A mediados del 2011, en el Lagartijero de la Escuela Nacional de Antropología e Historia de la Ciudad de México, durante la presentación del libro “La rabia, el amor y la lucha contra el silencio” de Lalo Cisneros (1984-2008), el padre de Alexis Benhumea adelantó justo cuando nos inundaba la indignación y el dolor que en México seguiría habiendo jóvenes asesinados. “Eso se los puedo asegurar”, lanzó el balde de agua helada. Se refería a jóvenes brillantes, chispeantes y chingones como su hijo, asesinado al acudir al llamado para acompañar a los ejidatarios de Atenco en 2006, y como Lalo, abatido por policías de Chalco, Estado de México. Como Lalo y Alexis, otrxs tantxs jóvenes, adultos e incluso niñxs han caído estos años durante la brutal y desenfrenada guerra por el control de divisas (drogas, capital, mercancía humana) desatada por las elites empresariales nacionales, esas elites que a su vez dependen y trabajan para grupos y mafias transnacionales aún más violentas, racistas y genocidas.

En ese escenario de capitalismo en su máxima expresión –algunos leen en él su crisis terminal- , la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa en Iguala, Guerrero confirmó que el Estado -con sus agentes federales, sus soldados y sus instituciones- es el asesino. La noche del 26 de septiembre en Iguala, Guerrero remató lo que investigaciones como “Los señores del narco”, los Comunicados Zapatistas y otras masacres en estados como Chihuahua, Coahuila, Chiapas y el Estado de México anunciaban desde hace varios años. Por ello, ante tal guerra de exterminio frontal y desmesurada, desde hace décadas el México de abajo viene aprendiendo, a golpes y a costa de sangre, que no puede haber futuro –ni presente- en una sociedad organizada, orquestada, estructurada o jerarquizada bajo la lógica y la tutela del Estado. A diferencia de otras historias y otros contextos latinoamericanos, en México sobrevivir y transformar la vida cotidiana no pasa por la toma del poder para administrar desde allí la barbarie, sino en desmantelar el Estado para al menos frenar la barbarie.

Quienes han convertido sus fuerzas y su rabia en organización para exigirle cambios al Estado han terminado en el mejor de los casos engañados o traicionados. Sucedió en el 96 con los Acuerdos de San Andrés o en el 2011 en el Castillo de Chapultepec con el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, ese tenaz grito colectivo que exigía parar la vorágine de sangre mexicana. Entonces, ante la traición de San Andrés, lxs zapatistas entendieron que había momentos para pedir, otros para exigir y otros –el de ellxs, el de México- para hacer; y, a diferencia de los besos conspirativos, la escucha y la entrega de rosarios del 2011 en el Castillo de Chapultepec -narrativa que privilegió futuras estrategias de atención a las víctimas pero que desmoronó líneas de acción y dolor social organizado-, en el 2014 los padres de los normalistas de Ayotzinapa no aceptaron como interlocutores a los senadores en turno. “No nos escucharon pero es nuestro deber responder”, se quedó hablando solo el “líder” del senado, vociferando palabras que no encontraron más quien creyera en ellas ni quien las esperara ni quien les diera valor.

¿Será que, ante los soldados de Tlatlaya, de Chalco, de Guerrero y del ahora INE, ante los ejércitos de la Democracia, el Leviathan y el Estado, nuestra generación –la de Lalo, Alexis, Anayeli, Edith, Alexander, Ayotzinapa, la de todísimxs todxs nuestrxs muertxs y nuestrxs vivxs, la de la Sexta, la de lxs soñadorxs invencibles, la de lxs de Abajo- es la generación que dará la vuelta a la trampa del Estado, la que no tolerará más los argumentos de que el asunto es sanear sus instituciones, vigilarlo, democratizarlo o demás excusas no ya sólo de clase sino inevitablemente homicidas? ¿Y si lo que le tocó a nuestra generación es mera esa chambísima urgente e impostergable de defender formas nuevas y no tan nuevas de estar juntxs sin el Estado? Cuando en el zócalo de la ciudad de México, en una de las primeras marchas para hallar a los compas de Ayotzinapa, algún colectivo trazó con claridad y firmeza la tremenda y sintética frase “Fue el Estado”, ¿acaso no estaba trazando la declaración de guerra, de batalla, de lucha, la luz que guía el camino de toda una nueva generación? ¿Será que de pronto México descubrió que tenía décadas metido en un nuevo proceso revolucionario y fue por ello que, casi por su propia cuenta, nuestra águila comenzó a emerger en las calles acompañada por el negro en lugar del verde y el rojo que surgieron tras la primera revolución mexicana?

Esa otra segunda revolución lenta y dolorosa, atacada y vilipendiada, es sin duda la de aquellos esfuerzos organizativos que viven y ejercen la Autonomía como sinónimo de madurez política. La de los grupos, comunidades, espacios y proyectos que se organizan no para mirar hacia arriba sino hacia los lados, como menciona Ignacio del Valle –“Miren a quién tienen a un lado. La respuesta está allí”- en sus comparticiones públicas. En realidad lo que sigue ya está. En realidad esos otros mundos posibles ya existen. Que éstos sean chicos, pequeños, medianos o grandes depende (está dependiendo, como en el poema de la regiomontana Ofelia Pérez para con la vida) de los deseos, las ausencias y las estaturas de cada uno de los espacios que los impulsan, construyen y defienden. Y estos espacios coinciden en decidir ellos mismos cuales son sus monstruos a enfrentar, cuáles sus batallas, cuáles sus límites. En México la Autonomía es un paso, una decisión y una acción revolucionaria durísima pero impostergable. Y es también, sobre todo, una lucha constante. En México lxs compas congruentes, dignos y rabiosamente soñadorxs tienen claro que el estado ha muerto. Y de pronto saben que, aún antes que ser la chispa que encienda un nuevo fuego, les toca ser apenas las piedras que provoquen esa chispa. Saben pues que el estado es el asesino y por tanto preguntan qué habrá en su lugar. Mejor aún, preguntan y responden qué otras cosas, proyectos u experimentos habrá en su lugar. Aún a costa de golpes y sangre, si habrá otras cosas o proyectos en lugar del estado, las respuestas son y serán nuestras.