada, presenta tantos casos diferentes que quizás la mejor solución a sus demandas sea proceder por etapas y de abajo hacia arriba. Por esta solución se inclina la segunda corriente de pensamiento. Es la que quedó parcialmente plasmada en los acuerdos de San Andrés Larráinzar firmados por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional de Chiapas y el gobierno federal, aunque éste no las ha cumplido aún. La misma propuesta obtuvo el apoyo del Congreso Nacional Indígena, asociación que reúne representantes legítimos de la mayoría de los pueblos indios de México. Esta corriente propone reconocer la autonomía indígena a partir de su organización política básica: la comunidad.
De hecho muchas comunidades de mayoría indígena ejercen ya cierta autonomía; obedecen a sus propias autoridades, elegidas por consenso, mantienen sus sistemas de cargos, se rigen por sus usos y costumbres y participan en una vida comunitaria diferente a la de los municipios y comunidades no-indígenas. Muchos indígenas me dicen a mí, que no soy indígena: «Ustedes nos hablan de nuestro derecho a la autonomía. Pero la autonomía la hemos tenido desde siempre. Nosotros nos regimos por nuestra cultura, por nuestras costumbres. Lo que queremos es que se reconozca en la ley lo que estamos haciendo». Así, la comunidad, unidad fundamental de todos los pueblos indígenas debería tener el rango de entidad jurídica.
Las comunidades podrían congregarse entre ellas, formando nuevos municipios de mayoría indígena, que podríamos llamar «municipios indios». Los municipios, a su vez, podrían coordinar sus acciones y proyectos, llegaríamos a la región autónoma, pero sería el resultado de las acciones concertadas y voluntaria de las propias comunidades que, desde abajo, se irían congregando en entidades cada vez más amplias, gozando de facultades de autogobierno. Habría así una vía para llegar a regiones autónomas sin necesidad de reformas legales radicales, planificadas desde arriba. Pero las leyes nacionales deben reconocer el derecho a seguirla; ése es todo el punto.
Esta segunda vía a la autonomía es flexible. Unos pueblos podrían seguirla, otros rechazaría. Se trata de que los pueblos tengan la posibilidad de decidir cómo quieren gobernarse. No se trata de que nosotros una vez más, como lo hemos hecho desde hace siglos, les impongamos nuestros esquemas. Creo que sería una manera de resolver el «problema» indígena, lenta pero segura. No se trata de una reforma repentina, diseñada en el papel, sino de un proceso paulatino, cuya progresión estaría marcada por las mismas comunidades indígenas .
Ciudadanía
El término «ciudadanía» está ligado a la concepción del Estado-nación moderno. «Ciudadano» es un individuo igual a otro en derechos y obligaciones frente al Estado. El uso de ese concepto tuvo una función: eliminar del orden político la legitimidad de todas las reivindicaciones de diferencias basadas en la sangre, el rango o la pertenencia a cuerpos o comunidades distintivas. En las revoluciones norteamericana y francesa se utilizó para suprimir las prerrogativas de la realeza, la aristocracia y el clero, en la América hispánica tuvo además otra consecuencia: la desaparición de las denominaciones de castas y de los derechos comunales de las distintas etnias. Desde la independencia, no puede hablarse ya de «indios» frente a «mestizos» o «criollos», todos son solamente «ciudadanos» iguales; la «cuestión indígena» ha desaparecido.
El ciudadano es creación del nuevo orden político, como lo es el Estadonación homogéneo. La definición de quién es ciudadano es producto de un acto voluntario; es la ley la que otorga derechos e impone obligaciones a los ciudadanos, a la par que constituye el Estado nacional. Los derechos del ciudadano son pues posteriores a la constitución de la asociación política y en ella fundan su legitimidad. Por ello la ley puede restringir, según las necesidades del Estado, la ciudadanía, puede incluso establecer jerarquías entre ciudadanos con derechos distintos, ciudadanos «activos» y «pasivos», por ejemplo, o llegar hasta negar muchos derechos de la ciudadanía a la mitad de los individuos de la sociedad, como sucedió durante muchos años respecto de las mujeres. A diferencia de la pertenencia a una nacionalidad o a una etnia, producto de la historia, sobre la ciudadanía decide el soberano. Ser ciudadano depende de la ley positiva, ser hombre o mujer, indio o español no es obra de ninguna decisión política.
