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(Texto escrito para el II Seminario Internacional de Reflexión y Análisis, Cideci, Unitierra, Chiapas)

No estamos al borde del abismo. Ya caímos en él. Estamos  en caída libre por un  abismo que parece realmente insondable. No se le ve el fondo.

No somos un “estado fallido”, una categoría mal intencionada e inasible que hace unos años empleó el Departamento de Estado de Estados Unidos al clasificarnos junto a Congo y Pakistán. Pero ya no se sabe bien lo que somos. El país que teníamos se ha estado cayendo a pedazos y ni siquiera sabemos adónde van quedando algunos de ellos.

Al atender esta nueva convocatoria de la Universidad de la Tierra en Chiapas propongo de entrada que repasemos brevemente las evidencias del desastre, por mucho que nos duela hacerlo.

El desastre

Desde hace años, México crea al hombre más rico del mundo y a un grupo que lo acompaña en los primeros lugares de esa lista escandalosa de potentados mundiales que hoy son más ricos que nunca. México crea también a algunos de los pobres más pobres del planeta y una proporción creciente de los mexicanos ha entrado en la categoría de pobres. No son dos hechos separados. Son el mismo. Lo que destroza cada vez más el país es esta máquina enloquecida que acumula inmensas riquezas para algunos y despoja y empobrece a la mayoría. El sistema, el capitalismo, es un dispositivo para empobrecer – como explican muy bien Jean Robert y Majid Rahnema en el libro que se acaba de presentar aquí mismo. Esta máquina, esta manera de organizar la sociedad para beneficio de unos cuantos, es la raíz y el trasfondo de nuestros desastres. Repasemos algunos.

  • La quinta parte de los mexicanos ha tenido que abandonar el país para irse  a Canadá y Estados Unidos…e incluso tan lejos como el Japón. La nuestra es una de las más grandes emigraciones de la historia. Cientos de miles siguen tratando de cruzar cada año esa puerta de escape, aunque se encuentre cada vez más cerrada. ¿Dónde quedan ahora nuestras fronteras? Los nuestros de allá, que hace años no están con nosotros, se siguen sintiendo mexicanos y sus remesas son condición de subsistencia para millones de personas. Aquí operan y dirigen los policías de allá, las corporaciones transnacionales controlan sectores cada vez más amplios de nuestra economía, y se afianzan costumbres, productos, actitudes y músicas que desplazan todo lo nuestro. ¿Cuál es hoy el contorno actual del país en términos geográficos, económicos, culturales? ¿Cómo fue que permitimos este trágico desmantelamiento?
  • El número de crímenes que se cometen diariamente en México es abrumador. Su barbarie encoge el corazón. No hay ya lugar seguro y en amplias porciones del territorio nacional se han perdido todas las formas civilizadas de convivencia; rige sólo la ley del más fuerte. La violencia, cada vez más general, se hace cada vez más aleatoria. Activistas, dirigentes sociales y periodistas siguen siendo blancos favoritos, pero se multiplican también asesinatos sin sentido que el gobierno llama “bajas colaterales” y pretende esconder bajo la alfombra de su guerra criminal. Las mujeres, como siempre, padecen más que los hombres. La violencia ha invadido la esfera doméstica y se instituye como norma de relación.
  • Estos dos géneros de violencia brutal, la que separa a la gente de su familia, su comunidad y su país y la que mata y golpea indiscriminadamente, se manifiestan también como agresión brutal a la Madre Tierra. Se despoja a pueblos enteros para destrozar con formas muy dañinas de explotación el pedazo de tierra que habían protegido hasta ahora. Se destruye continuamente, con la complicidad general, lo que nos queda de un territorio privilegiado que lo es cada vez menos, esa porción de la Madre Tierra considerada entre las de mayor diversidad en el mundo que alguna vez se describió como cuerno de la abundancia.
  • La injusticia, opresión y arbitrariedad que antes afectaban sobre todo a los más pobres se ha generalizado. Las instituciones creadas para proteger de la violencia, ofrecer solidaridad frente al infortunio y el desamparo y garantizar el respeto a la libertad de las personas están produciendo lo contrario. Aparece en toda su desnudez el carácter de nuestro régimen político, en el cual las leyes se formulan y aplican como privilegio de clase. “Nuestra clase política” ha dicho Javier Sicilia, “vive una forma de criminalidad tan impune como la delincuencia que dice combatir”. Al convertir el fraude en “modo de vida” y “hacer de la depredación, del pillaje y del crimen simples técnicas de gestión, la verdadera diferencia entre el crimen legal y el ilegal sólo es una diferencia de intensidad” (Proceso 1811, 17/6/11). En vez de estructuras formales reguladas por normas generales, conocidas y aceptadas por el cuerpo social, la mayor parte de lo que nos queda de país se encuentra bajo el control de mafias y bandas que operan al margen de todas las normas legales e institucionales, dentro y fuera de los aparatos de Estado. México padecía hace mucho tiempo esa condición, que era uno de los secretos de la supervivencia del PRI. Pero el punto a que se ha llegado no tiene precedentes y es claro resultado del carácter monstruoso y disparatado de la guerra de Calderón, que convirtió un asunto de salud pública en cuestión de seguridad nacional y la abordó con aparatos podridos hasta el tuétano.
  • Aunque no lo queramos reconocer, estamos en plena guerra civil. Está entre las peores de su clase, porque se ha estado perdiendo noción clara de los bandos en pugna y no existe ya ganador posible. Como escribió hace poco el subcomandante Marcos, “esta guerra…está destruyendo el último reducto que le queda a una nación: el tejido social” (“Apuntes sobre las guerras”, Carta primera a don Luis Villoro Toranzo del subcomandante insurgente Marcos, enero-febrero 2011).

