Dos puños en alto: la orden para guardar silencio. La seña hace enmudecer a cientos de personas que rodean el edificio de siete pisos convertido en cascajo; apagan las motosierras y detienen el motor del trascabo. Desde la cima de ese monte de piedras y varillas, en una esquina de la colonia Condesa, un militar grita mirando hacia los escombros:

–¡Norma, Consuelo o María, si me escuchan golpeen o griten!

 La instrucción le enchina la piel a varios, sólo de imaginar que bajo esas rebanadas de concreto sin ventilación pueden estar atrapadas tres mujeres.

Los oídos de todos se agudizan esperando escuchar un grito, un quejido, algún ruidito. Hasta los ritmos cardiacos parecen disminuir con tal de escuchar “el milagro”.

 –¡Norma, Consuelo o María, si me escuchan golpeen o griten!, repite inútilmente el de la voz de mando.

A metros de distancia, detrás de la cinta amarilla con la que los militares limitan el acceso “a los civiles”, un hombre que se resiste al peso del cansancio y que pasó como topo arrastrándose entre los escombros del edificio, buscando sobrevivientes, se lamenta: “Así no se hacen las cosas. Esos que están al mando no saben”.

Vestido con estampado de camuflaje, casco rojo y credencial que lo identifica como funcionario federal, el hombre, experto en rescates y espeleología, explica: “El protocolo que siguen está mal. Ellos pretenden sacar primero todo desde arriba, pero eso tarda y no permite que haya un avance.”

La montaña de cascajo supera las copas de los árboles que embellecen la avenida Ámsterdam (donde tenían privilegiada vista los departamentos pulverizados).

Es el mediodía del miércoles 20: han trascurrido 23 horas desde que ocurrió el sismo, y el monte de cascajo sigue a la altura de las copas de los árboles.

La cima ha sido conquistada por soldados, marinos, personal con chalecos de Protección Civil y algunos albañiles de brazos macizos, quienes por horas han retirado, capa por capa, los trozos de concreto que se encuentran en la punta y que a veces tiran a los costados, cuando no directo a la hilera de brazos de voluntarios, “civiles”, la mayoría, que se coordinan hasta colocarlos en un camión de basura.

“En el sismo del 85 nos metíamos entre los pisos, hacíamos túneles y llegábamos a los que estaban atrapados, encontrábamos gente viva o los cuerpos –prosigue el rescatista frustrado–. Pero con este procedimiento de quitar primero todo desde arriba, de estar levantando, no se avanza, se pierde tiempo y no dejan avanzar”.

Luego enumera los edificios donde 32 años antes aplicó el método “topo”: en un edificio en la calle Tenochtitlán utilizando el hueco de un elevador; en un hotel de la calle Edison; en el edificio Nuevo León. De ahí sacó unas 15 personas.

El experto asegura que este 19 de septiembre sólo logró convencer a un teniente para que le dejara usar ese método reconocido en el mundo. Cuando lo logró, pudo meterse a los escombros apoyado por dos bomberos: bajó cinco metros y se coló entre el piso 3 y 4, donde encontró prensado el cadáver de una mujer. Cuando amaneció tuvo que dejar su recorrido.

“Nosotros hicimos un túnel, pero debieron de haberse hecho unos cinco más. En el 85 nos llegábamos a encontrar con la persona por varios lados y así se la sacaba, pero aquí solo un túnel pudimos hacer porque no quieren escuchar los militares y los de Protección Civil. No nos escuchan a los bomberos ni a los que vivimos esto en el 85, que les decimos que tenemos que hacer túneles de penetración”, subraya resignado y molesto. “Los que dan las órdenes no saben”.

Ese mismo forcejeo entre “uniformados” y “civiles” se nota en varios frentes.

La noche del martes 19, cuando los militares llegaron a encabezar las labores de rescate en la esquina de Laredo y Ámsterdam, tendieron un cerco para ahuyentar a quienes estaban cerca de la construcción derruida y no portaban uniforme o chaleco de alguna dependencia. O el miércoles 20 al medio día, cuando policías federales pidieron a vecinos y voluntarios que se retiraran y dejaran de sacar escombros, porque en adelante ellos se harían cargo. En ambos casos la gente se puso brava, no se dejó.

“Si nosotros llegamos antes de que ustedes estuvieran y pasamos aquí toda la noche, ¿por qué nos quitan? ¿Dónde estuvieron ustedes?”, se escuchó a un vecino decirle a una mujer policía que intentaba alejarlo.

