por Alejandro Reyes

Un grupo de hombres, mujeres y niños indígenas, algunos con paliacates rojos al cuello, se congrega a la orilla de un riachuelo. Un hombre toca la chirimía, suben nubes de incienso entre las ofrendas de flores y velas que muchos pares de manos colocan con humildad y respeto. Reflejado en el agua, el rostro sonriente de un anciano. Parece decirnos: ésta es nuestra tierra. La cámara se aleja y va apareciendo toda la escena: el verdor de la selva, el riachuelo, los indígenas congregados en festiva reverencia, las ofrendas, las flores, las velas, el incienso y, enmarcándolo todo en un cuadro simétrico, dos banderas mexicanas.

Fade out. Créditos.

Se trata de la última escena de Tierra sagrada, video producido por videastas zapatistas, en coordinación con las autoridades autónomas municipales y la Junta de Buen Gobierno. El video cuenta la historia, desde la perspectiva zapatista, de la lucha por la tierra, la explotación antes de 1994 y la construcción de territorios autónomos en tierras recuperadas de manos de finqueros y latifundistas. Pero esta última escena encierra en sí misma buena parte del discurso y de la propuesta zapatista. Por una parte, los rituales indígenas, sincréticos, representan una afirmación identitaria: somos indígenas. Y se entiende: como indígenas tenemos una cosmovisión nuestra y una relación particular a la tierra; es como indígenas que reclamamos nuestro derecho ancestral a la misma; y es como indígenas que reclamamos nuestro derecho a la autodeterminación y al autogobierno. Por otra parte, las dos grandes banderas que enmarcan la escena conllevan un mensaje evidente: somos mexicanos; nuestra lucha ni es separatista ni está circunscrita a la problemática específica indígena chiapaneca; luchamos por una nueva nación. “Vamos, vamos, vamos, vamos adelante / Para que salgamos en la lucha avante / Porque nuestra Patria grita y necesita / De todo el esfuerzo de los zapatistas”, dice el himno rebelde.

Autonomía y nacionalismo: los dos lados (para algunos críticos irreconciliables) de la misma moneda que el zapatismo propone como remedio para los dos grandes males (también en apariencia contradictorios) que, según su análisis, envenenan a la sociedad mexicana contemporánea: el Estado centralizador, autoritario y antidemocrático, por un lado, y por el otro la “nueva guerra de conquista” de la globalización, que no sólo homogeniza las particularidades locales sino que desmantela los Estados Nacionales y los reordena a servicio del mercado global.

En el contexto de los movimientos altermundistas y de las luchas antiglobalización —de los cuales el movimiento zapatista es tanto partícipe como, en muchos casos, inspirador—, así como de los nuevos movimientos radicales de las últimas décadas, sobre todo en los países del dicho Primer Mundo, el nacionalismo zapatista resulta paradójico, incomprensible y, para muchos, francamente insensato. La historia de los nacionalismos europeos conlleva una interminable lista de guerras y demás atrocidades por las cuales es difícil sentir algún indicio de nostalgia. Y sugerir que el nacionalismo, como quiera que se le defina, pueda ser un eje de lucha en los Estados Unidos, difícilmente puede dejar de causar escalofríos.

Al mismo tiempo, en México, para la derecha y no pocos sectores de la izquierda, la autonomía propuesta —y vivida cotidianamente— por el zapatismo es una forma de separatismo o, por lo menos, una aberración dentro del marco del Estado moderno que amenaza la unidad de la nación.

Son estos los temas que me gustaría explorar en estas líneas: por un lado, la propuesta nacionalista zapatista y su relación con la autonomía; por el otro, el papel de la identidad en la lucha zapatista y el desafío a los discursos hegemónicos sobre la identidad nacional y “lo mexicano”.

La Cuarta Guerra Mundial

En un artículo reciente, el filósofo esloveno Slavoj Žižek escribe: “Una de las más claras lecciones de las últimas décadas es que el capitalismo es indestructible. Marx lo comparó a un vampiro, y uno de los puntos sobresalientes de comparación parece ahora ser que los vampiros siempre vuelven a la vida después de ser apuñalados a muerte.”[1] Después del fin de la Guerra Fría, el capitalismo no sólo no ha muerto sino que ha cobrado tales dimensiones que, para muchos, se vuelve imposible imaginar alternativas. El capitalismo como sistema económico y la democracia liberal como sistema político se han naturalizado en el discurso hegemónico: ellos son el único camino para la humanidad, y todas las alternativas son utopías descabelladas o inventos perversos de los enemigos de la libertad.

