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Marcha por Lucía Pérez. Foto tomada de: quedigital.com.ar

Por: Eugenia Gutiérrez, colectivo Radio Zapatista.
México, 25 de noviembre de 2016.

“El río nos dice cosas que ustedes no saben,
las ancestras tienen un poder que a ustedes les asusta
y a nosotras nos conforta…”

Karla Lara

HeForShe, ÉlPorElla, NosotrosPorNosotras. La campaña tiene distintos nombres y traducciones. Ha entusiasmado a varios cientos de miles en decenas de países. Lanzada formalmente el 20 de septiembre de 2014, la campaña buscaba recabar mil millones de firmas para 2015, pero la meta no se alcanzó, y ya no es tan importante. Propuesta por la ONU, la campaña está dirigida a los hombres, a su interés por la igualdad de género, así que los invita a firmar e impulsar acciones personales, familiares y colectivas a favor de las mujeres. Muy bien planificada, la campaña invita a sumarse en tres ámbitos fundamentales para el progreso: gobiernos, empresas y academias. El mapa interactivo que presenta sus resultados, diseñado en agradables variaciones de tonos del rosa, informa que México es uno de los países que más se ha comprometido con la iniciativa. Casi 200 mil hombres anuncian que han decidido transformar su forma de relacionarse con las mujeres, lo que coloca a México en el tercer lugar mundial de participación en la campaña. Abundan las buenas intenciones, la ética de las voluntades, tal vez. Pero cuando la Secretaría de Gobernación firma y celebra la campaña, desde un país donde nos matan cada tres horas surge la necesidad de leer la letra chiquita, ésa que tanto desagrada leer.


En el diseño global del negocio de lo diverso todo es negocio. Y esa letra chiquita del HeForShe nos explica cómo fue redactado el business “feminista”. Aparece entonces uno de los J.P. Morgans como financiador principal de la gran idea. Se le ve muy exitoso, muy banquero, muy moderno y muy hombre explicando cómo este nuevo proyecto de inclusión de lo “diferente” favorecerá como nunca el mundo emprendedor para disparar las ganancias de algunos y algunas en el sueño gerencial del moderno gerente que ya no quiere llamarse gerente sino CEO (Chief Executive Officer).

En agradables variaciones de tonos del rosa, desde diversos penthouses del nuevo mundo industrial y financiero, surgen voces súper executives que defienden la campaña HeForShe, así como todo tipo de inclusiones de lo “diverso”. Sus hallazgos clave o, mejor dicho, sus key findings, son indiscutibles. Las nuevas CEOs lo saben y lo dicen con esa voz que huele a perfume caro. Ellas como ellos lo explican: todas las organisations y las corporations que han comenzado a instrumentar políticas de inclusión de mujeres y países raros o “diferentes” en esta década han incrementado en 85% su performance y se han vuelto altamente competitives en el marketplace.

Los J.P. Morgans publican en su sección México todos los logros que los han llevado a ser el gran banco que son, desde que hace cien años se montaron en nuestro dolor posrevolucionario y nos enseñaron a endeudarnos. Hasta explican la forma en que ese aprendizaje en nuestro país les abrió el camino para endeudar a toda la América Latina.

Entre los firmantes internacionales, globales y exitosos, pues decenas de corbatas que sonríen porque ya saben cómo “salvarnos”. En agradables variaciones de tonos del verde, un emporio corporativo global se presenta como ecosustentable y preocupado por nuestro planeta. Dice que lucha por “nosotras”. Después narra muy brevemente cómo dos guerras mundiales impulsaron los orígenes de una fortuna explotada desde la minería, el armamentismo y la reconstrucción de los territorios devastados por sus productos. Es así como una nueva estrategia global de misoginia utilitaria bien solidaria se levanta con las herramientas del capitalismo. El patriarcado en rosa. Brillante. Sexy. Pero ingenuo y ridículo, francamente, pues no puede engañarnos a todas.