Hace seis meses escribí que “un horror gelatinoso amenaza cada vez más nuestra vida cotidiana. En muchas partes ya no se puede salir a la calle a ciertas horas. Este toque de queda no declarado marca límites y orienta el comportamiento. En una variedad de esferas no hay siquiera toques de queda que delimiten lo que podemos o no hacer. No sabemos ya dónde se hallan peligros a menudo mortales.” (La Jornada, 25/7/11).

La situación ha empeorado desde entonces. Estamos de verdad en caída libre en un abismo insondable.

El dolor de la conciencia

Cultivemos el dolor que todo esto provoca, un dolor que se haría aún más intenso si prosiguiéramos la enumeración. No lo matemos.

Permítanme una desviación. Por culpa de los alemanes redujimos con ellos el sentido de la palabra estética, que hace mucho tiempo significaba sentir, percibir con los sentidos. Todos éramos estetas, todos sentíamos. Huellas de ese origen están en la palabra hiperestesia, que muy pocos usan. Quiere decir sensibilidad excesiva y dolorosa. Y está también en una palabra que todos empleamos, anestesia, que es la insensibilidad al dolor inducida artificialmente, la falta de sensación.

Sin masoquismo alguno, sin anestesia, tratemos de sentir a fondo, sin velos, pretextos o salvedades, el dolor profundo que nos puede causar percibir el estado en que nos encontramos.

Estar intranquilo sería enfermedad o anomalía si no hubiera motivo para estarlo, si fuera solamente una ansiedad patológica sin contacto con la realidad. Pero hay razones sobradas para la intranquilidad actual, esa inquietud que nos pone en alerta cuando algo anda mal y debemos hacer algo. Acudir a tranquilizantes, en esta situación, implica negar lo que percibimos para mantenernos quietos, calmados, sosegados. Eso se quiere hacer hoy: anestesiarnos, paralizarnos, evitar la acción inducida por la conciencia que nos da el dolor.

En las culturas tradicionales el dolor se interpreta como un reto que exige una respuesta y el sufrimiento aparece como parte inevitable de un enfrentamiento consciente con la realidad. En la sociedad moderna, en cambio, se nos enseña a interpretar el dolor como un indicador de que necesitamos comodidades y mimos que nos proporcionarán los médicos, para quienes el dolor es un problema técnico. Se trata de matar el dolor, de mantenernos anestesiados. Decía Iván Illich, hace años, que el uso creciente de dispositivos para matar el dolor nos convierte en espectadores insensibles de nuestra propia decadencia.

Eso es lo que experimentamos hoy. Ante el desastre cuyas evidencias cotidianas se multiplican aumenta el consumo de tranquilizantes químicos o discursivos. Con las drogas legales o ilegales, con la cocaína lo mismo que con Prozac, Valium,  o la simple aspirina, perdemos vitalidad y capacidad de respuesta, nos hacemos pasivos y apagados, dejamos de sentir… Lo mismo ocurre cuando consumimos discursos en vez de drogas. Unos políticos tratan de negar la evidencia y se afanan continuamente en ocultarla tras nubes estadísticas y retóricas. Otros usan una especie de cachondeo apocalíptico para llevar agua a su molino ideológico: sostienen que bastará hacerles caso y usar las aspirinas que prescriben y ellos administrarán para que el cáncer desaparezca. Las elecciones logran ya que hasta algunos de los más enterados de nosotros desvíen su atención de lo que importa para entretenerse y entretenernos con el circo de tres pistas que se anuncia ya por todas partes. Disimulan cuanto nos causa dolor y vergüenza para que nos refugiemos en un juego de ilusiones que condena a la parálisis, para que no intentemos la acción que realizaríamos si sintiéramos a plenitud lo que está ocurriendo con nosotros y nuestro país.

Traigo todo esto a colación para explorar por qué nos dejamos llevar hasta este punto a pesar de las evidencias de lo que se venía encima y de que fuimos oportunamente advertidos. El 20 de noviembre de 1999, por ejemplo, el subcomandante Marcos describió en La Realidad las características de la Cuarta Guerra Mundial. Lo que dijo entonces anticipó muy puntualmente lo que acabo de describir. Explicó también el derrumbe de las viejas estrategias y las viejas concepciones de hacer la guerra y analizó la lógica y alcances de la nueva. En junio de 2007 amplió la descripción. Hizo ver que por fin había una guerra mundial totalmente total. Nos dijo, un año antes de la caída de Lehman Brothers, que “empresas y estados se derrumban en minutos, pero no por las tormentas de las revoluciones proletarias sino por los embates de los huracanes financieros”. Señaló también que el neoliberalismo “destruye todas las falacias discursivas de la ideología capitalista: en el nuevo orden mundial no hay ni democracia, ni libertad, ni igualdad, ni fraternidad” (“Siete piezas sueltas del rompecabezas mundial, junio de 2007). Teníamos incluso algunos acotamientos del camino que podíamos tomar: estaba La Otra Campaña.

Mi tema, hoy, es el por qué. Estamos ante una grave emergencia nacional que exige acciones colectivas inmediatas, urgentes. No podemos esperar. ¿Por qué hay tantos a la expectativa? Parece que preferimos ingerir algunas de las drogas que mencioné antes y refugiarnos en la pasividad y parálisis que propician.