Según la evaluación que hacen los zapatistas de la realidad global contemporánea,[2] el fin de la Guerra Fría desató lo que ellos —y otros movimientos altermundistas— llaman la “Cuarta Guerra Mundial”. El vacío de poder dejado por la caída del Muro de Berlín, aunado a las nuevas tecnologías y el consecuente crecimiento de las industrias transnacionales, ha resultado en una redefinición de fuerzas políticas y una “nueva guerra de conquista” para controlar territorios y recursos naturales. Pero a diferencia de las guerras anteriores, esta se da no entre estados naciones, sino entre los grandes centros financieros: una guerra de mercados. Algunas de las características de esta “nueva guerra de conquista”, según los zapatistas:

Una guerra total. Difícil resulta para el viajante estos días aventurarse a las regiones más remotas del planeta sin que allá se encuentre las huellas de los grandes capitales y la consecuente devastación, tanto física como cultural. Cada montaña, cada río, cada bosque, cada desierto y cada pueblo se vuelve un posible mercado o una fuente de recursos (materiales o humanos) explotables para nuevos mercados. Varios son los perdedores de esta guerra. Uno de ellos es el estado-nación, que pasa a un plano secundario. Por un lado, se pierden o desarticulan los mercados locales y nacionales ante el poderío de los grandes centros financieros y los capitales transnacionales. Por el otro, las políticas neoliberales dictan la sistemática reducción de las funciones de bienestar social del estado, reduciéndolo a su dimensión represiva. Escribe el Subcomandante Marcos:

En el cabaret de la globalización, tenemos el “show” del Estado sobre una “table dance” que se despoja de todo hasta quedar con su prenda mínima indispensable: la fuerza represiva. Destruida su base material, anuladas sus posibilidades de soberanía e independencia, desdibujadas sus clases políticas, los Estados Nacionales se convierten, más o menos rápido, en un mero aparato de “seguridad” de las megaempresas que el neoliberalismo va erigiendo en el desarrollo de esta IV Guerra Mundial.[3]

Privatización de todos los servicios: educación, salud, telefonía, agua, electricidad, carreteras, transporte, fondos de jubilación. Al mismo tiempo, un aumento dramático en gastos militares y policiales. En el México actual, esta fórmula no puede ser más clara. Mientras los servicios sociales se limitan más y más, el país se militariza y las fuerzas represivas actúan con creciente violencia e impunidad, con la complicidad de los medios de comunicación y la indiferencia general. En menos de dos años, un número de atropellos que en otros tiempos habrían provocado un escándalo internacional pasaron relativamente desapercibidos y completamente impunes. Según Adolfo Gilly,[4] la represión en San Salvador Atenco en mayo del 2006 sentó un nuevo precedente de represión en la historia mexicana. “Nunca, ni siquiera en el 68, se había utilizado la violación sistemática de hombres y mujeres para sembrar el terror en una población.” Ese mismo año, en nombre de la “legalidad” y del “estado de derecho”, se cometieron innumerables violaciones de derechos humanos en Oaxaca, culminando con la brutal e histórica represión del 25 de noviembre y el subsiguiente estado de terror que se instaló en ese estado. En Chiapas, las 79 bases militares instaladas en territorio zapatista han sido reforzadas en los últimos años con Fuerzas Especiales y unidades elite sin jurisdicción para operar en Chiapas. Al mismo tiempo, ha habido, desde diciembre de 2006, una escalada sin precedentes de actividades paramilitares que, a todas vistas, no sólo están financiadas por los gobiernos federal y estatal, sino que operan en coordinación con la Secretaría de Reforma Agraria, Secretaría del Medio Ambiente y Recursos Naturales, Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas, Dirección General de Conservación para el Desarrollo, entre otras dependencias federales.[5] Como ilustra el caso actual de Chiapas, la represión militar y paramilitar viene de la mano de discursos supuestamente “concientes” propios de la democracia liberal —desarrollo sustentable, protección al medio ambiente— y de proyectos del capital multinacional —megaproyectos “ecoturísticos”, tala de madera, plantas hidroeléctricas, explotación petrolera.