Desde la Revolución francesa se planteó el problema de la relación entre dos géneros de derechos: los que eran previos a la constitución de la asociación política y los que eran su producto. La ley sólo podía reconocer los primeros, otorgaba, en cambio, los segundos. Esta diferencia dio lugar a la tensión permanente, en todos los textos de la época, entre «derechos del hombre» y «derechos del ciudadano», presente desde el título mismo de la Declaración de 1789. La relación entre ambos nunca fue claramente resuelta; en general, se siguió una vía fácil para intentar eliminar la tensión: los derechos del hombre se basaban en la «naturaleza», los del ciudadano, en el reconocimiento de aquellos derechos naturales por la sociedad política. Algunos legisladores precisaron mejor la diferencia entre ambos órdenes. Un ejemplo notable es la distinción entre derechos «absolutos» y derechos «condicionales», propuesta por el diputado Thoret. «Los derechos absolutos —declaraba ante la Asamblea— son aquellos de tal manera inherentes a la naturaleza del hombre que son inseparables de él y le siguen en todas las circunstancias y posiciones en que se encuentre. Los derechos condicionales son los que suponen cierto estado o cierta institución que depende o ha dependido de la voluntad. Tales son los que se originan en la propiedad o en las convenciones, o los que tienen por fundamento las constituciones o reglamentos de la asociación».
El fundamento de legitimidad de los derechos «absolutos» no es la voluntad soberana del Estado; que sea la «naturaleza» es una manera de indicar, con un concepto metafísico propio de la época, su anterioridad a la constitución del Estado. Sin retener aquel concepto, podemos aceptar derechos propios de todo agente libre, que condicionan la constitución del Estado, diferentes de los derechos civiles promulgados por éste. Los representantes de la República francesa partían de la idea de un Estado unitario homogéneo. Era claro, para ello, que los derechos civiles serían los mismos para todo ciudadano, puesto que no tomaban en cuenta su pertenencia previa a culturas y nacionalidades distintas. Pero ¿qué pasa si aceptamos un Estado multicultural, es decir, un marco político común para distintas nacionalidades o etnias? Los derechos de etnias y nacionalidades —hemos visto— son condiciones de la constitución de un Estado homogéneo; la ciudadanía, en cambio, es su resultado. Parecería pues, que habría una contradicción entre el concepto de «ciudadanía» y el de «autonomía» para un pueblo dentro de un Estado homogéneo. En efecto, el ciudadano es, por definición, sujeto de derechos iguales para todo individuo, cualesquiera sean sus diferencias culturales o sociales; la autonomía, por el contrario, establece sujetos que pertenecen a comunidades con derechos diferenciados. Se plantearía así un aparente dilema: mantener derechos autónomos distintos a costa de diferenciar el concepto de «ciudadanía» o bien conservar el concepto tradicional de «ciudadanía» a riesgo de socavar las pretensiones de autonomía de los pueblos. Las dos soluciones teóricas han sido, de hecho, defendidas.