Lo cierto es que el primer día los ciudadanos tomaron el control de la situación. Poco a poco, soldados y marinos han ido imponiéndose, haciendo retroceder a los civiles.

Desde la primera noche, alrededor de ese edificio colapsado en la colonia Condesa, un filtro de mujeres soldados –con sus armas largas en las manos– comenzó a cerrar el paso a quienes intentaban acercarse al desastre.

Lo narra María, una anciana vecina del inmueble que se derrumbó: “En cuanto cayó el edificio todos los vecinos de la Condesa salimos de nuestras casas y comenzamos a quitar piedra por piedra, nos organizamos para traer agua, comida, lo que se necesitara. Muchos extranjeros estuvieron comprometidos ayudando”.

Lo dice desde Casa Durango, la residencia verde habilitada como centro de acopio y desde donde supervisaban el rescate los familiares de los inquilinos del edificio caído, el que estaba cruzando la calle, el número 107 de Ámsterdam.

Sobran manos, sobran uniformados

Este terremoto no es el del 85, aunque nadie puede dejar de notar que se le parece. Como una mala broma, cayó en la misma fecha, 19 de septiembre.

Las mismas imágenes de edificios destruidos en la Ciudad de México, aunque ya no mediadas por los periodistas como Jacobo Zabludovsky, transmitiendo por la radio y la televisión. Ahora aparecen en tiempo real, tomadas desde los teléfonos de cualquier ciudadano y llegando directo a los celulares gracias a las redes sociales.

El daño es menos extendido: hace 32 años el centro de la ciudad parecía zona de guerra; se calcularon al menos 10 mil muertos. Este martes, medio centenar de casas o edificios fueron pulverizados por la comezón de la tierra, y hasta el miércoles 20 sumaban 104 los fallecidos en la capital.

El tamaño del drama no se mide a escala, sigue siendo el mismo en lugares como el multifamiliar de la avenida Álvaro Obregón, el derrumbamiento de la escuela Rébsamen con niños adentro y una niña que se comunica desde abajo de los escombros, la fábrica de las costureras en la Obrera.

Políticos, funcionarios y uniformados, otra vez intentando controlar, aunque no siempre pueden porque las multitudes se imponen. Por miles, la muchedumbre se vuelca a las calles dispuesta a ayudar a como dé lugar: sea alimentando a rescatistas o vecinos (aunque en lugares como la Condesa ofrecer un sándwich a un vecino puede ser considerado un insulto), sea abriendo centros de acopio junto a otros, sea arrimándose a las zonas de desastre para ofrecer ayuda en la cargada de cascajo.

Faltan expertos, pero sobran brazos, sobra voluntad, sobra juventud que ofrece su mano de obra hasta el derroche.

Todo vale para a poyar en la tragedia, para intervenir en las ruinas. Lo mismo llegan jóvenes con cascos de bicicleteros, a falta de industriales; guantes de látex para lavar platos –o navideños–, a falta de los rudos para la construcción; botas Caterpillar o a chancla pura.

A la Condesa llega todo tipo de tribus que toman un rol o se organizan en estructuras: Hay hileras de gente para arrojar lejos el cascajo, donde decenas más esperan para subirlo a camiones de volteo; brigadas de vecinos y desconocidos que ofrecen comida, medicinas, cobijas o agua, o que cargan el apoyo a algún centro de acopio; hordas de motociclistas que ofrecen ser mandaderos a lo que se requiera; ciudadanos dirigiendo el tráfico; representantes de colonias alejadas o de colectivos llegados de lejos para ayudar; fotógrafos profesionales esperando captar el instante del momento del rescate; mirones que quieren sacarse la selfie o que se paran por horas arriba de unas vigas para observar desde primera fila; camiones cargados con albañiles que descienden –con sus picos y palas– en la zona de desastre.

En esta que es una de las tres ciudades más grandes del mundo con sus 20 millones de habitantes (contando su zona conurbada), los 50 puntos de desastre llegan a ser pocos para tanta gente ávida de ayudar. Y tanta ayuda también descontrola.

Por la radio, el delegado de la Benito Juárez, Christian Von Roherich, pide que no se acerque más gente a ayudar. “No necesitamos más desorganización”, dice, casi suplica.