Pero los grandes perdedores de esta Cuarta Guerra Mundial son los millones de seres humanos que no caben en la ecuación de este “nuevo orden mundial”. La mecanización del campo y la aplicación a nivel mundial de los esquemas de la “Revolución Verde”, además de empobrecer la alimentación en todo el mundo, dejan sin lugar a millones de campesinos que, no teniendo otra opción, migran a las ciudades o a países del dicho Primer Mundo. Pero en las ciudades tampoco hay lugar para ellos, ni lo hay —como queda en evidencia ante la reciente ola de violencia y legislación anti-inmigrantes en Estados Unidos y Europa— en los países dichos desarrollados. El resultado: millones de desplazados sin lugar en el mundo.

La estrategia del neocapitalismo, según en análisis zapatista, consiste en un proceso de destrucción y despoblamiento, seguido de reconstrucción y reordenamiento. Este análisis, cuya articulación escrita data de 1997, fue confirmado en la práctica durante la gira de la Otra Campaña en 2006. Una y otra vez, en todo el territorio nacional, la Otra Campaña escuchó las más diversas historias que, sin embargo, demostraban el mismo proceso: destrucción de los territorios y del medio ambiente (desvío de agua de poblaciones enteras para uso de grandes empresas, devastación de bosques, ríos y mares, destrucción de la agricultura, prohibición de fuentes tradicionales de supervivencia como la pesca y el corte de madera para consumo familiar); despoblamiento ante la falta de medios de subsistencia o ante el arrebato de tierras; reconstrucción en la forma de megaproyectos turísticos, plantas hidroeléctricas, aeropuertos, carreteras, campos de golf, etc.; y, finalmente, reordenamiento tanto económico—con el empobrecimiento de la gran mayoría y el enriquecimiento de una minúscula minoría— como social y cultural, con el desplazamiento de grandes poblaciones y la destrucción de formas de vida.

¿Cómo enfrentar esta nueva forma de capitalismo global que todo abarca, que todo destruye y cuyo eje no se encuentra identificable en la figura del Estado, sino en el difuso, intangible pero omnipresente poderío del capital? La respuesta zapatista consiste justamente en el ejercicio y la articulación de las autonomías, por un lado, y el fortalecimiento de lo nacional, por el otro.

La autonomía como alternativa

En “Sangre y tinta del kitsch tropical”, Roger Bartra hace un número de críticas a la autonomía indígena que, si bien provienen de un completo desconocimiento de la autonomía practicada por los pueblos zapatistas, vale la pena discutir, pues hacen eco a toda una serie de mitos y malentendidos sobre el concepto de la autonomía.

Por un lado, para Bartra, como para muchos críticos, la idea de la autonomía indígena es una “tendencia fundamentalista” (y, añade: “sacada por la izquierda del polvoriento arcón soviético”). Para estos críticos, la autonomía y la autodeterminación de acuerdo a “usos y costumbres” significarían un retorno a un pasado idealizado que, por un lado, romantiza las culturas indígenas por medio del mito (proveniente del imaginario europeo) del “buen salvaje” y, por otro lado, ofrece como solución para problemas contemporáneos la aplicación de “usos y costumbres” primitivos que poco o nada tienen que ver con la democracia representativa y que, de hecho, tienden a la violencia y al autoritarismo. Además, argumenta, el supuesto retorno a formas indígenas de autogobierno poco tiene en realidad de indígena, pues en buena medida los actuales “sistemas normativos étnicos” no son más que una “transposición (real o imaginaria) de formas coloniales de dominación”.

Bartra hace un recuento de las características que “los etnólogos han observado en diversos pueblos indígenas del México moderno y posrevolucionario”, y apunta a su probable origen colonial. Podríamos resumir las cuatro características enumeradas por Bartra como: concentración del poder en manos de un gobernador o cacique; elecciones por medio de consejos de ancianos o asambleas (que caracteriza como endebles formas democráticas); fusión de poderes civiles y religiosos; carácter extremadamente autoritario del ejercicio del poder. Concluye Bartra:

En síntesis, los sistemas normativos indígenas –o lo que queda de ellos– son formas coloniales político-religiosas de ejercicio de la autoridad, profundamente modificadas por las guerras y la represión, en las que apenas puede apreciarse la sobrevivencia de elementos prehispánicos. Estas formas de gobierno han sido profundamente infiltradas y hábilmente manipuladas por los intereses mestizos o ladinos y por la burocracia política de los gobiernos posrevolucionarios, con el fin de estabilizar la hegemonía del Estado nacional en las comunidades indígenas. Los ingredientes que podríamos calificar de democráticos son muy precarios; se reducen al plebiscito y al ejercicio de una democracia directa en asambleas, donde las mujeres y las alternativas minoritarias suelen ser excluidas o aplastadas.