La «ciudadanía diferenciada» es una propuesta de Will Kymlicka. Parte de la comprobación de la insuficiencia de los derechos individuales, comunes a todo ciudadano, para garantizar la libertad de elección de los miembros de comunidades culturales diferentes. Se requiere para ello de una diferenciación de derechos por grupos sociales. En una sociedad «poliétnica», los individuos pertenecientes a etnias distintas tendrán derechos diferenciales, que les permitirían dar satisfacción a ciertas demandas específicas, sin constituir por ello una asociación separada de la sociedad global. En ciertos Estados puede haber también lo que Kymlicka llama «culturas societales» (societal cultures), es decir, culturas «cuyas prácticas e instituciones cubren todo el rango de las actividades, abarcando tanto la vida pública como la privada»;^ corresponderían a los pueblos que comparten la adhesión al mismo Estado. Esas culturas tendrían derecho al «auto-gobierno»; debería concedérseles, concluye Kymlicka, una «ciudadanía diferenciada». En México, Guillermo de la Peña ha avanzado también la idea de una «ciudadanía étnica», que se otorgaría a los miembros de una etnia, además de la ciudadanía nacional. Ambos autores aceptan así la posibilidad de una doble ciudadanía: la común a todos los ciudadanos de un Estado y la propia de un grupo específico.
Esta propuesta intenta dar solución a las demandas legítimas de autonomía de los pueblos. Sin embargo, no deja de suscitar objeciones serias; las resumiré en los siguientes rubros:
1) La diferenciación de la ciudadanía por grupos de población podría verse como un regreso, bajo otra traza, a las distinciones políticas y sociales del Antiguo Régimen, que las revoluciones democráticas acertaron a desterrar. En nuestros días podría hermanarse a una concepción organicista y estamentaria del Estado. La ciudadanía igualitaria ha sido la única manera de abolir los privilegios de ciertas categorías sociales en detrimento de otras. La ciudadanía diferenciada podría dar lugar a nuevos privilegios y ventajas de ciertos grupos.
2) El concepto de ciudadanía, en el Estado moderno, tiene la función de garantizar la igualdad de trato de todo individuo por parte de la ley. Cualquier diferenciación de derechos conduciría a un trato inequitativo. Invitaría a la discriminación (aunque sea «positiva») de un grupo por otros.
3) Una división de ciudadanos por grupos favorece la disgregación del todo social. Una ciudadanía común está ligada a la unidad del Estado. Los individuos que la comparten pueden vincularse por un sentimiento compartido de identidad nacional. Una doble ciudadanía tendería a disolver o, al menos, a debilitar ese vínculo.
4) Las dificultades de consignar en la ley ciudadanías diferenciadas son considerables. ¿Mediante qué criterios se adscribiría un individuo a una variante ciudadana? ¿Sería una auto-adscripción? Entonces se prestaría a ser utilizada para intereses particulares. ¿En base a un criterio cultural, como la lengua o ciertas prácticas sociales? Pero en una sociedad donde las etnias se encuentran mezcladas, es casi imposible aplicar con precisión criterios semejantes.
Estas objeciones suelen dar pábulo a la posición contraria: para satisfacer las exigencias de autonomía cultural bastaría con realizar plenamente la igualdad de derechos proclamada por la noción de una ciudadanía común. La idea de ciudadanía iguala ante la ley a todos los miembros de un Estado, es opuesta, por principio, a la existencia de derechos diferenciados; sin embargo, puesto que a todos concede la misma libertad, tiene que respetar las diferencias que derivan de su ejercicio por cada cual. Así, nada se opone en el orden legal a que cualquiera mantenga y desarrolle su cultura y sus formas particulares de vida, por diferentes que fueren, con tal de no interferir en la libertad de los demás. El derecho a la igualdad implica también el derecho a la diferencia. En esta concepción las distintas formas de vida de culturas diferentes se asimilan, en realidad, a los derechos privados, como el de profesar una religión, sostener y expresar ciertas creencias o asociarse para fines legítimos. Esta sería la postura que se correspondería, en líneas generales, con un enfoque liberal tradicional coherente. Los derechos civiles comunes a una ciudadanía única bastarían, según ella, para satisfacer las demandas de autonomía.