De los 25 países donde más feminicidios se reportan hasta 2016, 14 son países latinoamericanos y caribeños. En ellos, el porcentaje de feminicidios impunes es de 98%. México arroja cifras impactantes, incluso sin la realidad completa. Un estudio conjunto de ONU Mujeres, el Instituto Nacional de las Mujeres y una comisión especial legislativa presentó en 2012 un recuento de 25 años de asesinatos de mujeres mexicanas, con 36,606 muertes registradas entre 1985 y 2010 específicamente por razones de género. El estudio pudo ver que la cuarta parte de los feminicidios ocurrieron entre 2005 y 2010, con 9,385 feminicidios documentados. Es decir, más de la cuarta parte del registro total de 25 años en plena modernidad. Se detecta un incremento de feminicidios de 30.8% entre 2007 y 2008, y un incremento de 32.9% en 2009. Para 2010 se duplicaron los feminicidios con respecto a 2007, pues ocurrieron 106.2% más asesinatos de mujeres que en 2007. Cuando las cifras se observan de manera gráfica, el pico de incremento luce incontrolable.

El número de hombres asesinados en México en esos años también fue analizado y también es escalofriante. También incompleto. El mismo periodo de 25 años registra 309,217 hombres fallecidos en México con presunción de homicidio, con 78,672 registros ocurridos sólo entre 2005 y 2010. De manera similar a los asesinatos de mujeres, casi la cuarta parte de los crímenes de hombres ocurrió en esos cinco años. Pero en un análisis detallado de la relación entre asesinatos de hombres y de mujeres, el estudio puntualiza diferencias. En los años en que los crímenes de hombres disminuyen, el número de mujeres asesinadas no disminuye igual que el de los hombres porcentualmente. En los años en que los crímenes de hombres aumentan, el número de mujeres asesinadas aumenta incluso más que el de los hombres proporcionalmente. Esto lleva al documento a señalar que la violencia que vivimos en México tiene un impacto diferencial por género, donde el número y el incremento en los asesinatos de hombres puede relacionarse directamente con la intensidad con que se mueven los grupos criminales, entre otros muchos factores, pero el incremento en el asesinato de mujeres tiene que explicarse de otra forma.

En nuestro país, el feminicidio ha crecido proporcionalmente en años recientes. El INEGI reporta que entre 2013 y 2015 fueron asesinadas en México 46% más mujeres que entre 2007 y 2009. Para 2015, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos reportó un promedio de entre 51 y 52 asesinatos diarios en México, cerca de 19 mil para ese año, un 40% más que el promedio anual de la primera década de este siglo. A diferencia de hace unos años, donde el 10% de los asesinatos eran feminicidios, ahora mueren en promedio 7 mujeres cada día, una cada 3.4 horas. Esto implica que, actualmente, en México la tasa de feminicidios ha crecido hasta constituir el 14% de los crímenes. Christopher Woody reportó hace unos días para el Business Insider que las proyecciones totales para 2016, de acuerdo a los datos que hay hasta octubre, podrían alcanzar los 22,600 asesinatos en México. Si esta proyección se cumple, estaríamos frente a un incremento de 19% más crímenes en 2016 que en 2015, con 62 crímenes diarios en lugar de 52. Si la tasa de feminicidios se mantiene, este año habremos muerto asesinadas más de 3,600 mujeres junto con 19 mil de nuestros hijos, hermanos, padres y compañeros. Y quizá, a manos de ellos.

Del análisis de datos nos surgen dudas y preguntas muy dolorosas, pues los asesinatos entre géneros caminan en una sola dirección, del hombre a la mujer. Cuando se dejan de matar un poco entre ellos, a nosotras nos siguen matando. Cuando se vuelven a matar entre ellos, a nosotras nos matan más. Se hace entonces necesario analizar los contextos en que morimos, pues de los campos de batalla del narcotráfico, la explotación, la migración y la política brota una violencia feminicida, casi como toxina, que contamina todos los ámbitos que las mujeres y los hombres habitamos. Los campos de batalla llegan a nuestros hogares y a todos nuestros espacios de convivencia, incluidos los movimientos que se dicen sensibles a la necesidad de un cambio sistémico. La mayoría de las mujeres violentadas y asesinadas, en México y en el mundo, son atacadas por sus parejas, sus familiares, sus amigos.