Estas críticas no son exclusivas de Roger Bartra. Muchos intelectuales, inclusive de izquierda, repiten argumentos similares,[6] sin nunca haber estudiado la autonomía zapatista en la práctica (o los muchos otros ejemplos de movimientos autonomistas en el país).

Buena parte del argumento de Bartra está basado en una falacia. Cuando los pueblos indios hablan de autonomía y de usos y costumbres, no hay ninguna pretensión “fundamentalista”. Para ellos, no se trata de un retorno a alguna esencia prehispánica inmaculada por cinco siglos de historia. Ni los usos y costumbres ni las tradiciones ni la misma noción de la identidad pretenden ser estáticos, ni derivan su legitimidad de una supuesta autenticidad histórica de sus raíces precolombinas. Al contrario, su legitimidad se deriva justamente de su dinamismo, de su actualidad histórica. La especificidad que fundamenta el reclamo indígena a la autonomía proviene de una cosmovisión particular, derivada no sólo del recuerdo prehispánico sino, sobre todo, de cinco siglos de resistencia. Como menciona Bartra, los pueblos indios sin duda han sido manipulados y violentados por los intereses de las élites y por los gobiernos de todos los tiempos. Pero pensarlos como víctimas pasivas es otra forma de violencia que, mientras pretende interesarse por la explotación y marginación que han sufrido, les roba la capacidad de autodeterminación e ignora su larga historia de resistencia.

La práctica de la autonomía zapatista no sólo contradice las cuatro características que según Bartra definen las formas de gobierno indígenas; también demuestra que, lejos de pretender ser un retorno a un pasado estático e idealizado (lejos de negar la modernidad para buscar una supuesta premodernidad esencialista), busca la creación de una modernidad alternativa en el contexto del capitalismo globalizado. Nada más distante del autoritarismo vertical descrito por Bartra que la horizontalidad democrática de las juntas de buen gobierno. Nada más distante de la exclusión de mujeres en la toma de decisiones que la participación activa de mujeres en las juntas de buen gobierno, en los consejos municipales autónomos, en las filas del Ejército Zapatista y en el mismo Comité Clandestino Revolucionario Indígena del EZLN. Nada más distante de la “fusión de los poderes civiles y religiosos” que el secularismo de los gobiernos zapatistas, donde la división de dichos poderes es infinitamente más clara que en el gobierno del PAN.

Pero, sobre todo, lo que caracteriza la autonomía zapatista es su fluidez, su continua evolución. “Nosotros no tenemos las respuestas”, repiten los zapatistas una y otra vez.[7] Dos ejemplos específicos demuestran la voluntad autocrítica y el deseo de repensar, adaptar o transformar usos y costumbres para responder a necesidades prácticas y a la búsqueda de la justicia. Una es el reconocimiento por parte de los zapatistas, desde antes del levantamiento, de la injusticia y la violencia de los usos y costumbres hacia la mujer. La Ley Revolucionaria de Mujeres, promovida por comandantas del Ejército Zapatista, las prácticas de inclusión en las estructuras del gobierno autónomo, la concientización de la población a través de Radio Insurgente y de muchos otros programas e inclusive la realización del Encuentro de Mujeres Zapatistas con las Mujeres del Mundo a final de diciembre de 2007, son todos esfuerzos constantes por desafiar el peso de tradiciones opresoras.