La ilusión democrática

Tengo la impresión de que la más grave de las drogas paralizantes que se distribuyen entre nosotros se llama ilusión democrática. Se le consume de manera masiva, a la vista de todos, hasta que se produce una profunda intoxicación colectiva.

“Uno entiende –con don Antonio Machado- que los argumentos nunca desbancarán a las creencias; y la creencia en la democracia se muestra especialmente resistente a ellos. Pero que esa creencia sea también impermeable a la experiencia reiterada parece señalarla como una creencia formidablemente acorazada” (Emmanuel Lizcano, Diagonal Web, 28/11/11).

Pero no sólo estamos ante una creencia: se trata ya de una forma de fundamentalismo. Hace más de diez años, en plena transición española, la revista Archipiélago (núm. 9) señaló:

“En el punto en que la democracia se afirma como tabú de la tribu empieza a negarse a sí misma, a instituirse como manera desnuda de dominio, como bruta sinrazón sin otro objeto que el perpetuar el para tantos insoslayable estado de cosas… ¿No será ésta nuestra peculiar variante de fundamentalismo? ¿No se tiene a sí mismo por el único camino verdadero en vez de uno más entre los posibles o deseables? ¿No comparte con otros fundamentalismos análoga pretensión de verdad definitiva y conquista irrenunciable?… ¿No se adorna de una misma ceguera respecto de sí mismo? ¿No se estará creyendo en la Democracia bajo la misma ilusión con que se cree en el Corán o el carácter divino del imperio?”

Estamos, efectivamente, ante una forma de fundamentalismo que consagra como ideal supremo e intocable a instituciones que generan sólo ilusiones de democracia y la convierten en espectáculo.

Los pontífices de la religión democrática repiten incansablemente que el camino electoral es el único para transformar el país y agregan que la vía armada es inaceptable. Se divulga así una doble falacia. De un lado,  el camino electoral es también el de las armas. Está sembrado de cadáveres y desemboca inevitablemente en un régimen basado en la violencia. El monopolio de la “violencia legítima” que se otorgó al gobierno para proteger a los ciudadanos se usa cada vez más contra ellos. La vía electoral sólo sirve para definir, tramposamente, quién estará a cargo del gatillo.

De otro lado, insinuar que la única opción al camino electoral es la vía armada nos atrapa en la obsesión de que sólo a través de la toma del poder estatal –con votos o con armas- podemos plantear el cambio. Necesitamos escapar de esa trampa. La lucha actual no consiste en conquistar un dispositivo de opresión con la ilusión de que será posible darle funciones emancipadoras. Lo que hace falta es desmantelar esa maquinaria estatal –como señaló Marx con claridad cuando examinó el caso de la Comuna de París. Foucault nos lo ha planteado en términos elegantes y contemporáneos. Señaló que unos plantean sustituir la ideología sin modificar las instituciones y otros proponen cambiar éstas sin alterar el rumbo ideológico. Todo marchará bien si yo estoy ahí, dirán unos; con ajustes aquí y allá, corrigiendo vicios del pasado, resolveremos todos los problemas, dicen otros. Lo que hace falta, subrayó Foucault, es una conmoción simultánea de ideologías e instituciones. Es inútil sustituir al capitán del barco, si el barco mismo es el problema. Y se está hundiendo.

Ir más allá de la democracia no significa volver a las tradiciones autoritarias que marcaron a la izquierda en el siglo XX. Al contrario. Se trata de combatirlas en todas sus formas, tanto las abiertamente dictatoriales como las que se disimulan como democracias representativas. Se trata de hacer evidente que el famoso “gobierno de la mayoría” es profundamente autoritario y que las elecciones son sólo la cortina de humo para disimularlo. Que no sólo estaremos este año ante las elecciones de la ignominia sino que estaremos ante la ignominia del voto, lo que nos plantea un problema ético y político muy serio, que incluso nos enfrenta con muchos mexicanos que creen estar de nuestro lado, que quieren también el cambio, que consideran la situación tan insoportable como la sentimos nosotros…

Pero todo esto no es sino una colección de argumentos que evidentemente ha sido incapaz de desbancar a las creencias democráticas. Los adeptos de esa religión y sus pontífices fundamentalistas se multiplican y su iglesia parece  consolidarse.

¿Tendrá acaso razón Raúl Zibechi cuando sostiene que el problema está en la falta de opciones? La gente estaría recurriendo a las drogas químicas o discursivas porque habría reconocido la gravedad de la situación pero no sabe qué hacer y  no encuentra salida del atolladero. La parálisis vendría de esta angustia específica, de esta sensación de impotencia. La droga se usaría solamente para calmarla, para atenuar sus efectos, para no sentirla.

Dice bien Zibechi que los movimientos tradicionales de la izquierda, lo mismo que los nuevos movimientos sociales, parecen paralizados “porque el mundo en el que nacieron y crecieron está desapareciendo rápidamente”. Tiene razón también cuando subraya que “no se trata de cambiar el mundo, como si fuera algo externo a nosotros, sino de cambiarnos con el mundo.” Finalmente, también tiene razón al sostener que “ni el capitalismo ni el sistema-mundo caerán solos”, que “necesitamos desmantelarlos” y que “si lo conseguimos caeremos con ellos”.  “Sería vanidoso –concluye Zibechi- pretender que podemos salvarnos por el solo hecho de creernos revolucionarios”.