La muerte de un hombre no puede lamentarse menos que la de una mujer, pero las consecuencias devastadoras del feminicidio son inmediatas y peligrosamente cíclicas en un tejido social ya de por sí hecho jirones. La violencia sistémica y estructural que ataca a las mujeres repercute directamente en las niñas, los niños, las personas con necesidades especiales, la gente mayor y todos los grupos cuya relación con el mundo y con la sociedad mantienen vínculos más fuertes con las mujeres que con los varones. Las juventudes que han vivido el incremento de la violencia feminicida en este milenio se violentan cada día más. Y el problema crece como bola de nieve. Ante la falta de datos precisos, se calcula que cada año ingresan al mercado de la compra-venta humana unos 2.5 millones de personas. La mayoría son niñas, niños y mujeres jóvenes. Y si bien casi no se registra actividad femenina cuando se trata de asesinatos, sí está creciendo exponencialmente el número de mujeres que participan en la organización de secuestros, tráfico de órganos y explotación sexual y laboral en todo el mundo. La misoginia femenina se dispara. A estas cifras habría que sumar el incremento en desapariciones forzadas y violencia sexual cotidiana, para lo que no existen datos. Se calcula que hay 35 mil niñas y niños desaparecidos en México.

El capitalismo se está mostrando cada día más como una máquina feminicida. Del análisis frío y correcto de estas cifras depende el futuro de nuestras sociedades porque se está atacando cada día con mayor violencia a la mitad de nuestra especie, no por sus ideas, no por sus acciones, sino por su condición biológica y su etiquetación por género. Es por eso que en la violencia feminicida pueden estudiarse todos los desprecios. Y si se duda de la forma en que ese desprecio se burla incluso de las discriminaciones por clase y por raza, véase entonces la tranquilidad con que, frente al mundo entero, un candidato presidencial llama “asquerosa” a su contrincante del mismo nivel socioeconómico y con la misma piel, sólo para ser encumbrado días después por 62 millones de mujeres y hombres que necesitan venerar abiertamente a un predador. La lucha contra la violencia hacia las mujeres debe ser entendida como una lucha contra la violencia en todas sus formas porque, como tanto lo han gritado y explicado nuestras ancestras por siglos, la lucha feminista es humanista. Dicho de otra manera, el feminismo es humanismo o no es.

Cada año, cerca de 80 millones de niñas son forzadas a contraer matrimonio con adultos en todo el mundo. Millones de niñas siguen padeciendo la ablación de sus órganos sexuales externos. En Yemen, por ejemplo, la UNESCO reporta que el 85% de las niñas sufren la mutilación genital durante su primera semana de vida. Por lo menos 500 millones de mujeres tienen prohibido conducir un auto, ingresar a un estadio de futbol, sonreír en público. Se juegan la vida si se ven felices o libres. Cuentan de un lugar que se autodefine como “estado” pero que ninguna mujer autodefinida respetaría. Tan tenebroso es el lugar que las niñas y los niños no quieren habitarlo. Y, sin embargo, ese lugar es respetado por todas las naciones. Del Kurdistán surgen batallones femeninos para matar almas porque el terror que nos tiene el ISIS radica en nuestra capacidad, dicen ellos, de condenarse eternamente si mueren con la vergüenza de que los mate una mujer. Si a ese grado nos desprecian pues a ese grado respondemos, afirman valientes las kurdas. En tanto, Putin y Vaino brindan por una tercera vía que supere el supracapitalismo occidental por medio de la imposición de una Noocracia para la Noosfera euroasiática, Richard Spencer erige orgulloso su blanca mano derecha con absoluta impunidad y las corporaciones y los gobiernos más poderosos diseñan planes que aterrorizarían a Goebbels y que nos colocan al borde de una extinción.