Otro ejemplo, quizás menos visible pero no menos revelador, es el caso de la medicina tradicional. Cuando los zapatistas, en respuesta a la abismal precariedad de servicios médicos disponibles para las comunidades indígenas, decidieron construir sistemas autónomos de salud, una de las prioridades fue recuperar antiguas tradiciones en proceso de extinción (hueseros, parteras y manejo de plantas medicinales). Según los usos y costumbres, dichos conocimientos no son transmisibles a cualquier persona; el ser un médico tradicional es un don, no algo que se aprenda en una escuela. Pero los zapatistas reconocieron que esta creencia por un lado aseguraba un verdadero caciquismo de la salud y, por otro, condenaba esos conocimientos a la extinción. Así, a través de un largo proceso de convencimiento, se logró que un buen número de médicos tradicionales se prestaran a preparar promotores de salud, quienes, a su vez, enseñarían a nuevas generaciones. Así, la negación de una tradición centralizadora y caciquista permitió el resurgimiento de tradiciones que mucho han beneficiado la vida de cientos de pueblos en resistencia.

Otro aspecto de la autonomía zapatista es su continuo contacto con una multiplicidad de experiencias nacionales e internacionales que desafían sus propias nociones de tradición y los impulsan a una continua reevaluación de los usos y costumbres, sin que eso signifique un debilitamiento de la identidad indígena a través de la “infiltración” de valores y costumbres exógenos. Al contrario, justamente porque ni la identidad ni las tradiciones se entienden de forma esencialista, ese diálogo sirve para fortalecer la identidad y la conciencia como pueblos en resistencia. Al mismo tiempo, ese contacto inspira y alimenta una tan prodigiosa variedad de luchas autonomistas en todo el mundo, que difícilmente se puede hablar de fundamentalismos primitivistas, de la nostalgia del buen salvaje y demás argumentos que ni conocen los novedosos experimentos en autodeterminación indígenas en la práctica ni entienden las implicaciones de la propuesta autonomista más globalmente como respuesta a un análisis de la situación mundial.

La iniciativa lanzada con la Sexta Declaración de la Selva Lacandona, publicada por el EZLN el verano del 2005, ofrece una visión del concepto de la autonomía que va mucho más allá que el de la autodeterminación indígena, pero que se inspira en los más de diez años de su construcción en territorio rebelde. Lo que la Sexta propone es la puesta en práctica, de forma articulada, de lo que ya desde los primeros años del levantamiento los zapatistas veían como el contrapunto al poder del capital globalizado: la globalización de la resistencia. A nivel nacional, la Otra Campaña es la puesta en práctica de dicha propuesta, inicialmente a partir del recorrido del Subcomandante Marcos (rebautizado para este propósito como Delegado Zero) por todo el territorio nacional, para escuchar a los más marginados y excluidos, los que no caben en la fórmula del “nuevo orden mundial”. El recorrido creó espacios de encuentro inusitados, en los cuales sectores sociales que difícilmente se habrían encontrado y mucho menos dialogado pudieron no sólo expresarse y escucharse mutuamente, sino, a partir de esos intercambios, identificar puntos de contacto y problemas comunes, para empezar a desarrollar un entendimiento de la exclusión, explotación y marginación como resultado de un sistema global que a todos los afecta por igual. Recuperar el sentido de comunidad negado por el neoliberalismo y la globalización y encontrar fuerza en la diversidad y puntos de encuentro con el Otro, para, a partir de eso, comenzar a construir una red de autonomías, son algunas de las propuestas de la Otra Campaña. Así, el concepto de la autonomía pasa a ser no sólo reivindicación de pueblos autóctonos, sino eje de lucha para resistir el capitalismo globalizado. Teniendo como enemigo no un Estado, sino un sistema mundial de explotación controlado por los grandes centros financieros, la resistencia no puede pasar a la toma del poder sin cambiar profundamente sus estructuras y, sobre todo, sin construir realidades alternativas fuera de la lógica de ese sistema global. Demostrar, en la práctica, las falacias de un discurso hegemónico naturalizado que dice que, fuera de la globalización capitalista y de la democracia liberal, no hay alternativas posibles.