Zibechi describe el predicamento que parece aquejar a los anticapitalistas en todas partes del mundo en términos muy claros:

“No tenemos estrategias para vencer al capital, ni electorales ni insurreccionales, y no tenemos siquiera un imaginario alternativo a las urnas o a la toma del palacio. En segundo lugar, no hemos puesto en pie economías autosustentables, capaces de sostener la vida y de entusiasmar a los de abajo a dedicar todas sus energías a esas tareas. En suma, si llegamos a triunfar contra el capital, no sabemos con qué sustituir el capitalismo, salvo empeñarnos en repetir aquel “socialismo de Estado” (que en realidad era un capitalismo de Estado autoritario) que fracasó a finales de la década de 1980” (La Jornada, 18/11/11).

El despertar

Examinemos con cuidado esta hipótesis, que contribuye a entender la parálisis relativa que vivimos y la medida en que millones de personas siguen presas de la ilusión democrática. Este análisis, empero, no ve el otro lado de la medalla. Nos encontramos en una situación radical. Podemos observar un despertar colectivo producido por la coincidencia de una situación general muy adversa –los desastres- y la evidencia general de que la respuesta convencional, lo que hacen los gobernantes y los capitales, agrava esa condición y conduce a callejones sin salida. Surge así la ruptura. Empieza a pensarse lo impensable.

La situación radical que hoy vivimos emana de la condición general en que la inmensa mayoría de la población siente en riesgo su modo de vida, aunque sólo una minoría vea directamente amenazada su supervivencia. Se pierden los empleos, los haberes, las expectativas. Sólidas seguridades que eran argamasa de la vida social se desvanecen en el aire. En esta condición general, se hace cada vez más evidente para todos que las respuestas del Estado y del mercado son inútiles y a menudo agravan las dificultades en vez de remontarlas.

El despertar se manifiesta a menudo de manera caótica e imprevisible, como un rayo en noche serena, una iluminación, un estallido. De un día para otro lo que se consideraba normal toma el aspecto de andar de sonámbulo. De repente se perciben inmensas cuarteaduras que estaban ahí desde hace tiempo pero que dejamos de ver y entraron a formar parte del paisaje. Algunos de estos estallidos resultan efímeros, meros fuegos de artificio. Pero el despertar colectivo que caracteriza una situación radical no funciona así. Requiere tiempo para madurar. Su propio tiempo. Tiene su calendario y su geografía.

El despertar en la dispersión cotidiana rebelde

Poco a poco, en la base social, la gente sustituye sustantivos como educación, salud o vivienda, que serían “necesidades” cuya satisfacción depende de entidades públicas o privadas, por verbos como aprender, sanar o habitar, los cuales expresarían el intento de recuperar agencia personal y colectiva y habilitar caminos autónomos de transformación social.