En las noticias se solicita a las personas que ya no intenten llegar a Xochimilco porque tiene saturadas las vialidades, y de tan bloqueadas hasta las ambulancias tienen dificultad de pasar. Las fotografías así lo constatan. Parece día de peregrinaje. Patrullas cierran el paso y regresan con todo y sus tortas y garrafones de agua a las almas solidarias que intentaban acercar comida.

En un centro de acopio en la colonia Roma una mujer mira cómo unos jóvenes suben a una camioneta las despensas y me dice, asustada, que ya no tiene control de quién se lleva a dónde las despensas. Es demasiada la gente. La calle está desbordada.

Un video muestra cómo las multitudes en la colonia Obrera abuchean, reclaman e intentan alejar al secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, a quien se le ocurrió pararse en el sitio de la emergencia.

Mientras tanto, en Ámsterdam 107, el día 20 desde las 10 de la mañana, comienzan a escucharse unos gritos, entre amenazantes y suplicantes, entre conmovedores y malagradecidos, de un militar:

-¡Civileeees, háganse para atráaaaas! ¿No ven que ponen en riesgo la vida de los que estamos aquí trabajando? ¡Más ayuda el que no estorba!

A coro repiten lo mismo algunos empleados de la delegación Cuauhtémoc.

La gente ignora la súplica-insulto, aunque cada tanto los uniformados van ganando centímetros para la cuerda que marca el perímetro donde se niega el acceso. Además de los empleados del gobierno, los únicos ‘civiles’ permitidos cerca del lugar son los albañiles enviados a apoyar por un par de firmas constructoras.

Sí se pudo, México

Desde la cima de los escombros, la mímica se repite constantemente: puños en alto. Todos congelados. Silencio. Falsa alarma. De vuelta el ruido y el movimiento hasta la próxima señal.

“Aquí está y está vivo”, se escucha a ratos la conversación de los de lo alto de la cima, aunque después de eso, y por horas, no se vea que saquen a nadie.

El rescatista indignado se perdió el momento en que pudieron arrancarle tres cuerpos al ensortijado edificio.

–Silencio… Camillas…Sábana… Un cartón limpio… Agua… Un doctor… Llamen a la ambulancia… Otra sábana… Llamen al hermano de Sergio… –gritaban quienes encabezaban los rescates, y coreaban todos los presentes, preludio de que esta vez no sería falsa alarma.

Entonces a las 11 de la mañana apareció el primer cadáver del día: amortajado en una sábana blanca, enganchado a una camilla que se pasaban de mano en mano.

Lágrimas en los ojos, nudo generalizado en la garganta. Antes de que las lágrimas de los espectadores se secaran, de inmediato el segundo muerto, que por la forma de la sábana parecía que llevaba algo enterrado.

“¡Apaguen sus celulares, esto no es circo!”, gritaban furiosos los militares a aquellos voluntarios que raudos y veloces no soportaban la comezón de perder una foto para sus redes sociales y sacaban sus cámaras para grabar el momento.

Otra vez el juego de vencidas de uniformados vs. civiles.

A las 11 horas con 16 minutos, después de un conteo del uno, dos, tres con el que los rescatistas pujaron fuerte, sacaron de entre los escombros a alguien vivo. Era aquel Sergio con el que platicaban, y quien les preguntaba desde debajo de la tierra por su hermano. El Sergio al que sus familiares esperaban en la Casa Verde.

Más lágrimas se abrían camino hasta los cubrebocas, en las mejillas empolvadas con lo que quedó de ese edificio.

Aplausos, vítores, gritos patrioteros del “viva México” y el “sí se puede, sí se pudo”. Una voz irrumpe y grita al sobreviviente atado a la tabla: “Échale ganas, Sergio, duro a recuperarte”.

Casi 24 horas de excavación, y Sergio era el sexto rescatado del Ámsterdam 107. Antes había sido sacado un hombre que al momento del temblor había alcanzado a correr hacia el techo y estaba malherido; después una mujer y un niño, muertos. Ahora tres adultos: dos muertos, uno vivo. Era desconocido el número de personas que permanecían atrapadas.

Vueltos a la labor, desde la cima del edificio pulverizado, soldados tiraban hacia la calle lo que iban encontrando a sus pies: ora lo que fue la base de una cama, ora el pedazo de una silla, ora lo que parece que era la mesa del mismo comedor, ora un fierro que sostenía una puerta, ora una caja negra, ora un paquete de hojas rotuladas con un nombre. La intimidad de mano en mano, expuesta a la vista de todos.