El concepto de la identidad, en esta propuesta, es fundamental. “Un mundo donde quepan muchos mundos” —la utopía zapatista implica que cada uno de esos mundos se defina como tal, se entienda como tal, y encuentre, en una serie de características y visiones comunes, un sentido de unión y de comunidad. La crítica posmoderna a la noción de la identidad contiene dos ejes. Por un lado, el carácter de la identidad como construcción social, como invención; por otro, el potencial homogenizador, intolerante, fundamentalista de dichas nociones de identidad. No es novedad que, históricamente, los grupos humanos desarrollan sistemas de identificación común para responder a necesidades prácticas de supervivencia. En 1835, un movimiento de esclavos africanos musulmanes casi logró derrotar el gobierno portugués de Bahia, Brasil. Los esclavos provenían de diferentes regiones, muchas de ellas desencontradas por guerras ancestrales. Sin embargo, en Brasil desarrollaron una identidad “malê”, que les permitió organizar uno de los levantamientos más importantes de la historia de la esclavitud en ese país. Rechazaban a los negros nacidos en Brasil y a los mulatos, y se consideraban plenamente africanos. Después del levantamiento, el gobierno de Bahia mató a muchos y deportó a los más, mandando varios navíos a la costa de Lagos, actual Nigeria.[8] Allá, imposibilitados de regresar a sus tierras de origen y enfrentando la hostilidad de los habitantes del lugar, pasaron a reconocerse como “brasileños”, identidad que les permitió sobrevivir como colectividad. Son estos “brasileños” los responsables por muchas tradiciones culinarias, arquitectónicas y demás, que le dan a Lagos un carácter curiosamente americano.

Al mismo tiempo, la construcción de la identidad es no pocas veces problemática, resultado de un proceso histórico de conflicto y herramienta de control y de dominación. Las nociones de identidad nacional son ejemplares en este sentido. En México, durante siete décadas, el Partido Revolucionario Institucional hizo suyos los no siempre tan revolucionarios logros de la Revolución y forjó con ellos un discurso de identidad nacional que contribuyó en buena medida a que se convirtiera, en las palabras de Mario Vargas Llosa, en la dictadura perfecta latinoamericana.

Para el zapatismo, la identidad no puede funcionar como eje efectivo de lucha si no se entiende como un concepto dinámico. Como hemos visto, la adaptación de influencias, la adopción de prácticas exógenas, la incorporación, inclusive, de formas de entender el mundo en la propia cosmovisión que define la identidad, no sólo no se opone sino que fortalece la propia colectividad. Y esto se aplica no sólo a la identidad de grupo, sino también a la identidad nacional.

Nacionalismo a la zapatista

La reivindicación nacionalista del zapatismo es frecuente blanco de duras críticas inclusive por parte de individuos y organizaciones que conocen profundamente sus propuestas y hacen suyas sus luchas en diversos lugares del mundo. Las experiencias desastrosas a las que han llevado los diferentes nacionalismos en la historia europea y la afirmación de una superioridad ética y de un destino manifiesto en el nacionalismo estadounidense llevan a luchadores sociales en esos países a rechazar cualquier tipo de nacionalismo como eje de lucha. Además, se critica el uso tan notorio de símbolos nacionales —como la bandera y el himno—que se han usado a través de la historia como mecanismos de imposición, de control y de opresión. Finalmente, estos críticos apuntan al carácter artificial y violento de la definición tanto de las fronteras como de la propia noción de “lo nacional”.

De cierta manera la defensa de lo nacional por parte del movimiento se puede entender como una postura estratégica ante las acusaciones, por un lado, de extranjerismo —el nacionalismo aquí siendo utilizado por el gobierno de Carlos Salinas de Gortari para desprestigiar el movimiento como producto de la “infiltración” de elementos extranjeros que estarían manipulando a los indígenas, quienes, por otro lado, se considerarían incapaces de ser protagonistas de su propia historia— y, por otro, de separatismo. Cuando los y las comandantes y comandantas del Ejército Zapatista se presentaban durante las primeras conversaciones de paz celebradas en San Cristóbal de las Casas, lo hacían diciendo su nombre seguido de su origen étnico maya y de la aclaración: “cien por ciento mexicano”. La afirmación rebatía ambas acusaciones pero hacía mucho más: exigía, con las armas y con la palabra, su inclusión, como indígenas, en la definición de la nación mexicana.

Quizás una de las más importantes victorias del zapatismo fue que logró desafiar el ya de por sí tambaleante nacionalismo posrevolucionario. El mito de la nación mestiza —el mestizaje como eje fundamental de la identidad nacional—, que en principio tuvo la virtud de enfrentar el eurocentrismo reinante en el porfiriato y las teorías raciales positivistas de finales del siglo XIX, sirvió como mecanismo homogenizador que excluía a la población indígena. El indígena en el discurso del mestizaje tiene un papel en la construcción de la nación en la medida en que sea capaz de integrarse a la sociedad hegemónica, deshaciéndose de todo aquello que lo diferencia de ella. El nacionalismo zapatista, así, se explica como una reivindicación de participación equitativa de una población por 500 años excluida, no por medio de la integración sino desde el posicionamiento como distinta. Esa otredad, en la Otra Campaña, se vuelve el fundamento de un nuevo entendimiento de la noción de lo mexicano —de la identidad nacional y del concepto de nación— que consistiría en la articulación de autonomías e identidades particulares, polifonía de otredades que conforman un universo común con características múltiples, dinámicas, en perpetuo flujo y redefinición.

