Publicado en: Ojarasca

En un área industrial de la región Sur Central de Los Ángeles, California, hay un gran terreno baldío que ocupa toda una cuadra. Son casi seis hectáreas cercadas con reja y alambre de púas, un espacio vacío que podría pasar desapercibido en esa cenicienta extensión de concreto y asfalto. Pero hace dos años, antes de que el gobierno del alcalde demócrata Antonio Villaraigosa lo destruyera, ese terreno estaba lleno de vida. Aquí, en este amarillento vacío terregoso, floreció durante 14 años lo que era probablemente la granja urbana más importante de los Estados Unidos, cultivada por 350 familias pobres, en su mayoría inmigrantes latinoamericanos, que reconstruían sus tradiciones y su vínculo con la tierra, en un espacio de convivencia lejos de la violencia, la discriminación y los muchos otros problemas que afectan a las comunidades pobres en ese país.

Una compleja y truculenta trama de intereses económicos y políticos hizo que la ciudad le vendiera el terreno al empresario Ralph Horowitz, y en mayo de 2006 los campesinos recibieron el aviso de que se­rían desalojados. Se formó entonces un amplio movimiento de resistencia compuesto por los campesinos de la granja, miembros de la comunidad, activistas, integrantes de la Otra Campaña, ecologistas y varias celebridades. A pesar de la resistencia, el 13 de junio de ese año tropas de choque desalojaron a los campesinos y de­tuvieron a 40 personas, y tres semanas después regresaron a destruir la granja por completo.

Hoy, dos años después del desalojo, un grupo de familias de la extinta granja aún lucha por reconstruir y preservar una alternativa campesina ante la marginación que viven los “de abajo” en Estados Unidos. Todos los viernes los campesinos viajan tres horas a un terreno en Bakersfield y otro en el Valle Imperial, donde cultivan productos orgánicos que venden en un tianguis los domingos a un lado de la antigua granja, donde también realizan eventos educativos y culturales.

Al mismo tiempo, continúan luchando por recuperar el espacio original de la granja. Este año, la ciudad aprobó la propuesta de Horowitz para construir una bodega de la empresa Forever 21 en el predio, saltándose el requisito de presentar un informe de impacto ambiental. La amplia movilización convocada por los campesinos logró bloquear la aprobación. Al mismo tiempo, los campesinos unieron esfuerzos con el Centro de Trabajadores de Costura para denunciar las violaciones laborales de la empresa Forever 21 —la cual, desde la destrucción de la granja, ha donado 1.3 millones de dólares al gobierno de Villaraigosa—, cuyos contratistas emplean mano de obra migrante en condiciones de explotación.

Horowitz insiste que el proyecto traerá empleos al Sur Central. Los campesinos entienden la ironía de sustituir una alternativa autogestiva y liberadora por una que explota la mano de obra de las mismas comunidades desplazadas que crearon la Granja Sur Central.

Para captar la relevancia de la granja, es necesario entender el contexto en el que ésta surgió. El Sur Central es una región con una larga historia de exclusión, segregación racial y violencia. En 1992 fue el escenario de una de las más violentas rebeliones de la historia estadounidense, cuando la absolución de cuatro policías que golpearon brutalmente al taxista negro Rodney King desencadenó la frustración acumulada ante el racismo y la exclusión, provocando una revuelta que duró seis días y resultó en 53 muertes y 12 mil arrestos.

Las condiciones en el Sur Central no distan mucho de la realidad de buena parte de los barrios pobres y “de color” de cualquier urbe estadounidense: altos niveles de desempleo, bajos salarios, sobrepoblación, escasez de vivienda, segregación racial, altos índices de enfermedad, fuerte presencia de pandillas, drogadicción, un sistema educativo desastroso. En cuestiones de salud, la situación es alarmante. El Hospital Martin Luther King Jr, construido en los setenta como respuesta a la escasez de hospitales en el Sur Central, se destacó por ser el quinto de la nación en mortalidad infantil. En 2007 cerró sus puertas tras el escándalo provocado por la muerte de Edith Rodríguez, quien falleció después de 45 minutos de agonía en el suelo de la sala de emergencias mientras las enfermeras se rehusaban a atenderla y un encargado de la limpieza trapeaba su vómito ensangrentado.

La desigualdad, la pobreza, los problemas de salud y la pésima educación tienen un componente claramente racial. Es justamente en el periodo en que estos problemas se agudizan (en los 80s), que la población “blanca” pasa a ser minoría en Los Ángeles. De 1970 a 1990 esa población disminuyó de 70.9 a sólo 40.8 por ciento, mientras la población latina creció de 14.9 a 36.4 por ciento. Hoy los latinos conforman la mitad de la población de Los Ángeles.

Un factor que contribuye a los altos índices de problemas de salud entre los pobres en Estados Unidos es la alimentación. En estos barrios hay muy pocos supermercados u otras tiendas con productos frescos, y el precio de los productos saludables es exorbitante. Al mismo tiempo, hay una relación estrecha entre obesidad y desnutrición. Según las cifras oficiales, en 2004, el 36.8 por ciento de las familias pobres sufrían inseguridad alimenticia, y el 13.6 sufrían de hambre.

Pero en muchas partes de Estados Unidos, estos campesinos son protagonistas de resistencia y de la creación de alternativas como la Granja Sur Central que, a contrapelo del sistema, ofrecen la posibilidad de una vida más digna. La granja constituía no sólo una alternativa de autosustentabilidad alimenticia e independencia económica, sino una fuente inédita de alimentación de alta calidad a bajos precios, para una de las poblaciones más desfavorecidas de los Estados Unidos. Además, los campesinos de la granja preservaban antiguas tradiciones de cultivo, conocimientos de medicina natural y semillas ancestrales. La granja era, y quiere seguir siéndolo, un lugar de convivencia lejos de la violencia, las drogas, las pandillas y el racismo de los barrios pobres: un refugio donde los niños podían jugar sin miedo, donde se realizaban fiestas y ceremonias tradicionales y donde se fortalecía un sentimiento de identidad y de valor comunitario. Era, también, un espacio educativo, donde las nuevas generaciones aprendían a convivir con los más viejos, y donde las tradiciones, los idiomas y las expresiones culturales se transmitían y preservaban. La tradición democrática indígena y campesina de las asambleas comunitarias se veía reflejada en las reuniones semanales de la Asamblea General, durante la cual se tomaban las decisiones colectivas.

Para Libero Tlatoá, como para otros miembros de la granja, el sueño del “oasis en un desierto de concreto” —el título del documental de Sheila Laffey sobre la granja— sigue vivo, pues “cuando están destruyendo tu casa uno saca las garras.”

por Alejandro Reyes, reportero alternativo de Radio Zapatista de San Francisco, California