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Dos menores juegan en un campo para refugiadas y refugiados en Pakistán. Foto: AP. Tomada de Noticias Caracol.

Por: Eugenia Gutiérrez, Colectivo RZ.

México, abril, 2018.

Sus ojos desconciertan. Brillan y se apagan al mismo tiempo. Sostienen firmes una mirada que está y luego no está. Es una niña más en una ciudad cualquiera de un país lleno de desigualdades. Desconocemos su nombre. La vemos en la serie El comienzo de la vida que dirige Estela Renner. El capítulo se titula “Infancia negada”. En pobreza total, se le ve cuidar a su hermanito de seis años y a una hermanita incluso menor. Su madre trabaja. Su padre no está. Ella tiene diez años y no puede jugar. Por las tardes y noches es madre y padre en un entorno de techo frágil, sin tierra, sin salud ni alimentación, sin tranquilidad. Como estrellas lejanas, sus ojos titilan ante las preguntas de una entrevistadora. Brillan, se apagan, brillan. La niña dice que lo que más le gusta del día es ir a la escuela. Cuando la entrevistadora le pregunta “¿cuál es tu mayor sueño?”, la niña se emociona. Sus ojos brillan y brillan mientras la pequeña responde sonriendo: “Yo no tengo sueños”. Después de un silencio breve, sus ojos intensos se apagan otra vez.

Los reportes más recientes de organismos financieros internacionales como la UNICEF y el Banco Mundial, muy preocupados por la rentabilidad, advierten sobre el incremento de la pobreza en poblaciones infantiles a nivel global. En estos días de celebración de la infancia hay unos 400 millones de niñas y niños en pobreza extrema, de los cuales, la mitad padece hambre. Más de 50 millones de niñas y niños han sido desplazados por guerras y han perdido su arraigo. Hay más de 20 millones de infantes que no reciben ningún tipo de educación y que no tienen acceso a servicios de salud de ningún tipo. Se calcula que, cada día, mueren 15 mil niñas y niños menores de cinco años por causas asociadas a la pobreza, unos cinco y medio millones cada año. Si seguimos con este ritmo, para el año 2030 habremos dejado morir de hambre y enfermedades asociadas a 70 millones de niñas y niños más, antes de que cumplieran cinco años.

En contraste, la adicción al azúcar y a los carbohidratos que las sociedades de consumo provocan en sus hijas y sus hijos, ha conseguido que el número de niñas y niños obesos supere al número de niñas y niños desnutridos y se acerque al de niñas y niños en situación de hambruna. Los reportes más recientes de la Organización Mundial de la Salud informan que hay 124 millones de personas entre los 5 y los 19 años que padecen obesidad y que difícilmente lograrán tener una vida sana. Estamos, pues, frente a la primera generación infantil que oscila entre el hambre y el hartazgo.

La organización Humanium, especializada en el combate a la trata infantil, calcula en 4 mil el número de niñas y niños que ingresan, cada día, al mundo de la trata. Un millón y medio cada año. El comercio infantil es uno de los más lucrativos del mundo ya que, junto con la trata de mujeres, genera ganancias por unos 10 mil millones de dólares anuales. Decenas de organizaciones han documentado que este comercio infantil se da con fines de explotación sexual, tráfico de órganos y esclavitud.

Una de cada seis niñas o niños habita zonas de guerra, afectadas por conflictos armados o amenazadas por violencia militar. La organización Save the Children publicó recientemente un reporte que calcula en 357 millones el número de menores que viven en guerra, un incremento de 75% con respecto a los años noventa. A pesar de todos los tratados internacionales, la infancia sigue siendo víctima de ataques químicos, bombardeos, francotiradores, tortura y otras atrocidades.

Casi todas las niñas y los niños que viven en zonas de guerra están expuestos a las llamadas minas antipersonales, o bombas que se entierran someramente, así como a las bombas de racimo. Los datos más recientes hablan de la existencia de cien millones de minas antipersonales enterradas en más de sesenta países. Por número de bombas enterradas, encabezan la lista Afganistán, Colombia, Myanmar, Pakistán y Siria, pero es África el continente más afectado, pues la mitad de sus países cuenta con zonas minadas. La gran mayoría de estas minas antipersonales llevan décadas enterradas en campos que quedan inhabilitados para el cultivo, incluso cuando las guerras parecen haber terminado. Cada día mueren aproximadamente diez personas por pisar o intentar desactivar una mina (unas cuatro mil cada año), mientras que otras diez personas quedan mutiladas y gravemente heridas. El 40% de esas personas son niñas y niños.

La organización ICBL (especializada en desactivar minas y bombas racimo desde hace 25 años) reporta que el número de minas plantadas y de bombas racimo almacenadas se duplicó en 2016, en el marco de las guerras civiles que padecen Siria y Yemen. Los esfuerzos por desactivar las minas son intensos, pero su número es tal que los cálculos de la Cruz Roja Internacional no son alentadores. Si dejaran de plantarse minas en este momento y si fuera posible seguirlas desactivando al ritmo actual, lograrlo nos tomaría unos mil cien años de trabajo ininterrumpido. Más de un milenio para limpiar nuestro planeta.

Hay otros contextos de guerra, inasibles todavía, que afectan a la infancia, contextos cuyas cifras reales o aproximadas no están documentadas en ningún lado. En México, por ejemplo, no se ha elaborado ningún cálculo del número de niñas y niños que, a lo largo de toda su vida, se han visto afectados directa o indirectamente por la desaparición repentina de más de 30 mil personas, por el asesinato de más de 300 mil (ocurridos en la última década) o por la indiferencia del estado frente al robo incontrolable de infantes o frente a eventos donde se pierden masivamente vidas de niñas y niños, como ocurrió en la guardería ABC de Hermosillo, Sonora (2009) o en el colegio Rébsamen en Coapa, Ciudad de México (2017).

Sobre la afectación que viven niñas y niños cercanos a las decenas de estudiantes normalistas de Ayotzinapa que fueron secuestrados o asesinados en septiembre de 2014 durante la noche terrible de Iguala, Guerrero, la organización Fundar, A.C., ha realizado un estudio detallado en su trabajo Yo sólo quería que amaneciera. Impactos Psicosociales del Caso Ayotzinapa. El estudio consigna los efectos que causa en la infancia cada pérdida, cada ausencia, cada acto de violencia inexplicable. Pero esta búsqueda de sentido frente a lo incierto y lo irracional sucede en todo nuestro país, sin que ningún organismo internacional nos coloque en sus recuentos estadísticos de zonas de guerra.

En días pasados, del 15 al 25 de abril, decenas de representantes de comunidades zapatistas y de pueblos originarios de México se reunieron en el CIDECI-Unitierra de San Cristóbal de las Casas, Chiapas, para conversar con una amplia gama de personas acerca de los alcances de su propuesta de visibilizar los dolores más profundos de nuestro país en la voz de María de Jesús Patricio Martínez. La necesidad urgente de hacer comunidad hilvanó cada participación, mientras que el razonamiento en común apuntó claramente hacia la lucha por la vida como táctica y estrategia. En el encuentro se pudo observar a niñas y niños cuya ancestría inmediata no parecía tener como destino el juego ni el sueño y que hoy, gracias al esfuerzo organizado de sus comunidades, puede verles jugar y soñar.

El sistema en que vivimos es inhumano y brutal. Es un sistema infanticida, un campo minado que debemos desactivar.