Al mismo tiempo, el nacionalismo zapatista representa un desafío a otro aspecto del discurso posrevolucionario sobre “lo mexicano”, y que se puede leer ya desde el inicio de la Revolución en la obra de Mariano Azuela, Los de abajo. Azuela dibuja un panorama de la Revolución que revela el despropósito de una lucha que, nacida de la desesperación ante los extremos del abuso y la explotación, se extravía en la barbarie de una violencia que no conoce su propia razón de ser, desembocando en una caída general en una brutalidad incontrolada que da rienda suelta a los más bajos instintos del ser humano. La novela apunta a la “naturaleza” del “mexicano” como la causa de este extravío, la “mueca pavorosa y grotesca a la vez de una raza (…) irredenta”.[9] Una raza impulsiva, feroz, cruel por naturaleza, que no le teme a la muerte porque poco valora la vida.

Este discurso sobre la naturaleza del mexicano fue perspicazmente utilizado por los gobiernos posrevolucionarios para controlar las explosiones sociales por medio del miedo a la “barbarie” mexicana. El fatalismo ante la impulsividad, violencia, irresponsabilidad y egoísmo supuestamente típicos del “mexicano”, en particular de “los de abajo”, se utilizan para llevar a la población a la inmovilidad y al desencanto anticipado ante cualquier movimiento social de resistencia al poder. Con la Primera Declaración de la Selva Lacandona, esta visión se revierte:

Somos producto de 500 años de luchas: primero contra la esclavitud, en la guerra de Independencia contra España encabezada por los insurgentes, después por evitar ser absorbidos por el expansionismo norteamericano, luego por promulgar nuestra Constitución y expulsar al Imperio Francés de nuestro suelo, después la dictadura porfirista nos negó la aplicación justa de leyes de Reforma y el pueblo se rebeló formando sus propios líderes, surgieron Villa y Zapata, hombres pobres como nosotros a los que se nos ha negado la preparación más elemental para así poder utilizarnos como carne de cañón y saquear las riquezas de nuestra patria sin importarles que estemos muriendo de hambre y enfermedades curables, sin inmortales que no tengamos nada, absolutamente nada, ni un techo digno, ni tierra, ni trabajo, ni salud, ni alimentación, ni educación, sin tener derecho a elegir libre y democráticamente a nuestras autoridades, sin independencia de los extranjeros, sin paz ni justicia para nosotros y nuestros hijos.

Pero nosotros HOY DECIMOS ¡BASTA!, somos los herederos de los verdaderos forjadores de nuestra nacionalidad, los desposeídos.

Los desposeídos son los “verdaderos forjadores de nuestra nacionalidad”, producto de 500 años de luchas. Las presencia de la comandanta Ester ante el Congreso de la Unión ­—una mujer indígena, comandanta de un ejército guerrillero que moviliza millones de mexicanos y llega sin armas para exigir la participación equitativa de los excluidos en el proyecto nacional— confronta y revoluciona tanto el discurso de la nación mestiza como el del México bárbaro.