  • Hemos llegado a un punto en que quien no tiene miedo al hambre, que acosa cada día a mil millones de personas, tiene miedo de comer, porque sabemos ya de los ingredientes dañinos de los alimentos que se ofrecen en el mercado. Pero la gente está rompiendo esa dependencia. Los habitantes de las ciudades empiezan  a producir sus propios alimentos. La mitad de lo que comen en La Habana lo cultivan ahí mismo. En Pasadena, California, en poco más de 300 metros cuadrados se cultivan tres toneladas al año de más de 400 vegetales. Se cultivan alimentos hasta en el centro de la ciudad de México. Al mismo tiempo, se asocian consumidores urbanos y productores rurales para crear una alternativa al mercado. La tradicional lucha por la tierra se convierte en defensa del territorio. Lo dijo en Jaltepec, hace un par de años, el Foro Nacional Tejiendo Resistencia por la Defensa de Nuestros Territorios: “Estamos en resistencia. No nos dejaremos vencer por esta nueva ofensiva neoliberal de despojo. Creemos profundamente en el valor de nuestras asambleas, del ejercicio de la autoridad vista como servicio, la propiedad colectiva de la tierra y la reconstitución de nuestros territorios como pueblos, como instituciones de las que obtendremos fortaleza” (http://www.huizache.org/noticias/declaracion-jaltepec)  Hace cuatro años los zapatistas anunciaron la Campaña Mundial por la Defensa de las Tierras y los Territorios Indígenas, Campesinos y Autónomos en Chiapas, México y el Mundo. Todas estas expresiones se enmarcan en la idea de soberanía alimentaria que ha definido Vía Campesina, la organización de campesinos más grande de la historia: se trata de definir por nosotros mismos lo que comemos… y producirlo en nuestros propios términos (Ver Declaración de Nyéleni, en http://www.nyeleni.org/spip.php?article291)
  • El sistema educativo se halla en crisis: no prepara a la gente para la vida y el trabajo y margina a la mayoría. A pesar del fracaso evidente y bien documentado de la escuela y de la experiencia cotidiana de los daños que provoca persiste aún una lucha generalizada por “obtener educación”; la mayoría ha sido educada en la idea de que sólo así podrá “ser alguien” y dejará de padecer la discriminación que se ejerce contra todos los “nadies”. Pero la gente ha estado reaccionando. Junto a los intentos de reformar y mejorar el sistema y de impulsar formas de educación alternativa, se extiende cada vez más un movimiento vigoroso que avanza en otra dirección. Las prácticas de aprendizaje autónomo y libre se han vuelto más populares que nunca y el movimiento está generando sus propios arreglos institucionales, al margen, en contra y más allá del sistema. Tales prácticas, sustentadas en su propio aparato teórico, desbordan los marcos actuales, recuperan antiguas tradiciones de aprendizaje e introducen tecnologías contemporáneas en las formas de aprender y estudiar como actividades gozosas y libres. Se trata de un movimiento peculiar. Es posiblemente el más grande del mundo, en términos del número de personas involucradas: quizás miles de millones. Pero es básicamente invisible y buena parte de quienes participan en él no se sienten parte de un movimiento social o político en el sentido convencional del término, aunque se entusiasman al encontrarse con otros como ellos, entablar relaciones horizontales y compartir experiencias. En general, están plenamente conscientes del significado de lo que hacen: viven a fondo la radicalidad de romper con toda forma de educación para aprender y estudiar en libertad.
  • El sistema de salud es cada vez más ineficiente, discriminatorio y contraproductivo. Se ha documentado ya  el efecto iatrogénico: médicos y hospitales producen más enfermedades que las que curan. La producción, distribución y consumo de salud es el segundo sector de la economía en el mundo, involucra a un número creciente de personas y se amplía tan rápidamente como sus fracasos. La gente ha reaccionado. Prosiguen esfuerzos de reforma y proliferan terapias alternativas. Al mismo tiempo, cunden iniciativas que desafían abiertamente al sistema mismo de salud, rompen con las nociones dominantes de enfermedad, salud e incluso cuerpo y  mente, al tiempo que nutren prácticas autónomas de sanación, recuperan tradiciones terapéuticas que habían sido marginalizadas y descalificadas por la profesión médica y habilitan formas de comportamiento más sanas y formas de tratamiento más humanas, arraigadas en el hogar y la comunidad. Empiezan ya a tomar forma sus nuevos arreglos institucionales.
  • Se extienden aún los desastres que habitualmente acompañan los desarrollos públicos y privados y estimulan la proliferación de personas sin techo.  Al mismo tiempo, se multiplican las movilizaciones que tienden a frenarlos, reformular el ámbito urbano y empezar a crear condiciones de vida diferentes en las ciudades, replanteando incluso la noción misma de ciudad. Se consolidan y fortalecen prácticas de autoconstrucción que definieron por mucho tiempo la expansión  urbana, enriqueciéndolas con tecnologías contemporáneas. Estilos de asentarse que por muchos años fueron la forma característica de construir de los llamados “marginales” se extienden hoy a otras capas sociales. Docenas de “ciudades en transición” definen un intento radical de transformación de la vida urbana. Se extiende por todas partes el movimiento okupa, los empeños de regeneración barrial y la creación de nuevos ámbitos de comunidad. Proliferan luchas que traen a la ciudad la mutación política en el campo y crean coaliciones de defensa territorial –contra un aeropuerto, una nueva vialidad, desarrollos públicos y privados. Tienden a convertirse en semilla para instalar formas autónomas de gobierno.  Forman parte de estos movimientos las iniciativas tendientes a recuperar la auto-movilidad, a pie o en bicicleta, y resistir activamente la subordinación a los vehículos de motor.
  • Aunque prosigue la Walmartización del mundo y unas cuantas compañías extienden su capacidad predatoria causando toda suerte de daños, se amplía también una nueva era de intercambio directo que se realiza fuera del mercado capitalista. Prosperan no sólo los mercados en que productores y consumidores abandonan esa condición abstracta para practicar el trato directo entre personas, sino también las monedas locales, que operan como medios de pago y argamasa comunal para facilitar las diversas formas de trueque que están renaciendo. Reciben muy diversos nombres los métodos de intercambio que en muchos casos abandonan la utilización directa del dinero-mercancía y buscan sustituir el mercado abstracto por relaciones entre partes que se conocen y se tienen confianza y ninguna explota a la otra. En todos los casos, son iniciativas que desafían abiertamente la ficción del mercado autoregulado que se ha empleado para disimular el dominio corporativo.

En todas las esferas de la vida cotidiana se manifiestan nuevas actitudes, bien arraigadas en sus contextos físicos y culturales, que prosperan dentro de nuevos horizontes políticos, más allá de las ideologías dominantes y de los patrones convencionales. Tales iniciativas adquieren creciente visibilidad en la hora de la crisis, puesto que ofrecen creativas opciones de supervivencia y resisten con eficacia las políticas y proyectos dominantes.

Es cierto que muchas personas participan en estas iniciativas sin abandonar el individualismo dominante. No sólo contraen la actitud a sí mismas, para su propia satisfacción, sino que rechazan con firmeza su sentido social y político. Pero es igualmente cierto que incluso ellas empiezan a reaccionar contra el hiper-individualismo reinante, padecen sus consecuencias y se abren a otras en un intento de redefinirse en su condición social.

Buena parte de estas iniciativas aparecen como reacciones de supervivencia, en situaciones difíciles y hasta desesperadas. Están por lo general desarticuladas entre sí: no brotan como expresión de un movimiento colectivo y organizado, pero esto mismo revela su carácter: se enmarcan en una situación radical, en ese despertar colectivo en que personas de las más diversas características coinciden en una toma de común de conciencia y logran por sí mismas encontrar respuestas que tienen un denominador común: su carácter no capitalista. Hay en ellas, con toda claridad, eficaces respuestas a la doble enajenación de las relaciones capitalistas de producción: la de los frutos del trabajo y la de la propia actividad creadora. Son también reacciones heréticas a la religión del dinero.

El despertar en la calle

Han tenido gran visibilidad múltiples manifestaciones del despertar colectivo que actualmente recorre el mundo. La primavera árabe, el asalto a las plazas públicas que se extiende por todas partes, la erupción masiva tan intensa como la represión violenta que intenta apagarla, la marcha tenaz que todo lo desafía… Aunque lo reflejan y expresan, no debemos confundirlas con él.