Esta segunda posición teórica ofrece una garantía a la unidad del Estado; suministra además un marco global para mantener la equidad de trato entre sus miembros. Sin embargo, tampoco ella es del todo convincente. Sería válida sobre el supuesto de un Estado-nación homogéneo, donde todos los grupos que lo componen gozaran de las mismas oportunidades para ejercer sus derechos. Pero la realidad es otra. Los Estados nacionales fueron resultado de la imposición de un pueblo sobre otros y guardan aún ese sello. Piénsese en lo más obvio: la lengua oficial, las concepciones jurídicas, las instituciones nacionales, los procedimientos de elección y gobierno, la educación pública, los ritos y símbolos de convivencia son los de la nacionalidad dominante. Pero el ejercicio de la libertad de cada ciudadano tiene como condición la posibilidad de elegir en el abanico de posibilidades de la cultura a que pertenece la cual, en los países multiculturales, puede diferir de la hegemónica. Para garantizar ese derecho es menester, por lo tanto, además de la vigencia de los derechos comunes a todo hombre en sociedad, el reconocimiento, en pie de igualdad, de las culturas diferenciadas que permiten la realización de cada cual. Ese reconocimiento se basa en el derecho de los pueblos; no son otorgados por el Estado sino previos a su constitución y sólo pueden ser convalidados por él.
Los pueblos indígenas, en Indoamérica, plantean una doble exigencia: autonomía para decidir sus formas de vida y continuidad en la unidad del Estado. La solución deberá hacer justicia a ambas pretensiones. No consistirá, por lo tanto, en la diferenciación de la ciudadanía sino en la separación entre ciudadanía y nacionalidad dominante. Una ciudadanía común a todos los miembros de un Estado multicultural garantiza su unidad y no tiene por qué ser incompatible con el establecimiento de autonomía, con tal de no incluir en la ciudadanía ninguna característica inaceptable para cualquiera de los pueblos que deciden convivir en el mismo Estado.
Un Estado multicultural es el resultado de un convenio tácito entre pueblos distintos. Lo único entre ellos común con necesidad son las condiciones que hacen posible el convenio, es decir, ese «coto vedado» a toda discusión del que hablamos antes. Su reconocimiento permite contar, entre los derechos comunes a todo ciudadano, el derecho a la vida, a la seguridad, a la libertad y a la igualdad de trato. Pero libertad e igualdad incluyen el derecho a la pertenencia. Un agente moral no está libre para elegir su plan de vida sin las posibilidades de elección que le presenta la cultura a que pertenece. La igualdad, por su parte, no equivale a la identidad en la elección de fines y valores, sino a la atribución de las mismas oportunidades para elegir valores diferentes; implica, por lo tanto, el derecho a la diferencia. Si la autonomía de un pueblo se caracteriza por la libertad de sus miembros para elegir sus planes de vida y llevarlos a cabo, los derechos comunes de ciudadanía, promulgados por el Estado, deben incluir la autonomía de las culturas que lo componen.
La ciudadanía común, en un Estado multicultural, no puede incluir, en cambio, ningún derecho que pudiera no ser reconocido por alguna de sus culturas. Es el caso, por ejemplo, de los derechos de propiedad individual. Muchos indígenas consideran indispensable para el mantenimiento de la comunidad, la propiedad colectiva y el carácter inapropiable de la tierra. Otro ejemplo significativo: los procedimientos de elección y de gobierno. Muchas comunidades indias siguen el ideal de una democracia directa, moderada a la vez por un «consejo de ancianos». Su manera de designar funcionarios es distinta de la democracia partidista occidental, pero puede cumplir con el derecho común de todo ciudadano a elegir y ser elegido. Por último, es claro que ningún valor cultural específico, como los referentes a religión, lengua, educación o relaciones interpersonales, debena formar parte de los derechos de ciudadanía. No se requiere pues de la relativización del concepto de ciudadanía a grupos distintos, sino de su restricción a términos compatibles con todos los grupos.
Una ciudadanía restringida constituye un marco común para la unión de pueblos diferentes. La unión se lleva a cabo al nivel del Estado, no de la nación, que tiene su propia identidad histórica. Pero la común pertenencia a un Estado permite la trascendencia de las diferencias entre pueblos diversos en una realidad social y política más amplia, en donde se establece un espacio de comunicación entre ellos. De esa comunicación puede surgir un lazo común aún más fuerte.