La Sexta Declaración, quizás sin proponérselo, produjo también una serie de cuestionamientos sobre las fronteras físicas y mentales de “la nación” y, por lo tanto, del concepto mismo de lo nacional. Al proponer la inclusión de mexicanos y chicanos en Estados Unidos como parte de la lucha nacional de la Otra Campaña, la iniciativa cruzó la frontera y generó nuevas formas de pensar lo nacional. Al mismo tiempo, se propuso el concepto de la Otra Geografía: un concepto fluido, ambiguo, indefinido, que, en vez de reconocer las fronteras históricamente impuestas por el poder, dibujaría nuevos mapas a partir de realidades sociales mucho más complejas y, frecuentemente, antagónicas a la geografía oficial. Al pensar la Otra Geografía de manera transnacional, surgieron fenómenos inesperados, movimientos que se definen como mexicanos y como parte de la Otra Campaña y, por lo tanto, comprometidos con un cambio nacional (o sea, con México), a través de acciones que responden a su propia realidad local. En el barrio de East Harlem, en Nueva York, el Movimiento por Justicia en el Barrio, compuesto por migrantes mexicanos, adopta formas de lucha zapatistas (como las consultas, los encuentros, la organización horizontal, la toma de decisiones por consenso) para resistir el desplazamiento por las fuerzas de la especulación inmobiliaria. Son adherentes a la Sexta Declaración de la Selva Lacandona, se consideran mexicanos y entienden su lucha como parte del movimiento “nacional” de la Otra Campaña. Pensar que la lucha por la vivienda justa y contra la discriminación en los barrios más pobres de Nueva York es a la vez una lucha local y una lucha “nacional” mexicana y, al mismo tiempo, que la lucha de los migrantes en Estados Unidos no puede separarse de la lucha por justicia y dignidad en México es reflejo de nuevas formas de pensar la resistencia de manera transnacional, reconociendo que los lazos sociales, culturales, económicos y políticos derivados de las migraciones forzosas y del desplazamiento generado por la globalización son mucho más sólidos que las fracturas impuestas por las fronteras físicas, por más violentas que éstas sean.

Todo esto es indicador de cambios en las formas de concebir la nación y la identidad como respuesta a los desafíos planteados por las fuerzas homogeneizadoras de la globalización, y que representan, de hecho, una globalización de la resistencia y una redefinición de la geografía, de la identidad y del nacionalismo.


Bibliografía

Azuela, Mariano. Los de abajo. Paris: ALLCA XX, 1988.

EZLN, “Primera Declaración de la Selva Lacandona”. Chiapas, 1993.

EZLN, “Sexta Declaración de la Selva Lacandona”. Chiapas, 2005.

Reis, João José. Rebelião escrava no Brasil: a história do levante dos malês. São Paulo: Companhia das Letras, 2003.

Roger Bartra, “Sangre y tinta del kitsch tropical”, Fractal n° 8, enero-marzo, 1998, año 2, volumen III, pp. 13-46.

Slavoj Žižek, “Resistance is Surrender”. In London Review of Books. vol. 29, n° 22, 15 de noviembre de 2007.

Subcomandante Insurgente Marcos. “Siete piezas sueltas del rompecabezas mundial”. Chiapas: EZLN, junio de 1997.

Subcomandante Insurgente Marcos. “Siete preguntas a quien correspondan: imágenes del neoliberalismo en México de 1997”. Chiapas: EZLN, enero de 1997.

Subcomandante Insurgente Marcos. “Un periscopio invertido (o la memoria, una llave enterrada)”. Chiapas: EZLN, febrero de 1998.

Tierra sagrada. Chiapas: Promedios. 2000.


[1] “Resistance is Surrender”. In London Review of Books. Vol. 29, No. 22, 15 de noviembre de 2007.

[2] Ver, por ejemplo, “Siete piezas sueltas del rompecabezas mundial”, “Siete preguntas a quien corresponda”, “Un periscopio invertido (o la memoria, una llave enterrada)”, “¡Oximoron! (la derecha intelectual y el fascismo liberal)”, “Otra geografía”.

[3] “Siete piezas del rompecabezas mundial”.

[4] Conferencia de prensa, Universidad de la Ciudad de México, julio de 2006.

[5] Ver informes del Centro de Análisis Político e Investigaciones Sociales y Económicas (CAPISE): www.capise.org.mx

[6] En septiembre de 2006 (y por lo tanto a 3 años de la fundación de los caracoles y de las juntas de buen gobierno zapatistas) Denise Dresser, en una plática en la Universidad de California en Berkeley, criticó la autonomía indígena como fundamentalista, antidemocrática y tendiente a la violencia.

[7] En los recientes Encuentros entre los Pueblos Zapatistas y los Pueblos del Mundo, realizados en territorio rebelde, tanto bases de apoyo como autoridades zapatistas insistieron una y otra vez que la autonomía no se construye a partir de ideas preconcebidas, sino a través de un proceso de continua consulta, revisión y adaptación a las realidades de su ejercicio.

[8] Ver Reis, João José. Rebelião escrava no Brasil.

[9] Azuela, p.128.