Las movilizaciones que tomaron por sorpresa a los poderes constituidos lo mismo que a los ciudadanos y los partidos son iniciativas valerosas y coherentes que desafían, a veces en forma espectacular, el comportamiento normalizado, previsible y predecible que se nos ha estado imponiendo.  “Mis sueños no caben tus urnas”, dijeron en Plaza del Sol. “Tener demandas sería pensar que allá arriba hay alguien que las pueda atender”, dijeron en la Plaza de la Libertad en Wall Street; “y eso es, exactamente, lo que ya no creemos”. Es ésta la novedad, lo que revela el carácter de estas acciones multitudinarias.

Los que se presentan a sí mismos como meros gestores de la crisis, que sólo pueden dar cierto cauce a fuerzas que los rebasan y los preceden; los que se lavan continuamente las manos por medidas no sólo impopulares sino antipopulares  pues según ellos no tienen más remedio que aplicarlas; los que exigen continuamente “obediencia debida” a decisiones que no deben ser cuestionadas y por ello criminalizan toda disidencia; los que así instalan lo que Hannah Arendt llamó “gobierno de nadie”, una de las formas más crueles y tiránicas de gobierno porque nadie aparece como auténtico autor de las acciones y de los acontecimientos y todos actúan como meros engranajes de una maquinaria total de la que nadie está a cargo;todos estos “poderes” predican, generalizan y arraigan formas de comportamiento  homogéneas, atrapadas en la norma, sujetas a las disposiciones del mercado y del estado, configuradas y moldeadas desde arriba, que son condición para que la maquinaria pueda seguir funcionando. Se trata, como ha recordado Amador Fernández-Savater (through Europe, 06/12/11), de que interioricemos esos automatismos impuestos para que hagamos lo que debemos hacer, veamos lo que tenemos que ver, digamos lo que hay que decir y pensemos lo que está prescrito pensar, es decir, que seamos interna y externamente lo que esos poderes establecen. Es esa, muy claramente, la actitud que nos llevó a las catástrofes actuales.

Lo que hemos estado viendo a lo largo de 2011 encaja bien en lo que la propia Hannah Arendt llamaba “la acción”, cuando la gente, los cualquieras, los hombres y mujeres ordinarios, personas sin líderes y en general sin partidos o ideologías específicas, desafían radicalmente aquellos automatismos, se unen a sus iguales, resisten cuanto significa obedecer y repetir, salen de su aislamiento e impotencia y empiezan algo nuevo. Estas iniciativas, subraya Fernández-Savater, “no confían el mando a los que saben, sino que parten del principio de que todos podemos pensar; no tienen rostro, pero precisamente para que quepan todos y cada uno de los rostros singulares; no gestionan lo que hay, sino que inventan colectivamente nuevas respuestas para problemas comunes. Pluralidad, invención, pensamiento: así es la danza de los nadie contra el Gobierno de Nadie”.

Y aquí, en esta actitud radical que se extiende por todas partes, parece inevitable recordar el momento en que se nos dijo, con toda claridad: “Detrás de nosotros estamos ustedes”…

“Sobrepasando las barricadas de la resistencia y de la autodefensa, las fuerzas vivas del mundo entero se despiertan de un largo sueño”, ha comentado Raoul Vaneighem. “Su ofensiva, irresistible y pacífica, barrerá todos los obstáculos levantados contra el deseo de vivir que alimentan aquellos que, innombrables, nacen y renacen cada día. La violencia de un mundo por crear va a suplantar la violencia de un mundo que se destruye”.

Para apuntalar su esperanza Vaneighem menciona a los zapatistas, que  “han emprendido la resistencia contra todos las formas de poder organizándose ellos mismos y practicando la autonomía. Estos ‘sin rostro’, que tienen la cara de todos, están a punto de devolver a la humanidad su verdadera faz,” porque “en la crisis de nuestras democracias parlamentarias corroídas por la corrupción en todos los sitios y manipuladas también en todos los sitios por las empresas multinacionales” inventan una sociedad que libera “la vida cotidiana de la empresa económica en la que se encuentra reducida a un objeto de transacción mercantil”, o sea, libera la vida cotidiana de la prisión capitalista. (L’État n’est plus rien, soyons tout, 2010; hay traducción de Raúl Ornelas).

El despertar en la cabeza

El despertar colectivo actual está generando nuevos centros de producción de conocimiento fuera de los centros de investigación públicos o privados y de las instituciones universitarias convencionales. Se gestan en ellos nuevas tecnologías, basadas en innovaciones teóricas significativas, que reformulan la percepción del mundo e introducen nuevas metodologías para interactuar con él que cuestionan  los paradigmas dominantes. Como sugería Foucault, ahí se fortalece y profundiza la insurrección de los saberes sometidos: se recuperan los contenidos históricos que habían sido enterrados o enmascarados dentro de coherencias funcionales y sistematizaciones formales; se revalora el saber que fue descalificado porque se le consideró incompetente, insuficientemente elaborado, ingenuo y jerárquicamente inferior al científico, un saber específico, local, regional, diferenciado; y se yuxtaponen y combinan saberes eruditos con memorias locales, para formar un saber histórico de lucha, lo que exige demoler la tiranía de los discursos globalizantes, con su jerarquía y con los privilegios que se derivan de la clasificación científica del conocimiento, que tiene efectos intrínsecos de poder.