La unidad tiene distinto fundamento en un Estado-nación homogéneo y en un Estado plural. En el primero, la solidaridad puede apelar a una ascendencia histórica común, en un Estado multicultural es el resultado de un acto voluntario. Puede dar lugar entonces a la idea de una nueva nación, de un nivel superior a las nacionalidades y etnias que la componen, basada en la solidaridad entre todas ellas. Pero la identidad de esa nación de segundo nivel no podra dimanar de la posesión de una misma tradición, ni de los mitos históricos de una nacionalidad dominante, sino de un proyecto libremente asumido por todos los pueblos que la componen. Sería un fin proyectado y no una herencia recibida lo que dara unidad a las distintas culturas.
Facultades de las autonomías
El fin de las autonomías es garantizar el mantenimiento de la identidad y el desarrollo de los pueblos en el marco del Estado plural. Las facultades autónomas serán, por lo tanto, las que contribuyan a ese fin.
Ante todo, derechos culturales. La cultura nacional ha solido ser instrumento de dominio de un grupo social que dicta un patrón al cual deben integrarse los demás grupos. Un Estado plural propiciaría una cultura de distintas raíces, nacida del encuentro y la diversidad. Los países latinoamericanos están en una situación privilegiada para lograr ese objetivo, pues nacieron del encuentro entre las culturas más diversas; en su propia historia pueden encontrar las fuentes de un proyecto nuevo de diálogo intercultural.
La cultura se mantiene y transmite por la educación. A menudo el control de la educación pública ha servido de instrumento de integración a la cultura dominante. Un Estado plural pondría la educación en manos de las entidades autónomas, sin renunciar a su coordinación estatal. Ninguna cultura estaría ausente. Los programas, textos y objetivos de enseñanza expresarían entonces los puntos de vista de una pluralidad en la unidad de un proyecto común.
El instrumento privilegiado del predominio de una nación en el Estado es la lengua. En un Estado plural podría admitirse una lengua predominante para uso administrativo, pero todas las lenguas deberían tener validez en los territorios en que se hablen.
En los pueblos antes colonizados, la religión de los vencidos debe ser respetada, con los mismos derechos que la religión del antiguo colonizador; por su parte, los pueblos minoritarios habrán de garantizar la libertad de creencias y prácticas religiosas en los territorios autónomos.
Un punto importante, en el caso de los pueblos indios, se refiere al territorio. Para ellos es esencial ese concepto, que no equivale al de «tierra». Tierra es lo que se puede comprar y vender, territorio abarca mucho más: no es solamente la tierra que se posee y es objeto de pastoreo o de labranza, también incluye otros espacios naturales, los bosques, los montes, algunos de ellos sagrados, los nos, los desiertos. Los pueblos indios no pueden vivir sin una relación estrecha con su territorio, él forma parte de su cultura y está ligado a sus creencias colectivas y a sus ritos.
Los derechos culturales no podrían cumplirse en la práctica sin un derecho de decisión sobre aspectos correspondientes del orden jurídico, político y económico.
Existe un derecho indígena. En México, por ejemplo, no hay de hecho un solo orden jurídico. Muchas comunidades indígenas se rigen por sus propias normas. Son ellas las aceptadas, las consensuadas por la comunidad. Un derecho no tiene vigencia si no es consensuado por la comunidad a la cual se aplica. Lo que llamamos «usos y costumbres», pero que podemos llamar también «derecho indígena», no por no estar consignado en códigos deja de ser derecho.
Naturalmente que el respeto al derecho indígena plantea problemas. Es contrario a la idea de la unidad del orden jurídico en un Estado. Habría que establecer, por lo tanto, jurisdicciones delimitadas, para los derechos indígenas, a las comunidades, municipios o regiones reconocidas como autónomas. Este es un problema, pero existen ya, en México al menos, estudios serios de juristas y antropólogos que han desbrozado el camino.