Llamaron la atención las múltiples fotos encontradas en el piso séptimo. Fotógrafos de prensa que hacían guardia frente a ese edificio, luego explicaron que ahí vivía una querida pareja de fotógrafos que tenían una impresionante colección de imágenes. Él, Wesley –que hizo coberturas de guerra– fue rescatado vivo, pero malherido; de ella, Elizabeth, seguían sin noticias.

El espeleólogo encontró fotografías familiares de una pareja adulta, algunos pasaportes, papeles. Según su teoría, el edificio se cayó porque los constructores usaron varilla de media pulgada para sostener siete pisos, cuando debían de haber usado un mínimo de grosor de dos.

“Es un acto criminal. Con base en la ingeniería no se debió de haber hecho. Le metieron para ahorrar dinero. Fue un acto de corrupción”, suelta indignado. Luego señala a los albañiles que con un enclenque serrucho cortaban las delgadas vigas.

Una vecina dice que en Casa Durango está la familia del dueño del edificio en espera de que a él también lo rescaten. Mientras lo dice pasa una joven a ofrecer pan que mandan de una panadería gourmet del barrio. Cada cinco minutos alguien ofrece comida, café, agua, lechitas, tortas, quesos, jugo de naranja. Lo que dé la imaginación.

Ese cráter en la calle de Ámsterdam, y los militares y marinos armados en la calle, lucen fuera de lugar en una colonia tan emblemática y nice como la Condesa. El edificio 107 era rosa con gris, tenía siete pisos y 21 departamentos, cada uno con balcón, como quedó registrado en los mapas de Google.

Todavía dos días antes del siniestro un anuncio en una página en internet ofrecía en venta un departamento de ese edificio: “Exterior, 5o piso, 87 m2 habitables, 3.4 m2 de balcón, 2 recámaras: La principal con baño completo y otro baño completo. Cocina integral cerrada. 1 estacionamiento, los guardias mueven coches. Vigilancia privada 24/7. Cuarto de servicio de 7.5 m2 en azotea y jaula de tendido un piso arriba”.

Lo acompañaba otra nota: “Atención Inversionistas: (el departamento) se renta de $18 a $24,000. Ideal para AirBnb.‎Vista a los árboles de Ámsterdam y Parque México. Ubicado entre los dos más hermosos parques de la CDMX: Parque México y Parque España. Zona turística de La Colonia Condesa. Ubicación privilegiada, cerca Insurgentes, Patriotismo, Constituyentes, Revolución, Metrobus.10 minutos a la Fuente de la Cibeles y Álvaro Obregón. A una cuadra de Superama Michoacán. Galerías, restaurantes, escuela, gimnasios”. En las fotos tomadas desde el interior resaltan siempre las copas de los árboles que tenían como vista.

El precio: 4 millones 850 mil pesos. La antigüedad del edificio: 36 años. Fue construido cuatro años antes que el temblor del 85.

“Fueron criminales al meterle esa varilla”, soltó varias veces el rescatista en el anonimato, quien no conoció el edificio sino hasta que se derrumbó.

La gente sigue llegando. Los parques, glorietas, camellones, banquetas han sido convertidos en centros de emergencia y apoyo.

Por redes sociales la gente lanza solicitudes de ayuda que siempre encuentra eco, sea por nombres de personas que continúan desaparecidas, otras hospitalizadas, o difundiendo ubicaciones de centros de acopio, de nuevas construcciones caídas, de anuncios sobre servicios gratuitos o rescates.

“Requieren urgente hachas y pinzas hidráulicas y motosierras y guantes carnaza en Ámsterdam y Laredo, para que pidan x redes”, me pidió una mujer que escribiera en mi celular y enviara a mis contactos.

Por redes, también, comienzan a llegar anuncios patrióticos publicitando el extraordinario músculo de solidaridad mostrado por los chilangos, volcados en las calles, abriendo las puertas de sus casas, y que logra que uno termine gritando “Viva México, cabrones”, y hasta desee cantar el Himno Nacional, evitando la parte que dice “y retiemble en sus centros la tierra”, por aquello de no invocar más temblores y queriendo agregarle a la letra un centro de acopio en cada hijo te dio.

Postdata

La madrugada de este jueves 21 de septiembre el cerco militar se fue extendiendo. El paso para los voluntarios no capacitados está casi totalmente estrangulado.