La empresa autónoma de pensar, el desafío radical a la producción institucional de los enunciados con los cuales gobernamos nuestro comportamiento, ha estado tomando diversos nombres, que intentan ir más allá de la investigación convencional, incluso en su forma de investigación participativa. Se le llama reflexión en la acción o investigación militante o insurgente y aparece por todas partes, lo mismo en el Colectivo Situaciones, de Argentina, que en la Universidad de la Tierra en California o en el corazón de Italia. Se trata de un fenómeno realmente general que se ajusta bien al estado de cosas, cuando las formas de pensar dominantes ya no son útiles para entender lo que pasa y mucho menos para construir el mundo nuevo.

Articular la rebeldía

La guerra civil y el control delincuencial de la realidad social, que en muchos puntos de la geografía nacional hace ya imposible una vida cotidiana normal, ya no digamos una elección, está ampliándose e intensificándose. Es posible que su extensión a todo el territorio constituya la perspectiva más realista. Va tomando forma la hipótesis de que el gobierno no tiene real interés en detenerla. Al contrario. Como se dice en Honduras, tiene miedo de que la gente esté perdiendo el miedo. De la misma manera que en localidades específicas la gente prefiere abiertamente el control oprobioso del ejército al de los delincuentes, el gobierno podría estar esperando que ese sentimiento se hiciera general para dar base social a la decisión de consolidar legalmente el estado de excepción no declarado en que ahora vivimos a fin de profundizar la represión y detener las iniciativas populares.

Aquí mismo, en su intervención en el Primer Seminario Internacional (diciembre 2009-enero 2010), Javier Sicilia señaló que “las crisis que vivimos… nos colocan en estado de revolución, es decir, en la necesidad de un cambio profundo.” Advirtió que se trata de una revolución de naturaleza distinta a las que conocemos y recordamos, porque la idea misma de revolución que viene del pasado se ha vuelto inviable. La nueva revolución, para Sicilia, que sigue estando en la entraña del zapatismo, apenas ha sido entendida. Y éste es el desafío actual: un desafío a la comprensión y a la imaginación, a partir del reconocimiento explícito de que el cambio vendrá de abajo, de la propia gente, porque así es como los verdaderos cambios se producen. Esa revolución es un arte y exige reconocer en la gente, en los hombres y mujeres ordinarios, a los artistas capaces de darle forma y fondo a la creación nueva.

Nadie sabe cómo hacer una revolución. No es algo que alguien pueda proponerse y pueda someterse a un plan. Pero no podemos seguir a la expectativa. Estamos realmente ante una emergencia nacional y sabemos bien que las clases políticas no se atreverán a declararla. Hacerlo mostraría su inutilidad y su complicidad con ella: no supieron preverla, han contribuido a crearla y no saben cómo enfrentarla.

Necesitamos declarar nosotros mismos la emergencia nacional y  concertar la acción consiguiente.

Nuestra declaración se apoyaría el despertar colectivo en que nos encontramos. No estaría en el vacío. Podría mostrarse que, contra lo que piensa Zibechi, se ha estado construyendo, desde abajo y a la izquierda, un “imaginario alternativo a las urnas o a la toma del palacio” para vencer al capital por vías que no son electorales ni violentas. Revelaría que se han estado generando hipótesis y teorías con suelo social y político que permiten reconocer el carácter opresor de las urnas y de las insurrecciones armadas y formulan opciones. El nuevo imaginario, que toma formas cada vez más claras, acota con precisión el camino. Hemos aprendido ya a prescindir de la construcción de tierras prometidas, visiones alternativas de la sociedad en conjunto, proyectos alternativos de nación… Identificamos en todas esas fórmulas ilusiones útiles para la manipulación y el control, no para la acción auténticamente transformadora. Confiamos ahora en que la propia gente, desde sus ámbitos propios, en sus asambleas y foros, desde la diversidad, podrá imaginar y construir uno por uno los ingredientes del mundo nuevo, que como siempre surgirá del vientre de la sociedad que muere.

Dice Zibechi que “no hemos puesto en pie economías autosustentables, capaces de sostener la vida y de entusiasmar a los de abajo a dedicar todas sus energías a esas tareas”. Por eso piensa que si llegamos a triunfar contra el capital no sabremos con qué sustituir el capitalismo, porque sólo disponemos de fórmulas ya fracasadas. He tratado de mostrar lo contrario. He mencionado ejemplos de las maneras en que millones de personas han estado organizando economías capaces de sostener la vida, conscientes de que si no lo hacen están condenadas a la extinción. Iniciativas como las de la agricultura urbana, la defensa del territorio, las formas alternativas de aprender, de sanar y habitar, las modalidades de policía comunitaria que apuntalan una noción propia de seguridad, las iniciativas que recomponen eficazmente el tejido social en barrios y comunidades, las capacidades redescubiertas de pensar por uno mismo, todas ellas de carácter no capitalista, no son actos marginales o de pequeñas sectas disidentes. Son iniciativas que lejos de obedecer y repetir los automatismos impuestos, buscando opciones de supervivencia en el mercado o en el Estado, reivindican las maneras del buen vivir y demuestran que a pesar de todas las restricciones, con todo en contra, la gente puede recuperar paso a paso sus propios medios de subsistencia y su capacidad creadora, rompiendo el aislamiento y la impotencia.

Declarar la emergencia nacional  no operaría en el vacío. Podría ilustrar de mil maneras distintas cómo podemos, en cualquier parte en que nos encontremos, en cualquiera de nuestros contextos y posiciones, desgarrar los tejidos autoritarios en que se nos ha mantenido y emprender la acción liberadora. De esta manera, la declaratoria serviría ante todo para evitar la trampa de pensar que el mero recambio de dirigentes permitirá enfrentar las dificultades actuales y que alguno de ellos tiene en sus manos las recetas que permitirán remontarlas. Es una trampa en que pueden haber caído ya millones de mexicanos, convencidos acaso de que no hay otra opción.