Ahora bien, por más delimitadas que pudieran estar las distintas jurisdicciones, siempre podrán presentarse casos de conflicto. Tiene que haber, entonces, un derecho conflictual, con autoridades judiciales que establezcan cuándo existen conflictos y los diriman.
El régimen de autonomía reconocería también derechos políticos a los pueblos, limitados al territorio comunitario o regional de la autonomía correspondiente. En la mayoría de las comunidades indígenas las decisiones se toman por consenso. Se considera que la intromisión de los partidos políticos rompe la unidad del grupo e impide el acuerdo. Aunque estas prácticas estén a menudo corrompidas por intereses particulares y den lugar a cacicazgos, se mantiene el ideal de una democracia comunitaria directa. Un régimen de autonomía tendría que aceptar esos procedimientos de toma de decisiones, conforme a las reglas establecidas por cada pueblo. ¿Se rompería así la soberanía del Estado? Claro que no, puesto que los estatutos de autonomía determinarían en cada caso las facultades de las autoridades elegidas según procedimientos distintos. De cualquier modo, se evitaría el caso, frecuente ahora, de la duplicidad y conflicto de autoridades entre las designadas fuera de las comunidades y las tradicionales.
Por último, ninguna de esas facultades podría ejercerse sin incluir derechos económicos. Las comunidades y regiones indígenas tendrían que participar, a través de sus representantes auténticos, en los programas económicos de desarrollo que les afectan y que muchas veces van en detrimento de sus propias necesidades y proyectos. Que no se haga una presa sin consultar con las comunidades que van a padecer o a beneficiarse de sus efectos, que no se diseñe una carretera sin su acuerdo, que sean los mismos pueblos los que tracen sus planes de desarrollo conforme a sus necesidades.
Las autonomías no serían viables sin una justa participación en los beneficios obtenidos por la explotación de los recursos naturales existentes en sus territorios, exceptuando aquellos que la Constitución declare propiedad exclusiva del Estado. Todo ello implica un nuevo diseño de la política impositiva, que permita transferencias de recursos de las entidades federales a las autónomas.
Las competencias de las entidades autónomas deberán ser negociadas y consignadas en estatutos de autonomía variables según la situación de cada pueblo. En los Estados federales, para no contradecir el pacto federal, los estatutos de autonomía tendrían que ser otorgados por las legislaturas de los correspondientes Estados. Nada de esto viola la ciudadanía común. Ciudadanía y autonomía no son términos contradictorios.
NOTAS
1. Ernesto Garzón Valdés, «Representación y democracia», Doxct (Madrid), n,° 6 (1989), pp. 160-162,
2. Una excepción podna ser la Constitución de Paraguay, que habla de los pueblos «anteriores a la formación y organización del Estado paraguayo». Podna añadirse también la nueva versión del artículo IV de la Constitución mexicana, que atlrma la «constitución pluricultural» del Estado, «sustentada originariamente en sus pueblos indígenas». El adverbio «originariamente» es susceptible de ser interpretado como anterioridad en el tiempo, condición inicial por lo tanto de la constitución misma del Estado.
3. En la Constitución mexicana no se menciona la «comunidad», sólo aparece en la Ifey agraria. Por ello los acuerdos de San Andrés Larráinzar demandan el reconocimiento de las comunidades como entidades de derecho, en el artículo 115 de la Constitución.
4. Les Déclalions de Draits de rHomine, ed. L. Jaume, Flamarion, París, 1989, p. 146.
5. Will Kymlicka, Multicultural Citizensiiip, Clarendon Press, Oxford, 1995.
6. /tó/„p. 75.
* Incluyo en este artículo algunos párrafos de un escrito anterior: «Los pueblos indios y el derecho a la autonomía», Nexos (México), n.° 197 (mayo 1994).