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Nos acecha todo género de peligros y la mayoría de la gente enfrenta ya predicamentos graves. Quienes están a cargo del timón, en medio de una de las tormentas más fuertes de la historia humana, no saben ni dónde poner las manos.

Se reportan casos de personas a las que aplican las dos pruebas en uso. Una da positivo y otra negativo. Según los expertos, eso puede deberse a que las pruebas no son confiables o a que no se conoce bien el virus. Las dos hipótesis son válidas. No hay certeza alguna sobre quiénes están infectados y quiénes no, con pruebas o sin ellas. No se ha caracterizado con precisión la enfermedad atribuida al virus, no existen tratamientos de eficacia reconocida, y no se sabe por qué unas personas se enferman, algunas mueren y otras se recuperan.

Se dio inmenso poder a una ciencia médica dominada y corrompida por la industria farmacéutica, cuyas ineptitudes abrumadoras y atroces son tan profundas como su arrogancia.

Quienes puedan deberían lavarse con frecuencia las manos. El cubrebocas evita salpicar a otras personas y tocarse la nariz con manos que acaso portan contagio. No es el momento de amontonarse. Confinarse un tiempo, si uno puede, crea la oportunidad de aprender de nuevo a vivir en familia y disfrutar el amor de los seres queridos.

Todo eso parece sensato, con lo poco que sabemos. Pero las políticas que se han adoptado universalmente parecen surgidas de un pánico enloquecido y perverso, fruto de la ignorancia y la impotencia. Pocas cosas hay más peligrosas que un gobierno en pánico. Se asustaron primero por las movilizaciones del año pasado, ante el hartazgo general. El grito argentino de 2001, “¡Que se vayan todos!”, se extendía por todas partes. El virus los tomó desprevenidos, ejercieron de pronto un poder político del que carecían –casi toda la gente obedeció sus instrucciones insensatas–. Cuando eso no fue suficiente para el sometimiento general a su voluntad, recurrieron a la policía y a formas de violencia y control inusitadas.

Es cierto que una aplanadora mata moscas. Pero muchas volarán y será imposible tener suficientes aplanadoras y moverlas con suficiente rapidez para aplastar a todas. No es una metáfora tramposa o exagerada. La política gubernamental de confinamiento, distancia y demás contribuye a aminorar los peligros. Pero es increíblemente ineficaz y no va al fondo del problema.

Ha sido experiencia mundial que cuatro de cada cinco personas infectadas no presenten síntomas. Cabe suponer que resistieron el virus. En eso deberíamos poner la atención: que el mayor número posible de personas tuvieran esa capacidad de resistencia.

No sería fácil ni rápido crear las condiciones indispensables para eso: que el aire fuera respirable y el agua suficiente y potable, por ejemplo. Pero podríamos avanzar muchísimo en lo más importante, la comida: que la gente comiera en cantidad suficiente alimentos naturales nutritivos y balanceados y que lo hiciera con tranquilidad, si puede en familia, no bajo tensión y mientras corre de un lado a otro.

Un gobierno moralmente responsable prohibiría la venta de refrescos de cola y otras chatarras semejantes, cuyos daños están ampliamente comprobados. Salvaría muchas vidas. Pero no hay gobierno en el mundo que se atreva a hacerlo. Tampoco hay alguno que pueda apoyar realmente a quienes padecen esas y otras adicciones y quieran librarse de ellas; dejar de beber su diabetes, por ejemplo.

Si las dejamos, las corporaciones seguirán envenenando a todo mundo y destruyendo el planeta. Hay que quitarles el piso bajo los pies: dejar de consumir lo que ofrecen. Es sencillo hacerlo: cultivar, procesar y cocinar en casa lo más posible y organizar intercambios apropiados con campesinos agroecológicos y entre ellos. Así de simple. Es eso, por cierto, lo que está haciendo la gente. Millones se avivaron ya y pusieron unas macetas en el balcón; si tienen patio trasero en sus casas, lo prepararon para sembrar. Otros millones están concertando arreglos entre consumidores urbanos y campesinos y organizando círculos de intercambio. Si se hacen epidemia cambiarán el mundo.

Mucho más habría que hacer para que todas y todos viviéramos sanamente y para recuperar tradiciones que protegen y respetan a las personas vulnerables, particularmente a las de mayor edad. El virus permitió exhibir la forma atroz en que las habíamos abandonado y devaluado.

Ese camino es método eficaz ante el virus y lo es también para el asunto de fondo: el colapso general. Es preciso repetirlo una y otra vez: no estamos ante una crisis, sino ante el colapso de las condiciones e instituciones en que vivíamos. En vez de agravarlo, con confinamientos o “reanimaciones”, necesitamos crear otras condiciones. Eso exige, ante todo, alejarnos tanto como podamos de gobiernos y corporaciones. La mejor manera de resistirlos, antes de que acaben con todo, es organizar en forma autónoma nuestro propio camino, lo que no es tan difícil como parece.

(Vía Ké Huelga Radio)