La declaratoria serviría también para mostrar que no hace falta forjar un consenso previo entre los ciudadanos para que se afilien con algún candidato, o bien opten por votar en blanco o abstenerse. Podría poner en perspectiva la elección misma y sacar la atención de las campañas, mostrando su radical irrelevancia para todo lo que importa.

El nosotros que necesita declarar el estado de emergencia y hacerle frente es todavía tenue, vago, desarticulado… No tiene un perfil claro. Esto corresponde en parte a las nuevas formas del protagonismo social, porque el sujeto de la transformación, el que está tomando en sus manos la iniciativa, no adopta las formas tradicionales de las organizaciones de clase y las estructuras partidarias. Eso no significa que se carezca de organización: existe en la base social y en estos años se ha estado fortaleciendo, ante las dificultades del día y las agresiones permanentes. Con infinidad de nombres: foros, coaliciones, coordinadoras, espacios, congresos, alianzas…a partir de las simples organizaciones de barrio, de comunidad, de pueblo, se han multiplicado las formas organizativas que ya entran en disputa con las mafias y bandas políticas y económicas, legales e ilegales, que intentan controlar todos los territorios.

Declarar desde ellas y con ellas la emergencia nacional sería una forma de articular esas múltiples iniciativas en un empeño común que ha de eludir cuidadosamente el carácter de una revuelta. No sería un estallido repentino, que puede dejar huellas duraderas, como la lava de un volcán, pero que desaparece con la misma rapidez con que surgió; no podría verse siquiera como la erupción simultánea de volcanes adormecidos. Tampoco sería análoga a episodios como los que se convierten en símbolos de una transformación duradera, como la toma de la Bastilla, el Palacio de Invierno o el grito de Miguel Hidalgo.

Necesitamos una rebelión – el tipo de gesta que constituye la sustancia de toda auténtica revolución. Se trata de que los humillados y ofendidos, los que hemos estado continuamente dominados por un sistema opresor que nos ha estado despojando de todo lo nuestro y que en estos años amenaza lo que nos queda, dignidad y tejido social, se trata de que todos ellos irrumpan en el acontecer político de la dominación.

Parece que estamos listos para esta rebelión novedosa porque se comparte cada vez más la convicción, basada en la experiencia de todas las luchas anteriores, de que no podemos ceder la fuerza, el mando, la capacidad de conducir la transformación. Ya no estamos dispuestos a delegar todas nuestras capacidades en un grupo de dirigentes, incluso los emanados de nuestras propias filas, para que den forma al nuevo marco legal e institucional que acotará el nuevo estado de cosas. Para no repetir la experiencia histórica, en que una y otra vez se nos expropia lo conseguido, buscamos hoy mantener el control del proceso. Hemos estado aprendiendo a hacerlo en asambleas y parlamentos de coaliciones cada vez más amplias, en que se logran acuerdos entre quienes acuden con representación temporal y sujeta a mandatos precisos, siempre expuestos a la revalidación de los representados. Nada de esto, que requiere imaginación y creatividad sociológica y política, tiene que ser decidido de antemano. Surgirá en el propio proceso, cuando se requiera.

Las iniciativas en pequeña escala que he estado mencionando son claro anticipo de la sociedad por venir, pero tienen que realizarse a contrapelo de un sistema agresivo y hostil que los acosa continuamente y les causa grave desgaste. Hace falta el levantamiento – un levantamiento que opere por contagio (como ha sido siempre con el zapatismo), más que por concertación estratégica clandestina desde las dirigencias. Es cierto que pelear es abominable, pero no debe causar tristeza entregarnos a esta militancia. Al conectar nuestros deseos con la realidad, entretejiendo rabias y descontentos en la acción, en vez de retirarlas a las formas de la representación teórica o política, les daremos cabal fuerza revolucionaria (Foucault, 1983, p. xiii).

Declarar la emergencia nacional y actuar en consecuencia, es decir, abandonar las reacciones “normales” y normalizadas, como si fuera posible esperar que cayera de algún cielo político el cambio que necesitamos con urgencia, puede constituir un acto revolucionario, porque establecería una nueva posibilidad: se habrían transgredido fronteras culturales para abrir un nuevo camino que no parecía posible.

Los días de furia en las calles y en las plazas, lo mismo que las acciones calladas en las casas y en los patios, siguen las gradaciones de la revuelta y la rebelión. A través de ellas se va mostrando un tipo de contagio revolucionario que se realiza sin la Bastilla o el Palacio de Invierno y carece de Zapatas, Villas, Carranzas y Obregones. Existe como iniciativa de la propia gente, de hombres y mujeres ordinarios, de la gente común…los insumisos, los rebeldes, los soñadores, que saben bien cuál es el calendario y la geografía apropiados para su acción. Ejercen así su poder, que en esas condiciones se llama dignidad.

Desde el vientre de una sociedad destrozada, bajo amenazas insoportables, está naciendo ya la nueva. Nace para evitar el horror que nos acosa y agobia y para contener los males en curso. Nace también para iniciar un nuevo camino de transformación y regeneración.

Declarar la emergencia nacional, desde nosotros mismos, le dará visibilidad y dinamismo a esa nueva sociedad, hará posible concertar el empeño y así podremos ponernos en marcha con la urgencia que hace falta.