Esto tiene que parar. Nunca un 25 de noviembre nos había llegado con una violencia tan descarada, tan normalizada contra las mujeres, las niñas y los niños, los hombres, el aire, la tierra, el agua y todo lo que vive. Para entender esa violencia hay que mirar todos los desprecios y todas las mercantilizaciones que avanzan, pero estudiando su origen patriarcal. Enfocar esfuerzos hacia teorías que explican el odio a lo femenino sobre todo a partir de una lucha de poder económico ya no es suficiente, pues esas teorías no explican el odio primigenio. Estudian las consecuencias del odio pero no sus orígenes. Esas teorías no reconocen que ni siquiera somos tan importantes. Que en nuestras muertes y nuestros golpes somos vistas como desechos, cascajo y basura de sistemas milenarios estructurados y concebidos para la guerra, no para la convivencia pacífica, no para la igualdad en cualquiera de sus formas.

Siempre definidas desde lo masculino, siempre vistas como la otredad, diría Simone. El feminicidio y la violencia sexista no son consecuencia del clasismo, el racismo, la homofobia y la xenofobia que imperan en las sociedades capitalistas. Son su origen. Todas estas discriminaciones están siendo evidenciadas más que nunca en el feminicidio porque somos la mitad de la población y nos alcanzan todos los desprecios desde el origen de nuestras sociedades. Y porque millones de mujeres se rinden y se odian a sí mismas. Y nos odian libres y nos quieren calladas. Las consecuencias de ese desequilibrio estructural originario afectan más violentamente a quienes no se resignan, a quienes escarban en lo profundo de nuestra esencia humana para reestructurarnos de otra manera y dentro de un equilibrio que apuntala la vida. De ahí la intensificación del clasismo, el racismo, la homofobia y todos los odios hacia quienes no se ajustan a este modelo criminal. Por eso estamos en una encrucijada. “Limarle las aristas” al capitalismo es afilar los cuchillos del patriarcado, columna vertebral de todas las hidras. Es fortalecerlos y reconstruirlos aún más violentos.

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Mujer zapatista en el Caracol de Morelia. Foto: RZ

La claridad en el análisis de las raíces más profundas de la violencia no se puede encontrar a solas, y la honestidad o la buena intención de algunas campañas mediáticas no basta, no transforma de raíz. Millones de personas en el mundo, mujeres y hombres, lo entienden y lo explican. Lucía lo supo y lo sabe en Mar del Plata. Petrona lo sabía en Chiapas. Las niñas de Nigeria y de Yemen lo saben como lo saben las kurdas. La sabiduría ancestral de las comunidades indígenas y originarias de muchas partes del mundo lo entiende y lo explica. Pero en México tenemos, además, las manos extendidas del zapatismo, un movimiento rebelde que lleva dos décadas advirtiendo que sólo en colectivo y con organización autónoma se puede transformar una realidad que ya no queremos ni merecemos.

El panorama es sombrío, pero a los proyectos de destrucción, mentira y superficialidad, las comunidades indígenas en rebeldía y resistencia anteponen algo que se percibe luminoso. Cuando explica su apuesta por las artes, las ciencias y los pueblos originarios, el zapatismo se reafirma como la némesis del capitalismo y de la guerra. El patriarcado descolorido, desfigurándose. Después de dos décadas de práctica autónoma, de gobierno comunitario y de capacidad organizativa, todo indica que es posible recorrer otros caminos. Pero todavía no existen. Hay que trazarlos. El Congreso Nacional Indígena podría imaginarlos.

¿Él por ella… o nosotras por nosotros? Artes, ciencias, pueblos originarios. Construcción, verdad y profundidad. Tiene que haber otros caminos. Quienes quieren recorrerlos aprenden andándolos, ya no mirando el horizonte sino arriesgándose a caminarlo e invitándonos a hacerlo de manera organizada. El desafío es tan grande como la aventura que promete. Pero si de la lluvia fría hacemos música como lo haría una niña maya, y si escuchamos la sabiduría ancestral de mujeres como Esther, Míriam o Ramona que hablan con voz colectiva desde una lucha incansable, si hacemos y escuchamos en lo profundo, desde lo “mujeres que somos”, quizá logremos entender que luchar como si fuéramos “nosotras” vale la pena por todos nosotros.